jueves, 29 de noviembre de 2012

10ª Recomendación literaria

Este es mi regalo de Navidad, espero que os guste. Hacía mucho tiempo que no me emocionaba tanto con un relato, incluso he llorado como un bobo.






A todos los voluntarios de Guiding Eyes for the Blind

ANA GALÁN

Con todo mi afecto a los usuarios de perros guía

MANUEL ENRÍQUEZ

CAPÍTULO 1




David. Agosto de 2010
Cuando me desperté no sabía dónde estaba. Me dolía la cabeza. No, me dolía todo el cuerpo. Oí un murmullo de voces que no logré descifrar y unos pitidos intermitentes. Pip, pip, pip. ¿Qué había pasado? Intenté moverme pero apenas pude hacerlo. De pronto sentí una mano que me acariciaba la cara y un beso en la frente. Era mi madre. Estaba llorando. Su aroma a lavanda era inconfundible, pero se mezclaba con otros olores que me resultaban menos familiares. ¿Estaba en un hospital? Sí, eso era. Pero ¿por qué? Intuía que había pasado algo grave, pero no conseguía recordar nada. Abrí los ojos y me vi envuelto en una oscuridad absoluta. Quizá fuera de noche y la luz estuviese apagada. No. Sentí sobre mis párpados el ligero peso de una venda suave e intuí que eso era lo que me impedía ver. ¡El dolor de cabeza era cada vez más intenso! ¡Parecía que me iba a estallar! Haciendo un gran esfuerzo, intenté ladear la cara lentamente para ver si cambiando de postura se me pasaba un poco el dolor. En cuanto lo hice, las voces se callaron. El repentino silencio sólo se veía interrumpido por el pitido rítmico que seguía martilleándome el cerebro. Pip, pip, pip. Me pareció oír un grito ahogado de mi madre y, acto seguido, una puerta que se abría, pasos que se movían con prisa por la habitación. Más voces. Un hombre y una mujer. Unas manos frías me recorrieron las piernas. Noté el dolor de un pellizco en los pies. ¡Ay! Luego cosquillas en las plantas y algo frío sobre mi pecho. Quería gritar: «Mamá, ayúdame, por favor. Diles que me dejen en paz. ¡Diles que me hacen daño!». Pero fui incapaz de articular una sola palabra. Noté cómo zarandeaban mi cuerpo como si fuera un saco inerte y, una vez más, volví a quedarme dormido.


El destello de unos faros que se acercaban a toda velocidad.
El ruido estridente de un claxon.
¡La colisión era inevitable!
—¡No! —exclamé, con el corazón latiéndome con fuerza.
Tardé unos segundos en darme cuenta de que sólo había sido una pesadilla.
Intenté recuperar la calma con la respiración entrecortada y, una vez más, el sonido del monitor me devolvió a la realidad. Pip, pip, pip. Seguía tumbado en la cama del hospital. Afortunadamente ya no me dolía tanto la cabeza, pero sentía una presión horrible en el pecho y algo me impedía mover las piernas. Esta vez no percibí la cálida presencia de mi madre y me sentí muy solo. Estaba sudando; sin embargo, notaba un frío que me calaba hasta los huesos. Tenía los ojos vendados. Los abrí despacio y de nuevo me hallé rodeado por la asfixiante oscuridad. Me quedé inmóvil y, poco a poco, los recuerdos empezaron a llenar mi mente, como si fuera una película a cámara lenta.
Había hecho el último examen del curso, aunque todavía no sabía las notas. ¿Habría aprobado todas las asignaturas? ¿A quién le importaba eso ahora?
En mi cabeza se dibujó una imagen muy clara. La vi a ella, esperando en la parada del autobús y mirándome con esa expresión burlona que la hacía irresistible; yo me acercaba sonriendo. Estaba tan guapa como siempre, con un pantalón ajustado y una camiseta de tirantes. Hablamos un rato hasta que llegó su autobús y quedamos en ir juntos esa noche a la fiesta de fin de curso. El fin de semana no podía haber empezado mejor. Por la tarde tuve que ir a la piscina para hablar con mi entrenador, quien me anunció que en verano no pensaba dejarme descansar. Tendría que hacer por lo menos dos horas de natación al día en varias series y estilos; aunque, por suerte, antes iba a darme una semana de descanso. La necesitaba. Necesitaba desconectar por completo y estar abierto a lo que pudiera pasar esa noche. Volví a casa, me arreglé y pasé a recogerla en coche. Su minifalda, sus labios pintados, su continua sensualidad despertaban todos mis sentidos. Llegamos a casa de nuestro amigo y, nada más entrar, nos pusieron un buen vaso de sangría en las manos. Hacía calor y estaba tan dulce que entraba sola. Un vaso, luego otro. No tardamos en ir todos bastante cargados. Fui al baño y, cuando volví, la encontré coqueteando en el borde de la piscina con un amigo mío que estaba tan pasado de alcohol como ella. Sabía que me estaba provocando. Siempre lo hacía. Luego se quejó del calor.
—¿Por qué no te bañas? —le dijo mi amigo.
—Es que no he traído el biquini —contestó.
—¿Y lo necesitas? —le preguntó mi amigo, retándola.
Ella me miró, se quitó toda la ropa y se arrojó a la piscina. Los chicos la vitoreaban y alguno hizo lo mismo. Salió del agua despacio, insinuante, y se dirigió hacia mí.
—David, ¿es que no piensas secarme? —me dijo.
¿David? Sí, me llamo David. Por fin pude recordar mi nombre y supuse que eso era una buena señal.
Verla ahí desnuda, entre las risas de la gente y los comentarios de algunos, hizo que me hirviera la sangre. Antes de seguir haciendo el ridículo plantado ahí en medio como un idiota, mientras todo el mundo parecía cachondearse de mí, di media vuelta y me largué de la fiesta hecho una furia. Mientras abría la puerta del coche, la vi salir de la casa. Solamente llevaba las braguitas puestas.
—¿Estás enfadado?
¡Claro que lo estaba! ¡Y mucho!
—¡No te vayas! ¿O prefieres que sea otro quien me lleve a casa? —gritó.
No contesté. Me metí en el coche, arranqué como un loco y salí derrapando a toda velocidad por la carretera sinuosa sin que se me pasara en ningún momento por la cabeza ponerme el cinturón de seguridad. La ira y el alcohol me impedían ver con claridad. Luego vino la curva, los faros que me deslumbraban, el sonido incesante del claxon. Intenté esquivar al vehículo que se aproximaba, pero la luz de sus faros me atraía como una lámpara a una polilla. Un fuerte golpe y mi cuerpo salió volando contra el parabrisas. Después nada.


Mientras seguía intentando poner en orden mis recuerdos y asimilar la situación en la que me encontraba, oí la puerta de la habitación. Me pareció distinguir la voz de mi padre hablando con alguien, un hombre. Ellos no sabían que podía oírlos. Ese hombre, supongo que era el médico, le decía que me iba a recuperar pero que había sufrido lesiones muy graves a consecuencia del accidente.
«Lesiones muy graves.» Al oír sus palabras, una sensación de pánico se apoderó de mí.
—¿Mamá? —llamé esperando que estuviera allí con ellos. Oí los pasos de mi madre, que se acercaban corriendo. Noté cómo me sujetaba la mano y la apretaba con fuerza.
—¡David, hijo! —balbuceó entre sollozos.
Creo que pude esbozar media sonrisa y hablé un poco en un estado medio inconsciente.
Durante los días siguientes, fui recuperando fuerzas muy lentamente y cada vez conseguía mantenerme despierto más tiempo, a pesar de que la venda de los ojos me impedía distinguir si era de día o de noche. Mi madre no se alejaba de mi lado y me iba poniendo al corriente de lo que había sucedido. Me contó que había permanecido seis semanas en coma y que me habían operado en tres ocasiones.
—Pero ya verás como pronto te pondrás bien y podrás volver a casa —me prometió sin poder disimular el tono de angustia en su voz.
También me dijo que mi padre había recogido las notas y había aprobado todas las asignaturas de segundo de periodismo. Sé que intentaba animarme con las noticias. Sin embargo, el miedo podía conmigo y lo único que deseaba oír, o más bien temía, era el pronóstico del médico.
—Si todo evoluciona como esperamos —me informó por fin un día el doctor Aguilar—, solamente perderás un poco de visión. Mañana te quitaremos los vendajes y lo comprobaremos. Espero que no haya sorpresas. También tienes una pierna escayolada y varias costillas rotas, pero ese problema no es grave. Dentro de unos días te quitaremos la escayola de la pierna. Tu traumatólogo asegura que a los veinte años estas fracturas sueldan muy bien...
Deseaba con toda mi alma que no se equivocase y que al día siguiente, cuando me retirasen las vendas, todo siguiera como antes.

CAPÍTULO 2




Blanca. Agosto de 2009
Dieciséis años, ocho meses y un día. Ése era el tiempo que llevaba esperando para tener un perro. Mi madre siempre conseguía encontrar una buena excusa y no cumplir su promesa de que nos compraría uno cuando mi hermana pequeña tuviera cinco años. ¡Y Cristina acababa de cumplir trece! Que si éramos muy pequeñas, que qué íbamos a hacer cuando nos fuéramos de vacaciones, que si ella trabajaba todo el día y no quería más responsabilidades, que si no lo íbamos a sacar a pasear... Excusas. Todo eran excusas.
El día que nos anunció que había cambiado de opinión, armamos tal escándalo que los vecinos seguramente se plantearon llamar a la policía.
—Quería consultaros una cosa —nos dijo mi madre a la hora de la cena.
Todos la miramos con cara de curiosidad.
—He estado pensando... —siguió—, ¿qué os parecería si tuviéramos un perro?
Cris no quiso oír nada más. Empezó a dar saltos y gritos por todo el comedor.
—¿Lo dices en serio? —pregunté sin dar crédito a mis oídos. ¿Sería posible que mi sueño se hiciera realidad? ¿Qué le había hecho cambiar de opinión? La miré extrañada y nerviosa.
—Totalmente —contestó mi madre sonriendo.
Me levanté de un salto de la silla y me uní a la danza de celebración. Cris y yo seguimos dando botes y celebrándolo durante por lo menos quince minutos. Mi padre nos miraba alucinado y mi madre sonreía orgullosa de ser la causante de tanta felicidad.
Pero claro, con mi madre ya se sabe. Nosotros no íbamos a hacer las cosas como el resto del mundo y tener un perro normal y corriente, de esos que se suben al sofá y duermen contigo en la cama y juegan a perseguirte por toda la casa. No, nosotros teníamos que tener un perro especial. Un cachorrito al que criaríamos para que de mayor se convirtiera en un perro guía para ciegos.
Cuando mi hermana y yo por fin nos calmamos y nos volvimos a sentar a la mesa, mi madre nos explicó ese «pequeño detalle sin importancia», pero en realidad nosotras ya no la escuchábamos. En ese momento todo nos parecía maravilloso y estábamos dispuestas a aceptar cualquier condición, lo que fuera. ¿Que teníamos que ir a clases todas las semanas? Genial, así jugaríamos con otros cachorritos. ¿Que sólo nos lo podríamos quedar durante algo más de un año y luego se tendría que ir a la escuela de perros guía? No importaba. Un año era mucho tiempo. ¿Que no le podríamos poner el nombre nosotros? Bueeeeeno, mientras no se llamara Clodomiro o algo así, no importaba mucho. Al fin y al cabo, yo tampoco había elegido mi nombre, ¿no? ¿Que el perro tenía que dormir en una jaula por la noche y había que sacarlo a hacer pis si se despertaba? Bah, seguro que no se despertaba.
Pero sí se despertaba.
Y ésa es la razón por la que en ese momento estaba yo, a las tres de la mañana, en el jardín de mi casa, bajo la lluvia, con el pijama, el impermeable y las botas de agua, esperando a que Kits hiciera pis.
—Si no haces pis de una vez, nos vamos a morir aquí congelados —le rogué, mirando de un lado a otro de la calle, esperando que nadie pasara y me viera ahí con ese aspecto.
Kits me observó con sus ojitos negros y su carita peluda y amarilla y movió la cola contento. Después empezó a correr a mi alrededor como un loco.
—No, no son horas de jugar —le dije—. Haz pis, ¡por favor!
Un par de carreras más y, cuando ya parecía que nunca le entrarían ganas, se agachó e hizo pis.
—¡Por fin! ¡Muy bien! —exclamé, acariciándole. Era tan pequeñito y suave... Kits se acercó más para que lo abrazara—. Vamos a casa.
Entramos en la cocina, lo sequé con una toalla y empezó a juguetear de nuevo.
—Tranquilo, que vas a despertar a todos —le dije.
A pesar de que estaba cansada y sabía que a la mañana siguiente tenía que levantarme pronto para ir al colegio, me senté en el suelo y lo puse encima de mi regazo, mientras lo frotaba con la toalla. Para que se tranquilizara empecé a hacerle un pequeño masaje como nos habían enseñado en las clases antes de asignarnos al cachorrito. Le hablé con suavidad mientras le acariciaba las orejitas, lentamente, después el cuello y los hombros. Noté que poco a poco se iba relajando y yo también. Me sentía tan bien con él que hasta me planteé quedarme a dormir en el suelo de la cocina, pero seguramente no era muy buena idea. Cuando Kits se tranquilizó, abrí con cuidado la puerta de la jaula y lo metí junto con unos trocitos de comida que se tragó agradecido. Cerré la puerta y le susurré:
—Y ahora, gordito, a dormir otra vez.
Me miró desde los barrotes con sus ojos negros, mientras apagaba la luz y me alejaba por el pasillo.
«Qué mono, parece que se va a quedar callado», pensé.
Subí la escalera hasta mi habitación. Pasé por delante del cuarto de mi hermana, que dormía plácidamente, y desde ahí pude oír los ronquidos de mi padre, que salían de su habitación. No parecía que nadie nos hubiera oído. Me metí en la cama, me tapé con la manta hasta las orejas para intentar volver a entrar en calor y, cuando estaba a punto de coger el sueño...
¡Guau, guau!

CAPÍTULO 3




David. Agosto de 2010
El doctor Aguilar procedió a quitarme el vendaje de la cara y los protectores oculares. Yo estaba nervioso y asustado. Tenía que salir bien. Tenía que volver a ser quien era. Ya llevaba demasiado tiempo en el hospital, había pagado mi error y estaba deseando reanudar mi vida.
—Abre los ojos —ordenó.
Los abrí lentamente, con miedo. Me pareció que la habitación estaba en penumbra, pero poco a poco empecé a vislumbrar una luz tenue que se hacía cada vez más evidente. La operación había sido un éxito a pesar de lo complicado de la cirugía y los puntos cicatrizaban perfectamente. Pude percibir la sonrisa de mi padre. Mi madre estaba a su lado y lloraba de emoción. Sujetó mi mano y me la besó. El médico me pidió que mirase hacia los lados, arriba, abajo.
—¿Cuántos dedos te estoy enseñando?
—Tres —contesté con una sonrisa de alivio. Era la primera vez en muchas semanas que sonreía sinceramente.
El doctor Aguilar repitió lo que ya me había dicho en otras ocasiones:
—David, ya lo sabes. Tienes totalmente perdido el ojo izquierdo. La lesión sufrida por el golpe contra el parabrisas fue muy grave. Sin embargo, hemos podido salvar la visión de tu otro ojo. Si no hay complicaciones podrás hacer una vida totalmente normal. Al principio tendrás que acostumbrarte a calcular las distancias, pero en seguida podrás hacerlo sin mayores problemas. Las primeras semanas son cruciales. Tu ojo está cicatrizando y cualquier complicación...
Cualquier complicación. La complicación tenía un nombre larguísimo. Una maldita bacteria que decidió que mi ojo era un buen lugar para multiplicarse. No tardé mucho en comprobar, impotente, que mis esperanzas se desvanecían a la misma velocidad que mi visión. Gotas, vuelta al quirófano, vendajes, medicinas y finalmente, lo que nadie quería oír. Esta vez el psicólogo fue el encargado de darme la noticia.
—Me temo que la infección se ha extendido por todo el ojo y cuando los médicos consigan controlarla será demasiado tarde —dijo muy serio—. Las esperanzas de que puedas recuperar la vista son mínimas. Eres joven y quizá en el futuro... ¿Sabes? Se están haciendo muchos avances en medicina: células pluripotenciales, microcámaras que se podrán implantar en la retina y te permitirán hacer una vida normal. Pero eso será dentro de unos años, David, no sé cuántos, pero quizá llegue antes de lo que esperamos.
Apenas escuché el resto de la conversación. Cerré con fuerza los puños hasta casi hacerme daño en los dedos. Tenía tal tensión en el cuello que ni siquiera lograba asentir con la cabeza. El psicólogo siguió hablando.
—De todas formas, tienes que tener en cuenta que las cosas avanzan a pasos de gigante. Ahora los ciegos pueden estudiar, desplazarse, trabajar y llevar una vida prácticamente normal. ¿Sabes que hay ciegos que han escalado el Aconcagua? Me han dicho tus padres que te gusta escribir. Un sencillo programa informático te permitirá acceder sin problemas a tu ordenador y manejar con los oídos lo que antes hacías con los ojos. También podrás practicar muchos deportes sin ningún problema. El trabajo, David, será duro, no te lo voy a negar, y los progresos que hagas dependerán directamente de tu propia voluntad. Necesitarás seguir un riguroso proceso de aprendizaje...
Los ciegos. Eso era en lo que me había convertido. En un ciego.
A partir de ese momento me dejé caer en una depresión profunda que me asfixiaba entre sus brazos y no me dejaba escapar. No quería hablar con nadie. No quería comer, ni recibir visitas, ni tener noticias de lo que estaba pasando en ese mundo de luces y formas que yo había abandonado para siempre.
Me pasaba el día en la habitación del hospital, en silencio, fingiendo dolor para que me doparan hasta quedarme dormido, insensible a lo que pasara a mi alrededor. Cuando me despertaba, mi madre se esforzaba en entablar una conversación y me contaba quién me había llamado y qué amigos me habían visitado. Yo permanecía en silencio, intentando en vano no escuchar la lista de nombres: Jorge, Andrés, mi entrenador de natación, mis tíos, mis primos, compañeros de clase, algún profesor de la facultad y Róber, el que se suponía que era mi amigo pero a quien no le había importado tontear con Claudia el día de la fiesta en casa de sus padres.
Claudia... Su nombre nunca aparecía en la lista que me iba recitando mi madre. Supongo que le traía sin cuidado lo que me había pasado. Al fin y al cabo, ella sólo había estado jugando conmigo, me utilizó porque en aquel momento no tenía a nadie mejor. Esta vez se lo había puesto muy fácil. Ahora, cualquier otro sería mejor que yo. Cualquiera que pudiera ver.
No podía evitar pensar que, si no hubiera sido por Claudia, en ese momento no me encontraría allí, tumbado en mi cama aséptica, sintiéndome más muerto que vivo. Sabía perfectamente que ella no me había obligado a ponerme detrás del volante esa noche, ni había sido ella la que había salido derrapando por la carretera, ni la que había decidido no ponerse el cinturón, pero no podía deshacerme de ese resentimiento que me quemaba por dentro. Decidí que debía eliminarla de mi mente para siempre, igual que había hecho ella conmigo.
El resto de mi estancia en el hospital lo pasé medio inconsciente, mudo, entumecido por el dolor mental más que físico al darme cuenta de que me había convertido en un inválido. Cuando notaba que alguien venía a visitarme, me hacía el dormido. No quería oír sus fútiles intentos por animarme. Mi situación era sólo mía y no me serviría de nada compartirla con nadie.
Después de tres meses de hospital, de rehabilitación, de tratamientos y de esperanzas que nunca se cumplían, me dieron el alta. Llegué a casa sin infección y también sin vista. Entré agarrado del brazo de mi madre y en el momento en que oí cerrarse la puerta fue cuando, por primera vez, me di cuenta de que debía enfrentarme a la cruel realidad.
Me solté del brazo que me guiaba pero percibí que mi madre seguía a mi lado. Con los brazos extendidos, di un paso a tientas, luego otro. Pisé la alfombra y di un pequeño tropezón, lo suficiente para que dos manos me sujetaran por cada brazo.
—¡Por favor! Dejadme. No podré hacer nada si tengo la sensación de que me estáis vigilando.
—No te vigilamos —fue mi hermana Silvia quien habló—. Es que creíamos que te ibas a caer.
—Si me caigo ya me levantaré. Soy ciego, pero no soy tonto.
Mi madre rompió a llorar una vez más, aunque trató de disimularlo. Pensé que, unos meses atrás, cualquier discusión con mi hermana habría terminado en una pelea. Por primera vez en su vida se calló. Mi padre intervino. Se había mantenido en silencio durante todo el tiempo que duró el trayecto desde el hospital hasta casa.
—David, las cosas cambiarán y nos adaptaremos a ellas, pero necesitamos ayuda. He estado buscando información. Hay organizaciones especializadas en ayudar a personas que tienen problemas como el tuyo. Nos han dado una cita para pasado mañana. Vamos a ir los cuatro y, a partir de ahí nos dirán qué debemos hacer. Silvia, mamá y yo no sabemos cómo tenemos que actuar, qué es lo que tenemos que hacer. Te ruego que tengas un poco de paciencia con nosotros. Si no lo haces, la convivencia será horrible.
Horrible fue ese primer día. Cuando estaba en el hospital pensaba que al llegar a casa las cosas cambiarían al encontrarme en un ambiente conocido pero, como ya empezaba a ser habitual, mis sueños y la realidad tomaron caminos distintos. Mis padres ya habían recibido algunas instrucciones de cómo tenían que adaptar la casa. Debían evitar que hubiera objetos con los que me pudiera tropezar y las puertas tenían que estar siempre abiertas o cerradas totalmente, nunca entreabiertas. Ellos me podían guiar dándome indicaciones tipo «más a tu derecha» o «empieza la escalera», pero nunca me debían llevar del brazo dentro de casa. Yo tenía que moverme solo. Dentro de la vivienda era imprescindible que mi autonomía fuera total desde el principio. Ésa era la teoría, aunque no tenía nada que ver con la práctica.
Subí la escalera y al entrar en mi cuarto por primera vez, encendí la luz instintivamente. Escuché el clic del interruptor y eso fue todo. No cambió absolutamente nada. Me froté los ojos esperando inútilmente que al volver a abrirlos todo volviera a su sitio. Era consciente de que no serviría de nada, pero no pude evitar hacerlo. Efectivamente, todo seguía en penumbra. Con la mano derecha seguí el contorno de la pared. El armario, la mesa de estudio con el ordenador. Un poco más allá, el rincón y la ventana. Noté que estaba abierta y que el sol lucía por la sensación de calor que sentí sobre la piel. Luego la otra pared. Ahí estaba el póster de Pau Gasol con su camiseta de los Lakers haciendo un mate contra los Spurs de San Antonio. Pasé las manos sobre la superficie satinada del papel. ¿Qué sentido tenía ahora? Me entró un ataque de rabia y me disponía a arrancar el póster y romperlo en mil pedazos cuando noté una mano que me lo impedía. Era Silvia.
—No, David. No hagas eso.
—Déjame y no te metas. Además, no quiero que me sigas. El póster es mío y haré lo que me dé la gana con él.
—Si quieres puedes romperlo, pero queda de muerte en la habitación junto a tus medallas de natación. David, el que hayas perdido la vista no quiere decir que las cosas vayan a darte igual. Tienes que tratar de seguir siendo el mismo. ¿Acaso me vas a dar tu camiseta naranja porque ya no la ves?
No supe qué contestar. Probablemente Silvia tenía razón. Me callé y escuché con atención cómo salía de la habitación y cerraba la puerta tras de sí. Me senté en la cama y, creo que por primera vez en muchos años, me eché a llorar.
Dos días después fuimos a la asociación. Nos recibió Pablo, el psicólogo que me había dado la noticia de mi ceguera irreversible. Su voz era afable pero firme. Nos sentamos y mi madre me apretó la mano por debajo de la mesa. La solté bruscamente y me crucé de brazos. Si había algo que no necesitaba en esos momentos eran caricias. El psicólogo empezó con su charla.
—Ahora nos queda un largo y duro camino por recorrer —dijo—, pero te aseguro que, si todos nos esforzamos, conseguiremos que tu vida vuelva a ser la misma que antes del accidente.
¿Ese tío flipaba? ¿Acaso se había equivocado de paciente? ¿Es que no se daba cuenta de que me había quedado ciego?
Me habló de los rehabilitadores que me enseñarían a manejar un bastón para poder desplazarme, de las técnicas que tendría que aprender para poder organizar mi ropa y mis CD. Me hizo pasar la mano por una hoja con el alfabeto en braille. Mi sensación fue la de estar tocando un mantel lleno de migas pegadas.
—Aprenderás a escribir en braille en pocos días —me aseguró el psicólogo—. Es un sistema muy sencillo. Leer te costará más tiempo, pero estoy convencido de que en menos de un año lo dominarás. En cuanto a tu formación, ¿qué estás estudiando?
—Estaba —le corregí—. Terminé segundo de periodismo.
—Debes continuar tus estudios. Será más difícil, todo va a ser más difícil para ti, pero tendrás que acostumbrarte a vivir así.
¿Más difícil? Definitivamente aquel tío estaba colgado. ¿Cómo quería que fuese a la facultad? ¿Cómo iba a tomar apuntes?
—No, ya no puedo. No me he matriculado para el próximo curso y las clases ya han empezado —respondí intentando dar la conversación por finalizada.
Él no pareció hacerme caso y siguió con su discurso.
—De eso nos encargaremos más adelante. Ya hablaremos. Ahora lo más importante es que recuperes el control de tus actividades cotidianas.
La reunión duró más de una hora y durante la mayor parte del tiempo Pablo habló con mis padres. Después nos presentaron a Jenny, una especialista en rehabilitación y técnica de orientación y movilidad, o algo así. Nos llevó a otra habitación y por el eco que se producía cuando hablábamos intuí que debía de ser un sitio muy grande.
—Estamos en una sala con elementos urbanos, para simular que estás en una calle cualquiera —dijo Jenny—. Aquí hay aceras con baldosas de distintas texturas. También hay vallas, un fragmento de calzada e incluso un árbol artificial. Hay otras muchas cosas, y tu labor será descubrirlas y esquivarlas. A unos veinticinco metros está la pared y quiero que llegues hasta ella. Pero necesitarás ayuda para conseguirlo.
Me hizo extender la mano y me dio algo. Una serie de palos cortos rodeados con un cordón de goma.
—¿Qué es esto?
—Mira, esto es el mango —respondió Jenny—. Agarra por aquí y quita la goma.
Con la mano derecha hice lo que me decía y con la izquierda retiré la goma elástica. Me asusté porque, de pronto, los palos parecieron cobrar vida. ¡Clas, clas, clas! Se ensamblaron de forma automática en una vara larga. Mi hermana Silvia estaba detrás de mí y oí su grito ahogado cuando el bastón, se trataba de un bastón blanco, se me cayó al suelo.

CAPÍTULO 4




Blanca. Octubre de 2009
El miércoles se convirtió en mi día preferido de la semana. Todos los miércoles por la tarde, después del colegio, mi madre, Cris y yo íbamos a clase con Kits.
Mi madre puso el intermitente, giró a la derecha y metió el coche en el aparcamiento del centro de entrenamiento de la EPG, la escuela de perros guía. A la derecha estaba el edificio principal. Parecía muy nuevo con sus ladrillos blancos, las tejas rojas y los grandes ventanales. En el piso de arriba estaban las oficinas de quienes trabajaban en el departamento de perros guía y abajo se encontraban las salas donde impartían las clases. Nos habían contado que allí también residían durante un mes las personas ciegas a las que les acababan de entregar un perro guía, para que aprendieran a moverse y convivir con él, pero casi nunca los veíamos porque mientras nosotras estábamos en clase ellos debían de estar cenando. El lugar era bastante grande y normalmente no pasábamos de nuestra aula, que estaba nada más cruzar la puerta principal, pero sé que había habitaciones, comedor, salas de estar, una sala con ordenadores y hasta una pequeña biblioteca.
Cerca del edificio principal había otra casita más pequeña donde tenían su propia clínica veterinaria y, en la parte de atrás, estaban las jaulas donde guardaban a los perros que se habían puesto enfermos o los que ya habían vivido con una familia durante algo más de un año y habían pasado a la parte más seria del entrenamiento: aprender con entrenadores profesionales a ser verdaderos perros guía. También había una zona vallada que daba la impresión de ser un parque infantil, con toboganes, pequeñas piscinas de plástico, túneles de colores y juguetes desparramados por todas partes, pero en lugar de niños, los que salían a jugar en esas instalaciones a la hora del recreo, dos veces al día, eran los perros.
En un sitio así era donde me veía yo dentro de unos años, con mi bata blanca y mi fonendoscopio al cuello, poniendo vacunas, haciendo radiografías, curando heridas, operando en el quirófano y tratando a todos esos labradores, pastores alemanes y golden retrievers que llenaban el aire con sus ladridos. Ser veterinaria siempre había sido mi sueño, desde que tenía uso de razón, y ahora que estaba a menos de dos años de empezar la universidad y que por fin teníamos perro, estaba más convencida que nunca de que iba a conseguirlo. En casa no entendían muy bien de dónde había salido mi afición por los animales. Tanto mi madre como mi padre eran periodistas, más de letras que el diccionario, y hasta mi hermana prefería la historia, la lengua y la literatura a cualquier asignatura de ciencias. Pero yo no. Mi pasión eran los animales. Me gustaba aprenderme las diferentes razas de perros, las características de cada una de ellas, observar sus comportamientos, sus expresiones, su manera de comunicarse. Nunca me sorprenderían leyendo una novela, con esas historias que sabes que jamás han pasado ni pasarán. Sabía que iba a dedicar mi vida a los animales, así que cuanto más supiera, mejor.
Noté que mi móvil vibraba y miré en la pantalla el SMS que acababa de enviarme mi amiga Mireia: A Q NO SABES A QUIÉN HE VISTO.
Mireia siempre con sus primicias. No hay secreto o cotilleo que se le escape. Siempre al tanto de la última novedad, de quién ha dejado a quién y qué nuevos dramas han ocurrido en el colegio. Una verdadera fuente de información.
¿A QUIÉN?, contesté con poco interés.
Bajamos del coche y nos dirigimos a la clase. Cris llevaba la correa y Kits se movía impacientemente porque había reconocido el lugar. Le gustaban las clases tanto como a nosotras. Parecía estar deseando aprender trucos nuevos y sabía que, si se portaba bien, siempre tendría un pequeño descanso para poder jugar con los otros perros. Pero antes de entrar, había que conseguir que se calmara un poco e hiciera pis. Afortunadamente, no tuvimos que esperar mucho.
—Muy bien, Kits —dijo Cris y le acarició la cabecita. Nos acercamos a la puerta y, antes de abrirla, Cris le pidió que se sentara—. Sit, Kits. —Obedeció inmediatamente, a cambio de una galletita, claro.
A lo lejos vi a Linus, un cachorrito de labrador negro que estaba en nuestra clase. Tiraba de la correa con todas sus fuerzas y no paraba de ladrar. Alicia, la señora que se encargaba de él no se movía, no podía dejar que se saliera con la suya y tenía que quedarse allí hasta que Linus decidiera calmarse y obedecer. Estaba claro que otra vez llegarían quince minutos tarde a clase.
A LUIS. ESTABA MU WAPO, contestó Mireia. «Pues mejor para él», pensé. Qué manía tenían mis amigas de intentar que volviera a salir con Luis, o en realidad, con cualquier otro chico. ¿Es que no podían entender que yo estaba bien así? Decidí no contestar y dedicarme a lo que tocaba.
Al entrar en la sala nos recibió Rachel, nuestra profesora, con su sonrisa de siempre.
—Hola, podéis sentaros en una de esas sillas y esperar a que lleguen todos —dijo con su acento claramente extranjero.
Rachel era una chica de edad indefinida, podía tener veinte o treinta y tantos años. No había manera de saberlo. Era muy delgada; una pelirroja de ojos verdes con la paciencia de un santo y, a pesar de que a veces nos tenía que repetir las cosas varias veces hasta que lo entendíamos, siempre nos animaba y conseguía que nos sintiéramos a gusto. Rachel había llegado hacía unos meses de Estados Unidos, donde trabajaba para la organización Guiding Eyes for the Blind en una especie de intercambio entre ambas organizaciones. Ella nos enseñaría las últimas técnicas de adiestramiento que seguían en su escuela mientras otra persona de la EPG pasaba un tiempo en Nueva York aprendiendo de primera mano los métodos de selección y cría para poder traerlos a España.
Nosotros éramos el primer grupo de Rachel y seguramente sus conejillos de indias. Como ella estaba muy acostumbrada a los métodos estadounidenses decidió que nos enseñaría los mismos términos que usaban en Nueva York. Tendríamos que aprender algunas palabras en inglés, sobre todo las que eran más cortas que en castellano porque, según ella, las palabras de una o dos sílabas son más efectivas con los perros. Así, por ejemplo, en lugar de decir «siéntate» decíamos «sit». Supongo que todos pronunciábamos igual de mal las otras órdenes como down, heel, you’re free, pero bueno, los cachorritos no notarían la diferencia, ¿no?
Una vez más vibró mi móvil. ME PREGUNTÓ POR TI, insistió Mireia.
—Blanca, ¿es que no puedes dejar el dichoso móvil ni un minuto? —protestó mi madre al verme mirando la pantalla—. Seguro que si lo apagas una hora, no te mueres ni se acaba el mundo —añadió.
Mi madre iba, como siempre, perfecta. Con un atuendo impecable, con el pelo bien arreglado y la cara maquillada discretamente, ni demasiado rímel ni mucho colorete. Cuando se enteró de que además de entrenar a Kits íbamos a aprender algunas palabras en inglés, se emocionó. La mujer perfecta quería la educación perfecta para sus hijas: buenas notas, buenos idiomas, buenos modales y muchos conocimientos. Se notaba que se sentía orgullosa de que sus hijas estuvieran ahí, en una clase en la que Cris y yo éramos las únicas niñas entre un grupo de adultos. El resto eran sobre todo señoras que ya habían superado los cincuenta e incluso los sesenta. Durante las clases no teníamos mucho tiempo para hablar y conocernos, pero intuí que la mayoría debían de ser amas de casa o mujeres con jornadas laborales flexibles que compartían con nosotros el mismo amor por los animales y la causa. El único señor, Bob, era un hombre callado y regordete que según nos dijo el primer día cuando nos presentamos, ya había criado siete perros guía, aunque sólo tres de ellos habían conseguido graduarse. ¡Siete! ¡Qué suerte!
Sin que me viera mi madre, decidí contestar una última vez: DILE Q ME HE METIDO A MONJA. Después apagué el teléfono y lo metí en el bolsillo. Realmente no quería ni oír hablar de Luis.
En nuestra clase había seis perritos con sus familias correspondientes. Además de Kits, estaba el perro de Bob, Tango, un cachorro de pastor alemán que parecía de peluche y al que todavía no le habían subido las orejas; también estaban Pipa y Pancho, dos labradores amarillos a cargo de María y Dolores, respectivamente; Linus, el rebelde; y Kisko, otro labrador negro que además era el hermano de Kits y vivía con Virginia, una mujer de aspecto frágil que hablaba tan bajito que yo nunca la oía.
La primera vez que conocimos a Kisko me resultó difícil creer que era el hermano de Kits, porque uno era amarillo y el otro negro. No sé por qué pensaba que todos los hermanos tenían que ser del mismo color. También me llamó la atención que los nombres Kisko y Kits empezaran por la misma letra y pronto me enteré de que no era casualidad. La organización criaba a sus propios perros, y a los cachorros de una misma camada siempre les ponían nombres que empezaban por la misma inicial. Así les resultaba más fácil identificarlos. Seguro que Pipa y Pancho también compartían los mismos padres.
Hoy íbamos a aprender dos nuevas órdenes o, como decía Rachel, «comandos», que era la traducción literal de la palabra command en inglés. La primera era stay. Los cachorritos tenían que aprender a quedarse quietos hasta que les pidieran que se movieran. Rachel nos explicó que era muy importante que aprendieran esto, porque las personas ciegas tienen que poder decirle a su perro que espere y saber que va a permanecer ahí el tiempo que haga falta.
—Vamos a empezar poco a poco —dijo Rachel cogiendo prestada a Pipa para demostrar cómo se hacía—. Lo primero es pedirle al cachorrito que se siente a tu lado, con el comando que ya sabemos, heel. —Hizo un gesto con la mano a la vez que daba la orden y Pipa se sentó a su izquierda—. Muy bien, Pipa. —La premió con una galletita—. Como siempre, premiamos el buen comportamiento y no reprochamos ni castigamos el malo.
Yo miré a mi madre para ver si había oído lo que había dicho. Ojalá ella hiciera lo mismo y me premiara cuando hago las cosas bien, en lugar de cabrearse tanto cuando meto la pata. Pero curiosamente, mi madre estaba mirando su BlackBerry y no había prestado mucha atención. Al parecer, ella sí podía leer sus mensajes, pero le molestaba que yo lo hiciera. Muy justo, sí, señor.
—Una vez que el perro se siente y te preste atención —continuó Rachel—, le muestras la palma de la mano a la vez que dices el nuevo comando, stay. Entonces, das un pasito a la derecha, esperas un segundo y vuelves a dar un pasito a la izquierda para estar a su lado. Si te ha esperado, lo vuelves a animar. ¡Muy bien, Pipa! —Otra galletita—. Poco a poco iremos añadiendo más pasos, pero de momento, con uno está bien. Ahora os toca a vosotros.
Todos siguieron las instrucciones de Rachel.
Cris lo intentó un par de veces hasta que Kits lo entendió.
—¡Muy bien, Kits! —dijimos las dos casi al unísono. ¡Qué rápido aprendía!
Miré a mi madre, que seguía ocupada con sus mensajes urgentes, y le dije con cierto tono de recochineo:
—¿Quieres intentarlo tú ahora o no puedes dejar la BlackBerry ni un minuto?
—Este... —contestó sorprendida sin saber muy bien dónde meter el teléfono—. No, mejor hazlo tú. Es que tengo unos asuntos urgentes de trabajo que no pueden esperar —se disculpó.
«Ya, claro», pensé. Me levanté, cogí la correa de Kits para repetir el ejercicio y Cris se sentó.
Después de que todos practicásemos unas cuantas veces, llegó la hora de dejar que los cachorritos jugaran. Al fin y al cabo eran como niños pequeños y no se les podía exigir prestar atención durante mucho tiempo.
Rachel tiró varios juguetes por la habitación, desenganchamos las correas y les dimos a los cachorros la orden de que podían jugar. Go play!
Los seis salieron disparados, resbalándose por el suelo de madera. Eran como un remolino de pelo, patas, dientes y orejas. ¡Todos querían el mismo juguete! Se pasaron los cinco minutos saltando, corriendo, lanzándose en plancha hacia el perro que tuvieran delante, mientras nosotros nos reíamos al verlos jugar.
Tras el breve recreo, cada uno recuperó a su perro y continuamos con la clase. El tiempo pasó volando y cuando Rachel nos dijo que podíamos irnos a casa y nos puso los deberes para la semana —practicar lo que habíamos aprendido y repasar todos los comandos— ya estaba deseando que pasaran esos siete días y demostrar a todos los grandes progresos de Kits.
Nos metimos de nuevo en el coche y Kits se quedó dormido en su jaula casi inmediatamente. Estaba agotado. Aproveché para encender de nuevo el móvil. Tenía siete mensajes de Mireia y todos hablaban del monotema: Luis. Cuando me conectara al Messenger por la noche le tendría que decir una vez más que dejara de insistir. Que ya no me gustaba. Que no tenía ninguna intención de quedar con él. Y que si a ella le parecía tan guapo, se lo podía quedar. Miré por la ventana la carretera que bordeaba la costa. Estaba oscureciendo y la vista con los barcos descansando en sus pantalanes era formidable. Vivíamos en uno de los lugares más bonitos del mundo y me podía pasar horas y horas observando el mar, el puerto y las idas y venidas de los barcos.
—En cuanto lleguemos a casa, cenáis rápidamente y os ponéis a hacer los deberes del colegio. Y que no te pase como ayer, Blanca, que te quedaste despierta hasta las tantas y encima se te olvidó apagar la luz —dijo mi madre interrumpiendo mi momento de relajación.
¿Por qué siempre que hablaba nos tenía que soltar algún reproche? Por lo visto, no se había dado cuenta de que además de quedarme despierta hasta tarde, también había sacado un par de veces a Kits a hacer pis por la noche y había conseguido terminar mi trabajo de ciencias a tiempo. No parecía que premiar el buen comportamiento en lugar de reprochar el malo fuera a ser parte de nuestro «adiestramiento».

CAPÍTULO 5




David. Octubre de 2010
Estaba tumbado en la cama, como casi todos los días, sin hacer absolutamente nada e intentando inútilmente dejar la mente en blanco. Salvo mis citas con Pablo, el psicólogo, las dichosas valoraciones de los de servicios sociales y las sesiones de entrenamiento con Jenny, sentía que mi vida se había quedado totalmente vacía. No tenía interés por nada. Me importaba muy poco qué día de la semana era, lo que pasaba en el mundo o lo que me ponían en el plato a la hora de comer. Todo tenía el mismo sabor amargo a impotencia y soledad. Sí, me encontraba muy solo. A pesar de las múltiples llamadas que recibía o de los intentos de visitas que siempre conseguía cancelar con alguna disculpa, seguía atrapado en una oscura soledad de la que no podía salir. Pablo me llegó a recomendar que acudiera a un grupo de apoyo. Pero ¿es que no se daba cuenta de que hiciera lo que hiciese jamás recuperaría la vista?
Mientras seguía inmerso entre mis sombras, oí el timbre de la puerta y los pasos de alguien que se acercaba a abrirla. Después, unos saludos y el grito de mi madre por la escalera.
—¡David! ¡Baja, tienes visita!
«¿Quién demonios será?», pensé. Jenny no podía ser, porque ella siempre venía por las tardes. Pensé en ella y en su carácter. Afable y con paciencia unas veces y un sargento de las SS en otras ocasiones. Le tenía más miedo a ella que a que me atropellase un coche. Al fin y al cabo, si me sucediese eso... Quizá fuera una buena solución. Claro que, con mi mala suerte, igual me quedaba sordo o paralítico en una silla de ruedas...
—¡David! ¿Quieres bajar de una vez?
—Sí, mamá, ya voy. En seguida bajo.
Abrí la puerta de mi habitación con desgana. Tenía la escalera a media docena de pasos a mi izquierda. Luego dieciséis escalones. Había cogido la costumbre de contarlos cada vez que subía o bajaba. Bajar me daba más miedo. Todavía tengo la imagen del vacío de la escalera metida en la cabeza. Nunca pensé que bajar fuera algo tan complicado. Los primeros días parecía un viejo con la mano derecha agarrada a la barandilla y poniendo los dos pies en cada escalón. Luego adquirí más confianza, hasta que pude bajar alternando los pies, aunque todavía no me atrevía a hacerlo sin la seguridad que me proporcionaba la mano apoyada. Uno, dos, tres escalones... Había gente abajo y las voces me resultaban familiares.
—¡David! —me llamó alguien desde la planta inferior—. ¡Qué buen aspecto tienes! Hemos venido a verte, espero que no te moleste.
—Hola, Jorge. No, no me molesta —contesté devolviéndole la mentira. Sabía de sobra que mi aspecto era lamentable. Hacía días que no me afeitaba, no me había duchado y seguía con el pantalón del pijama puesto.
—Yo también he venido.
Era la voz de Róber, no tenía dudas. No había hablado con él desde la fiesta. Según me contaron, fue a visitarme al hospital, pero lo hizo unos días después del accidente y yo estaba inconsciente. Todavía le guardaba algo de rencor por lo que había pasado en la fiesta, así que dudé por un momento si debía dar media vuelta y volver a mi habitación. Pero de pronto noté cómo Róber me agarraba de los hombros y sentí un fuerte abrazo.
No dijo nada durante unos segundos y al percibir su gesto sincero, todas las dudas que había tenido hasta entonces sobre nuestra amistad se desvanecieron. No, Róber no era responsable de nada. El único al que podía culpar de mi estado era a mí mismo.
—Oye, ¡qué moreno estás! —dijo cuando me soltó.
—Es por las caminatas que me hace dar esa pseudonazi de rehabilitadora que tengo. ¡Qué tía! No se cansa jamás: «Cruza la calle, presta atención al tráfico, párate, en la primera calle a la izquierda...». Creo que he recorrido andando toda la ciudad. —Mi larga respuesta me sorprendió incluso a mí. Me sentía como si con su abrazo me hubiera quitado un gran peso de encima y por fin pudiera empezar a hablar con relativa normalidad.
—¿Y qué pasa conmigo? ¿Es que no me vas a saludar?
—Mmm. Perdona —dudé antes de seguir hablando—. No sabía que también habías venido.
Ella me dio dos besos y me agarró de la mano. Pequeña y menuda, con una voz que me resultaba terriblemente familiar, aunque no podía asignarle una cara ni un nombre.
—¿Sabes quién soy?
—¿Qué pasa? ¿Esto es un examen? —Mi voz adquirió un tono de rabia contenida. Lo último que necesitaba en esos momentos era que me pusieran a prueba. ¿Habían venido a visitarme o a un concurso de adivinanzas? Me sentí totalmente frustrado al no poder controlar la situación. Estaba en lo que se suponía que era la seguridad de mi propia casa, donde empezaba a dominar mis movimientos, donde había tenido que aprender a comer, a vestirme, a moverme sin darme golpes contra las paredes y, justo cuando empezaba a pensar que hacía progresos, esa supuesta amiga venía a demostrarme que ni siquiera era capaz de saber con quién estaba hablando. Por segunda vez esa tarde consideré la idea de encerrarme de nuevo en mi cuarto fingiendo un gran dolor de cabeza.
Afortunadamente, Jorge intervino.
—Lola, ¿cómo no va a saber quién eres?
Cierto, era Lola. En silencio agradecí a Jorge su comentario que en absoluto había sido casual.
—Venga, vamos al salón. No me gusta charlar al pie de la escalera —dije.
Noté que Lola me agarraba del brazo para llevarme y su gesto hizo que otra oleada de rabia me recorriera todo el cuerpo.
—¿Qué pasa? ¿Estoy detenido?
Ella se detuvo y yo me imaginé su cara de asombro ante mi comentario.
—¿Detenido? ¿Qué quieres decir?
—El brazo... No me agarres del brazo. Recuerda que el ciego —dije remarcando la palabra «ciego»— soy yo. Puedo ir solo hasta el salón, pero si te empeñas en llevarme, déjame que sea yo quien te agarre a ti.
—Perdona, David, no lo sabía...
Retiró el brazo y su voz me llegó con un punto de angustia. No sabía qué me pasaba. Era como si mi subconsciente me obligara a hacer daño con mis palabras para así repartir el dolor que sentía por dentro. Mis cambios de humor eran constantes, pero no era justo que mis amigos pagaran por ello. Haciendo un esfuerzo que me resultó sobrehumano, traté de enmendar mi error. Estiré el brazo buscando su cara para acariciarle la mejilla, pero calculé mal y la mano terminó apoyada sobre su pecho. Los tres se rieron y mi cara cambió de color.
—Perdona, quería tocarte la cara. Yo...
—Ya, la cara —dijo Róber—, el viejo truco.
—Bueno, alguna ventaja tenía que tener estar así, ¿no? —bromeé, consiguiendo así romper el muro de hielo que yo mismo había alzado entre ellos y yo.
—Vaya intento más pobre de atacar a la novia de Jorge —continuó Róber divertido—. ¿Sabes que están saliendo?
—No, no tenía ni idea. ¿Desde cuándo? —pregunté.
—Desde el día de la fiesta cuando... —empezó a decir Lola.
—Dilo, no te cortes: cuando tuve el accidente.
Continuamos la conversación. Todos intentaban aparentar una naturalidad que estaban muy lejos de sentir. Su actuación era bastante mala. A mí me daban ganas de gritarles: «¿Es que no os dais cuenta de que no os veo? ¿Es que no sabéis que vuestras cosas me dan igual? Toda una vida, me espera toda una vida de oscuridad y vosotros hablando de trivialidades que no me interesan lo más mínimo, tratando de hacer como si nada hubiera sucedido, como si yo fuera el mismo David del curso pasado. Ese David, vuestro viejo amigo, ya no está. Se fue y vosotros deberíais hacer lo mismo».
Al entrar en el salón noté que los tres se sentaban juntos en el sofá mientras yo me quedaba de pie con las manos apoyadas en el respaldo de la butaca de cuero. A pesar de que nos separaban menos de dos metros, nunca me había sentido tan lejos de ellos. Su vida continuaba, sus rollos, sus fiestas, sus clases... Aquí el único que se había quedado atascado en el tiempo era yo. Dos meses. Dos malditos meses sintiéndome muerto. Noté que me ahogaba. Necesitaba alejarme de ahí, aunque sólo fuera unos minutos.
—Bueno, ¿qué queréis tomar? —dije encontrando la disculpa perfecta—. A ver, dejadme que adivine. Dos cervezas para la parejita y una coca-cola para Róber, que supongo que tendrá que conducir a la vuelta.
—Premio para el adivino. ¿Necesitas que te ayude?
—No, gracias, Róber. —Mi voz, casi de forma involuntaria, volvió a adquirir un tono de reproche—. Creo que seré capaz de traer cuatro latas yo solo.
Todos se quedaron callados. Me alejé intentando no estirar los brazos por delante y disimular mi torpeza. Crucé el comedor, rodeé la mesa y de forma aparentemente casual toqué el mueble que estaba junto a la puerta de acceso a la cocina. La abrí para cerrarla detrás de mí.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —dije al entrar en la cocina.
Nadie contestó. Mi madre debía de estar en su habitación. La nevera estaba justo enfrente y no tuve problemas para encontrarla. La palpé y apoyé la cabeza en la puerta. Esto no podía seguir así. No podía continuar esquivando la realidad y ahogar mi rabia con los demás. Las cosas nunca volverían a ser como antes, pero no debía consentir que mi ceguera me dominara y me hundiera más todavía. «Tienes que tratar de seguir siendo el mismo.» Las palabras de Silvia volvieron a mi mente. Quizá estuviera en lo cierto. Pero era tan difícil...
Me estaban esperando, así que respiré hondo un par de veces y abrí la puerta de la nevera. Busqué con las manos y toqué un plato que me dejó un chorretón de aceite en los dedos. Lo identifiqué como los restos de la comida del mediodía. Las bebidas estarían en la bandeja inferior. Me di cuenta de que era la primera vez que me ponía a buscar algo en la nevera.
—¡Joder con el maldito chisme! —dije cuando tiré un vaso. Por su viscosidad parecía que contenía un huevo, que se estaba escurriendo hacia abajo. Al final encontré las latas. Como siempre, un problema imprevisto se presentó ante mí y mi habitual sensación de impotencia volvió a castigarme. ¿Cuál sería la de cerveza y cuál la de coca-cola? Todas las latas eran exactamente iguales.
—Hola, David. ¿Qué buscas?
—Mmm. Hola, mamá. Estaba intentando encontrar tres cervezas y una coca-cola.
—A ver, déjame. ¿Qué se ha caído aquí?
—Puessss... No sé —mentí y aunque me arrepentí de forma inmediata seguí con la mentira—. Yo no he tirado nada.
—Habré sido yo al cerrar la puerta —dijo mi madre—. Estaba enfriando unas claras para preparar merengue, pero se me habrán caído. No pasa nada. Toma, tres cervezas, una coca-cola... ¿Algo para picar? Déjame, que ahora os llevo unas patatas y unas aceitunas.
—Gracias. Voy a limpiarme las manos en el fregadero, creo que me he manchado un poco.
Volví al salón y mis amigos se callaron en cuanto entré. ¿Qué estarían diciendo? Lola disimuló lo mejor que pudo y cuando les di las bebidas me dijo:
—David, te hemos traído un regalo. Lo compramos entre los tres. Toma, creo que te gustará.
—Gracias, pero no teníais que haberos molestado —dije cogiendo el paquete—. A ver, déjame que adivine. —Abrí la caja y palpé un aparatito rectangular del que colgaban un par de cables—. Parece un iPod.
—¡Efectivamente! —dijo Róber.
—Miles de gracias, os habéis pasado siete pueblos —dije realmente agradecido. Sabía que esas cosas costaban una pasta y seguro que para ellos había supuesto un gran esfuerzo, ya que siempre iban justísimos de dinero—. Pero...
—Sí, ya lo sabemos —me interrumpió Jorge—. Ya tienes un MP3 y no lo puedes manejar. Éste es distinto. Tiene un solo botón para encenderlo y te puede dar la información de forma sonora. Lo hemos probado en la tienda y es bastante sencillo. Ponte los auriculares.
Hice lo que me decía y toqué la pantalla con el dedo siguiendo sus instrucciones. Una voz me iba leyendo el menú que recorría con el dedo. Sonreí cuando la música comenzó a sonar.
—Suena genial. Gracias de nuevo, de verdad.
La voz de mi madre interrumpió la conversación.
—A ver, chicos. No pensaréis beber sin comer nada... Os traigo algo de picar. David, he preparado aceitunas, patatas y algo de embutido. De aquí no se va nadie hasta que esté toda la bandeja vacía.
Mi madre dejó las cosas sobre la mesa y salió de inmediato del salón.
—¿Qué hay de nuevo por la uni? —pregunté sin saber si realmente quería saberlo.
—Todos te echamos de menos —respondió Jorge—. Andrés nos ha dado recuerdos para ti. Quería venir, pero le ha resultado imposible. Nos ha dicho que te llamará para hablar contigo y ver qué planes tienes. No quiere que pierdas mucho tiempo de entrenamiento.
—¿Entrenar? ¿Ahora? Andrés sabe perfectamente que estoy ciego.
En esa ocasión la palabra me salió de forma más natural.
—Sí, estás ciego —continuó Jorge—, pero él piensa que deberías volver a nadar cuanto antes.
—Pues que le den a la natación. La verdad es que no tengo ganas de nada. Ni siquiera me he matriculado para este curso. Pablo, el psicólogo, también insiste en que debo retomar mi rutina cuanto antes.
—No hagas caso de los psicólogos. Están todos como cabras.
—No digas bobadas, Róber. Eres un simple —dijo Lola—. David, creo que deberías hacer un poquito más de caso a Pablo. Él es el especialista en este tipo de problemas.
—Sí, Lola —respondí con voz cansada—, es especialista pero solamente en teoría. De verdad, nadie sabe lo que es esto. Una putada, chicos. Es una putada de las gordas. —Intenté cambiar de conversación—. ¿Y del resto? ¿Qué me contáis?
—El resto... ¿El resto es Claudia?
—Eres un capullo, Jorge. No, bueno, sí, estaba pensando en Claudia. Creo que es la única que no me ha llamado.
—Ni te va a llamar —replicó Lola—. Parece como si no la conocieras. Esa tía es una imbécil. Ahora por lo visto está saliendo con Mike.
—¿Mike? ¿Ese tío cuadrado que juega de base en el equipo de baloncesto? No me jodas, Lola. Pero si es un pirado.
—A lo mejor no es muy listo, pero juega de maravilla.
—Sí, y además no es ciego —reproché.
—Eso no tiene nada que ver —respondió Jorge—. Podrá ser guapo, tener vista de lince y jugar al baloncesto como Dios, pero el tonto no se lo quita nadie.
Estiré el brazo tanteando para encontrar un poco de chorizo. El plato parecía vacío y tampoco quedaban aceitunas. Le di un trago a la cerveza y me resultó especialmente amarga a causa del mal sabor que me había dejado la conversación. Eliminar a Claudia de mis pensamientos debía ser —esta vez de verdad— la primera de mi lista de prioridades.
Nadie respondió a Jorge, de modo que se hizo un silencio de lo más extraño. A ellos la situación debía de resultarles igual de incómoda que a mí y sentí cierto alivio cuando Lola decidió dar por finalizada la visita.
—Chicos, hemos cumplido con lo pactado. Hemos terminado el aperitivo, así que la madre de David estará contenta. Además, mañana hay clase y yo todavía no he pasado los apuntes.
—De verdad que os agradezco mucho la visita —dije, esta vez sinceramente—. Ya sé que no estoy en mi mejor momento y me pongo borde en bastantes ocasiones. Yo... Lo siento.
Noté la mano cálida y amistosa de Jorge sobre el hombro y, gracias a su intervención, logré evitar que una lágrima asomase a mis ojos.
—Ahora nos debes una —dijo Róber—. Esta vez ha sido en tu casa, pero la próxima será en el bar de la facultad o tomando una hamburguesa en el Bar de James. Te echamos mucho de menos, David. ¿Qué te parece si te paso a recoger el viernes?
—No sé, Róber, a lo mejor. No te prometo nada.
Lola se despidió con un beso y Jorge me dio un golpecito en la espalda. Róber se acercó a mí y una vez más me abrazó.
—Lo superaremos —dijo—. Te lo prometo. Te veo el viernes.
No pude contestar. Mis palabras se quedaron atascadas en el nudo que tenía en la garganta. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos me quedé sujetando el pequeño reproductor que me acababan de regalar y me esforcé por no ponerme a llorar una vez más.
¿Tendría el valor de salir con ellos el viernes?

CAPÍTULO 6




Blanca. Diciembre de 2009
Natalia y Mireia se pasaron por mi casa antes de ir al club a jugar al tenis. Natalia y yo jugábamos desde hacía ya muchos años y nos gustaba entrenar juntas. A Mireia, sin embargo, no le iban los deportes ni la vida sana. Se pasaba el día comiendo, aunque nadie lo diría al ver su tipazo impresionante.
Salvo por el tenis, a las tres nos gustaba hacer todo juntas. Íbamos al mismo colegio, estábamos en las mismas clases, teníamos los mismos amigos y los sábados por la tarde nos gustaba ir al cine del centro comercial, sobre todo si estrenaban alguna comedia.
A pesar de que ya era invierno, Natalia y yo íbamos con frecuencia a las pistas cubiertas que había en el club. Natalia llevaba su falda corta blanca debajo del plumífero, las zapatillas y también la raqueta nueva que le habían regalado sus padres por su cumpleaños. Estaba deseando probarla.
En cuanto Kits las vio llegar, se levantó y se acercó a saludarlas moviendo la colita alegremente.
—Mira quién está aquí —dijo Mireia—, el señor Kits. ¿Cómo estás, gordito?
Mireia puso la bolsa de patatas fritas que estaba comiendo encima de la mesa, cogió a Kits en brazos y se sentó con él en el sofá. El cachorrito intentó lamerle la cara y ella se reía mientras evitaba sus cariñosos lametazos.
Se lo había dicho ya un montón de veces. Kits no podía estar en el sofá, era una de las normas de la organización. Pero ella no me hacía ni caso. No se lo quería repetir de nuevo y que pensara que era una pesada, así que les dije:
—¿Queréis que os enseñe todo lo que ha aprendido Kits?
—Sí, claro —contestaron las dos.
—A ver, pequeño genio, demuestra todo lo que sabes —dijo Mireia acariciándole la tripa sin que el perro se bajara del sofá.
—Kits, ven —lo llamé mientras me ponía de pie. Kits saltó del sofá, se acercó hasta donde estaba y se sentó. Puse la palma de la mano hacia abajo y dije—: Down. —Kits se tumbó. Después giré la mano hacia un lado y dije—: Over —y Kits se echó hacia un lado—. ¡Muy bien! —Lo premié con una galletita.
—Es increíble, tan pequeñito y sabe un montón de cosas... —dijo Natalia—. Pero si le sigues dando tantas galletas se va a poner como una foca.
—Bueno, en realidad no son galletas —aclaré—, son bolitas de pienso. Las que le doy durante el día se las resto de su ración normal.
Busqué mis zapatillas de tenis en el armario y empecé a atármelas. En pocos minutos mi madre nos llevaría al club.
—¿Qué quieres que hagamos hoy? —le pregunté a Natalia.
—Eso, Natalia, cuéntanos qué tipo de peloteos vas a hacer hoy —se rió Mireia.
Natalia miró hacia el suelo y noté que se ponía un poco nerviosa. ¿A qué se refería Mireia con ese comentario?
—Eh... mira... Es que hoy me ha dicho Álvaro que podía jugar conmigo para enseñarme a sacar con efecto, que ya sabes que no se me da nada bien —contestó—. A lo mejor tú podrías entrenar con Susana. Es muy buena y seguro que aprendes más que conmigo.
—¿Álvaro? ¿El que decías que era un chulo y que siempre se metía contigo? —pregunté sin acabar de creerme lo que había oído.
Natalia y yo siempre entrenábamos juntas y nos lo pasábamos muy bien. ¿Por qué tenía que jugar con este chico ahora?
—Bueno, en realidad no es tan chulo como pensaba. El otro día estuvimos hablando y me cayó bastante bien... No sé, además no le importa nada ayudarme y nos vendría muy bien para el torneo...
—Espera un momento. ¿El otro día? ¿Has quedado con él? No me digas que...
Pero no hacía falta que me lo dijera. Conocía a Natalia como la palma de mi mano. Le gustaba Álvaro. Me lo imaginaba desde hacía ya tiempo. No hacía más que comentar que si Álvaro esto y Álvaro aquello, que si mira cómo saca, que si mira lo que me ha dicho, que si has visto la camiseta que lleva... Y yo le decía: «Anda, que no te gusta ese chico ni nada, no paras de hablar de él». Pero ella siempre lo negaba. Durante las últimas semanas, mientras yo me cambiaba en los vestuarios, Natalia se vestía corriendo y me decía que se moría de sed e iba a comprar agua y ese «comprar agua» siempre coincidía con que Álvaro estaba por ahí y al salir, me los encontraba hablando y aprovechando los últimos minutos hasta que nos íbamos a casa.
—¿Estás saliendo con Álvaro? —pregunté mirándola a los ojos.
—Eso, eso, cuenta, que a mí también me interesa —dijo Mireia mientras volvía a subir a Kits al sofá—. Por cierto, ¿sabes si ya le ha preguntado a su amigo si me puede enseñar a jugar al tenis? El otro día me hice su amiga en Facebook, pero me dio corte preguntárselo.
—¿Qué? —exclamé sin salir de mi asombro—. ¿A ti? ¡Pero si no te gusta el tenis!
—No, el tenis, no, pero los chicos que juegan, sí —contestó Mireia con cara de picardía.
—Tranquila, Blanca —contestó Natalia—. No estoy saliendo con Álvaro. Sólo hemos quedado este sábado para ir al cine, pero nada más. Pero de verdad, que es mucho más simpático de lo que pensaba y...
—Estoy muy tranquila —dije molesta. No hay nada que me ponga más nerviosa que el que me digan «tranquila» cuando estoy tranquila—. Pero ¿no íbamos a ir nosotras tres al cine este sábado?
—¡Nosotras también vamos! —dijo Mireia. En ese momento metió la mano en la bolsa que había dejado encima de la mesa, sacó una patata ¡y se la dio a Kits!—. ¡Toma, que tienes cara de hambre! —le dijo. Después añadió—: Álvaro va a traer a ese amigo suyo y yo pensaba que tú... —titubeó—, bueno que a lo mejor tú podrías llamar a Luis...
—¡Mireia! ¡No seas pesada! ¡Y no le des patatas a Kits! —espeté de mal humor arrancándole al perro de los brazos y poniéndolo encima de la alfombra.
Ya no estaba tranquila. Habían conseguido ponerme de mal humor. Mireia no jugaba al tenis pero parecía estar mejor informada que yo de lo que pasaba en las pistas. Natalia y ella habían hecho planes para el sábado sin contar conmigo, volvía a insistir con su monotema favorito de Luis y encima le daba patatas fritas a Kits y lo ponía en el sofá, ¡con lo que me costaba a mí evitar que se subiera!
—Claro, ¿por qué no llamas a Luis para que se apunte? —Natalia se sumó a la genial idea.
¡Y dale con el dichoso Luis! ¿Es que no lo iban a entender nunca? QUE PASO DE ÉL. Luis era un chico de mi colegio con el que había salido el año anterior, pero de eso no quedaba nada de nada. Duramos algo más de cinco meses. Al principio estaba locamente enamorada de él. Era guapo, cariñoso y siempre contaba historias que me hacían reír, pero la triste realidad era que siempre estaba tan ocupado que apenas lo veía y, para que me hubiera hecho más caso, habría tenido que clavarme un mástil en la cabeza. Yo no tenía sitio en su mundo; sólo había lugar para la vela y todo lo que tuviera que ver con ella: su barco, su compañero de embarcación, Javier, con el que se pasaba el día haciendo arreglitos al 420, sus salidas diarias a la mar para practicar no sé muy bien qué y los innumerables fines de semana que se iban de regata. Curiosamente, lo que me llevó a terminar la relación con él fue lo que me había atraído desde el primer momento cuando empezamos a salir. Navegar a vela siempre me había parecido una actividad de lo más romántica. Los primeros días me imaginaba surcando los mares a su lado, meciéndonos con el vaivén de las olas, agarrados de la mano bajo el sol del atardecer e impulsados por el viento que llenaba las velas. Pero la triste realidad era que cuando salíamos en su barco los dos juntos, nuestras travesías se convertían en horas de ejercicios aeróbicos intensos: sube la mayor, sube el foque, baja el barco al agua, mete la orza, ¡bordo!, caza el foque, ¡bordo!, vamos a ceñir, cuélgate del arnés que escora, ¡bordo!, suelta foque... Eso sí, aprendí mucho de navegación, pero paulatinamente nuestra relación fue haciendo aguas hasta hundirse en alta mar. Decidí que la próxima vez saldría con alguien que tuviera los pies más en la tierra, literalmente.
—Ya veremos —contesté para no seguir discutiendo. No pensaba llamar a Luis, pero ya se me ocurriría algo.
Mi madre asomó la cabeza por la puerta. Se notaba que había estado toda la tarde delante del ordenador escribiendo sus artículos, porque todavía llevaba las gafas de leer colgadas al cuello.
—¿Estáis listas? Venga, os llevo, que tengo que volver rápido para hacer una entrevista por teléfono —dijo.
Natalia y yo cogimos nuestras cosas y la seguimos sin rechistar. Sabíamos que cuando mi madre estaba liada con el trabajo, era mejor no hacerla esperar. Mireia le dio un buen achuchón a Kits y nos siguió hasta la puerta para irse a su casa.
—Suerte con esos saques, Natalia —dijo con un guiño.
Cuando llegamos al club de tenis, Natalia aceleró el paso y se fue a saludar a su queridísimo Álvaro. Él por lo visto ya había hablado con Susana para que jugara conmigo. Un chico de lo más organizado.
Susana y yo empezamos a pelotear para practicar el revés. Entre pelota y pelota yo intentaba echar un vistazo a las pistas de al lado y veía cómo Álvaro se ponía detrás de Natalia para enseñarle a sacar. En la cara de Natalia se dibujaba una sonrisa bobalicona mientras probablemente fingía fallar para que Álvaro corrigiera su postura. Muy romántico. Bah. Reconozco que hacían buena pareja. Los dos rubios y altos, vestidos de blanco y riéndose de las mismas tonterías. Susana me lanzó una bola alta y yo me acerqué a la red y la maté con todas mis fuerzas.
—¡Ay! —gritó Susana—. Oye, que estamos peloteando, no jugando a matar —protestó.
—Perdona, se me ha ido la mano —dije intentando concentrarme en el juego.
Al salir de los vestuarios, como ya iba siendo habitual, Natalia estaba muerta de sed y fue a beber agua con su nuevo entrenador particular y a hablar de los planes del sábado.
—Entonces, ¿a qué hora quedamos? —preguntó Álvaro en el momento en que me acerqué a ellos.
—A las seis en el centro comercial —dijo Natalia. Me miró—. Blanca también se apunta con un amigo, ¿no?
—Me encantaría —mentí—, pero me acabo de acordar de que ya tenía planes. Venga, vamos, que tu padre debe de estar esperándonos fuera y tengo un montón de cosas que hacer en casa —apremié.
Natalia le dio un beso a Álvaro en la mejilla para despedirse.
«Con la sudada que lleva ese chico encima, yo ni me acercaría», pensé. Me senté en el asiento de atrás del coche de su padre y Natalia en el de delante. No hablamos mucho en el camino de vuelta. Cuando ya estaban a punto de dejarme en mi casa, Natalia se volvió y me preguntó:
—¿De verdad tienes planes para el sábado?
—Sí —volví a mentir—. Se me había olvidado que tengo que ir a casa de mi abuela, por su ochenta cumpleaños. Lo siento. Ya me contaréis qué tal está la peli. Bueno, te veo mañana en el colegio.
Entré en mi casa, me quité el abrigo y lo colgué en el armario de la entrada. Kits vino a recibirme en cuanto oyó el ruido de la puerta.
—Hola, gordito —dije, acariciándolo e intentando hacerle un poco de caso, pero mi cabeza estaba en los últimos acontecimientos.
Reconozco que había tenido un buen entrenamiento con Susana. Realmente era una jugadora muy buena y me devolvía muy bien los mates, pero me sentía un poco abandonada por Natalia y Mireia. Claro que no podía decir nada. La verdad es que el tal Álvaro era simpático y no estaba nada mal, y yo no tenía ningún derecho a fastidiarles los planes. Pero entonces, ¿por qué me sentía tan rara? ¿Era el miedo a quedarme colgada los fines de semana? ¿A que mis mejores amigas dejaran de quedar conmigo y se perdieran todos esos años de amistad? ¿Me sentía un poco celosa porque yo no tenía a nadie con quien quedar?
Me miré en el espejo del recibidor. En esos momentos tenía el pelo pegado a la cara y se me notaban las ojeras de no haber dormido una noche entera por culpa de Kits desde hacía ya un par de meses. Observé mis ojos oscuros que me miraban con curiosidad desde el otro lado del espejo, el pelo largo y castaño y la nariz demasiado grande para mi gusto. Ya hacía un par de años que me habían quitado el aparato y, según mi padre, tenía una sonrisa muy bonita. Sonreí para verla. No sé, a lo mejor sólo lo decía porque era mi padre... Mi madre siempre me comentaba que, si me arreglara y me pintara un poco, llamaría la atención. Pero todos sabemos que no hay nada como el amor de madre. Ella se había ofrecido en numerosas ocasiones a ayudarme a hacerme un cambio de look. Con todos esos artículos que escribía para la revista de mujeres era toda una experta, pero yo no quería cambiar. Así era yo, la persona que me miraba desde el otro lado del espejo. Por lo menos estaba en forma y el caso es que no era tan fea. Hay mucha gente por ahí que casi da miedo y encuentra a alguien. A mí también me tocaría algún día. Algún día. Y esa persona querría estar conmigo a todas horas y le gustaría tal y como soy, sin máscaras, sin tacones, sin las uñas pintadas y con esta nariz.
«Algún día —repetí para mis adentros—. Y hasta entonces ¿qué voy a hacer este fin de semana?»
—Blanca, ¿eres tú? —La voz de mi madre se oyó desde la cocina—. La cena ya está casi lista. Venga, dúchate rápido y ayúdame a poner la mesa, por favor.
—Ya voy —contesté. La palabra «cena» me recordó que estaba muerta de hambre.
Me dirigí hacia el baño y al mirar hacia abajo, vi que Kits seguía allí, esperando a que le diera una orden.
—Oye, Kits, ¿tienes algún plan para el sábado? —le pregunté.
Él se mostró tan contento como siempre.
Bueno, por lo menos no estaba tan sola.
Antes de meterme en la ducha miré el teléfono. Tenía un SMS de Natalia: EL CUMPLE DE TU ABUELA TB FUE EL MES PASADO  .

CAPÍTULO 7




David. Noviembre de 2010
—Déjame que te ayude, David. Ese trozo de carne lo has cortado demasiado grande. Ten cuidado, que se te ha caído una patata del plato. ¿Ves? Ahora tienes una buena mancha en el pantalón. —Mi madre me recordaba a cada momento que era incapaz de hacer algo bien.
¿En qué me había convertido? ¿En un completo inútil? Ni siquiera era capaz de cortar un simple filete o servirme un vaso de agua sin terminar con toda la mesa mojada. Jenny, la rehabilitadora, siempre decía que eso solamente pasaría al principio, que necesitaba tiempo para el aprendizaje y que al final conseguiría hacer las cosas igual que las hacía antes. ¡Qué fácil es hablar cuando no se tiene el problema!
—¿En qué piensas, David? Hoy estás especialmente callado.
—Mmm. En nada, papá. Bueno, sí. Estaba pensando qué pantalón me pondré esta tarde para el paseo de rehabilitación. Jenny me ha dicho que iremos a un sitio especial, pero no ha querido darme más pistas.
—Ponte la camiseta naranja, te queda de muerte con un vaquero —sugirió Silvia.
—Ya —contesté sin prestar atención.
Los paseos con Jenny eran otra de las miles de causas que me producían ese espantoso sentimiento de inseguridad. Me sentía totalmente humillado al tener que ir por la calle con el maldito bastón blanco que anunciaba a voces mi problema a todo el mundo. Me imaginaba la cara de compasión de la gente, si es que se molestaban en mirarme. Intenté recordar qué pensaba yo cuando me cruzaba con un ciego y su bastón, o si veía a un vendedor de cupones, y me di cuenta de que en realidad ni siquiera les prestaba atención. Ellos pertenecían a su propio mundo, era como si no existieran para los demás.
El bastón, la humillación, la inseguridad, mi desidia constante eran las razones por las que no había conseguido reunir fuerzas suficientes para salir con mis amigos aquel viernes ni ningún otro día. No podía dejar que me vieran así. No quería oír sus palabras de ánimo, su manía de intentar mantener viva una imagen de un amigo que ya no existía. Róber me había llamado insistentemente. Vino a verme, trató de hablar conmigo, pero no fui capaz de hacerlo. Me dijo que lo entendía. Pero ¿realmente podía hacerlo?
Tendí la mano intentando localizar el vaso de agua. Mi madre, que siempre estaba atenta, percibió mi gesto y lo aproximó hasta que el vaso tocó mis dedos. Así es como tenía que hacerlo según los rehabilitadores. Es curioso lo diferentes que eran mis padres. Ella siempre cerca y pendiente de mí, llegando a agobiarme en su afán de protección. Busqué en mi memoria tratando de recordar cómo era mi madre antes del accidente. Quería fijar su rostro, pero la imagen se desvanecía antes de poder concretarla. No podía haber olvidado su cara, ¡no tan pronto! Sin embargo, recordaba perfectamente a mi padre. Alto y desgarbado, vestido siempre de forma impecable. Chaqueta y pantalón a juego. Corbata discreta a tono con la camisa, siempre lisa en colores pastel. Unos ojos pequeños que se agrandaban tras las lentes de sus gafas de lectura y el pelo castaño que comenzaba a encanecer en las sienes otorgándole un aire interesante, según mi madre. En el instituto tenía fama de despistado, quizá por su aspecto y, sin embargo, era capaz de recordar perfectamente a todos los alumnos que había tenido desde que había empezado a dar clases de literatura. Mis pensamientos volvieron a mi madre. Analicé los motivos por los que mi cabeza no era capaz de recordar su imagen de una forma tan nítida como podía hacerlo con mi padre. Pero... ¿Qué «mamá» era la que buscaba? Sí, creo que era eso. Mi padre era uno y siempre había sido el mismo. Sin embargo, mi madre variaba a lo largo del día. Por la mañana era el ama de casa, toda actividad. «¿Tenéis lista la ropa? ¡El desayuno ya está en la mesa! A ver, déjame. No, ésa no es la corbata que te había preparado. Toma, ponte esta otra...» Cuando llegábamos por la tarde mi madre cambiaba la hiperactividad por la calma. Leía, escuchaba música de los setenta o soltaba unas lagrimitas mientras veía en la televisión, por enésima vez, la película Magnolias de acero. A última hora de la tarde, cuando llegaba mi padre, ella volvía a cambiar. Se arreglaba perfectamente, salía a hacer alguna compra de última hora, a ver alguna peli de estreno o sencillamente paseaban los dos hasta el parque para hablar de sus cosas mientras mi hermana y yo dedicábamos un par de horas a estudiar antes de la cena. ¿Qué imagen de mi madre era la que buscaba? Ahora todo había cambiado y estaba seguro de que encontraría otras mamás. La que me miraba en esos momentos mientras me llevaba a la boca el tenedor vacío dejando el trozo de filete sin pinchar en medio del plato. La que en silencio lloraba cuando aparecía con algún chichón en la frente a causa del golpe contra la puerta que se había quedado a medio cerrar. La que discutía conmigo cuando no quería salir a la calle con el bastón blanco.
—David, apenas has comido nada. ¿Quieres que te prepare otra cosa?
—No, mamá, gracias. Todo está muy bueno, pero no tengo mucha hambre.
—Pues si no quieres comer... Quizá sea un buen momento para hablar —soltó de pronto mi padre.
—¿Para hablar sobre qué, papá?
—Sobre ti y tu futuro. ¿Qué piensas hacer? Estuvimos hablando con Jenny y con Pablo. Todos tenemos mucha confianza en ti y creemos que estás haciendo grandes progresos. Son muchos los problemas que nos planteamos, pero el principal, David, es saber qué quieres hacer y cómo piensas enfocar tu vida.
Me callé unos instantes antes de contestar. Temía esa pregunta porque yo mismo me la había realizado muchas veces. Hasta ese momento me habían dejado a mi aire, habían soportado mis cambios de humor, mi dejadez, pero estaba claro que ya se estaban hartando y empezaban a presionarme. Supuse que los tres me estarían mirando, esperando una respuesta, y yo sencillamente no la tenía. Dejé el tenedor sobre la mesa con demasiada fuerza y el golpe hizo temblar los platos.
—¡David!
—¡Dejadme en paz!
Me levanté y el ruido de la silla al caer los dejó mudos a todos. Con la mano seguí el contorno de la mesa, evitando tocar a Silvia. Alguien se levantó, era mi madre, pero mi padre le dijo en voz baja: «Déjalo, se le pasará». Abrí la puerta y me dirigí hacia la escalera, pero volví a tropezar con la maldita alfombra. Me caí hacia delante y mis manos evitaron el golpe. Me incorporé rápidamente y, más despacio, subí la escalera. Entré en mi habitación: estaba oscura, como siempre. Me acerqué hasta la ventana y al abrirla percibí el ruido de la calle, también la caricia del aire fresco de la tarde en mi rostro, y reconocí los olores del otoño, que inundaron mi cabeza.
—Es duro, David. Ya sé que es muy duro —me sorprendió la voz de mi padre, que debía de haberme seguido.
—Sí, papá, es muy duro. No sabes cuánto.
—Yo... Lamento haber sacado el tema, pero me pareció un buen momento.
—Tan buen o tan mal momento como cualquier otro, papá. No sé lo que voy a hacer. Tengo veinte años y no me siento capaz de enfrentarme a la vida en esta situación. Quizá habría sido mejor que el día del accidente me...
—No, no lo digas. No estoy seguro de querer oírlo. ¿Sabes? Cuando la policía nos llamó aquella noche, pensamos que el golpe había sido fatal. Pensamos que nunca más volveríamos a verte... a verte vivo. Después, los médicos nos dijeron que había muchas esperanzas, pero que si aparecía un edema cerebral a causa del impacto podrías quedar en estado vegetativo. Estábamos dispuestos incluso a aceptar esa posibilidad con tal de no perderte. Por suerte, el edema no se presentó y tu cabeza, David, tu cabeza funciona perfectamente. Igual que antes. Sigues siendo el mismo hijo luchador y rebelde que eras y, por primera vez en tu vida, te estás enfrentando a un problema terrible. Un problema que sólo tú, David, podrás superar. A veces te vendrán ideas extrañas, ideas que te llevarán a buscar el camino más fácil, a salir de la película antes de que ésta termine. Y en esta película eres tú el protagonista, el guionista, el director y, en no pocas ocasiones, serás también el espectador. Espectador de tu propia vida y guionista de tu destino. ¿No tienes curiosidad por saber cómo termina?
—No estoy seguro, papá —contesté—. Lo siento. Siento haberme levantado de la mesa así.
—¿Quieres bajar a comer?
—No, creo que no tengo apetito. Además, Jenny no tardará en llegar y me tengo que preparar. Papá... ¿Podrías decirme dónde está mi jersey verde? El de cuello redondo.
Mi padre me abrazó antes de abrir la puerta del armario y darme un jersey que no era el que buscaba, pero no le dije nada. Cuando salió de la habitación, volví a dejarlo en el armario. Toqué las distintas prendas. A la derecha las camisetas y en el cajón de abajo, los jerséis. Identifiqué dos muy similares, ambos con el mismo tacto. Los dos finos y de cuello redondo. Uno era verde y el otro gris marengo. Dejé el segundo y me puse el que estaba buscando.
—Ese jersey te queda muy bien, David.
—¡Silvia! ¡Me has asustado! ¡No entres en la habitación sin avisar!
—Perdona —respondió ella—, no era mi intención. Mamá me ha dicho que subiera para ver si necesitabas algo.
—Pues no, no necesito nada. Buscaba un jersey y ya lo tengo.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Venga, dispara. Soy todo oídos.
—He llegado mientras buscabas el jersey. Parecías dudar entre dos y al final has sacado ése. ¿Has elegido al azar?
—No, nada de azar. Quería el verde.
Ella se quedó callada, pero adiviné que estaba intrigada, aunque no se atrevió a seguir preguntando. Sonreí para mis adentros y preferí dejarla con la curiosidad. Me puse el jersey y mis dedos tocaron una pequeña etiqueta. El otro no la tenía. La había cortado el año anterior porque me molestaba. Iba a tener que utilizar muchos trucos similares si quería vestir como a mí me gustaba.
En ese momento sonó mi móvil. Era Jenny.
—Llego en dos minutos, ¿estás listo?
—Sí, ¿adónde vamos?
—Si te lo contara no sería una sorpresa, ¿verdad? —contestó con su habitual tono frío de sargento—. Sólo te diré que ya ha llegado el momento de que vayamos.
—Como tú digas. —Colgué sin imaginarme la encerrona en que iban a meterme. Una maniobra casi perfecta, planeada con minuciosidad militar por el psicólogo en la que todos, menos yo, estaban al tanto: mis padres, Silvia, mis amigos y Jenny. Fui un verdadero idiota al no darme cuenta.

CAPÍTULO 8




Blanca. Enero de 2010
Los meses pasaban rápidamente y, casi sin darme cuenta, Kits ya había cumplido medio año. Dejó de ser la bolita de pelo amarilla y suave para convertirse en un verdadero adolescente. Ya había perdido aquellos dientes de leche afilados como cuchillas que tantas marcas me habían dejado en los brazos y por fin aguantaba toda la noche sin despertarme. Se le alargaron las patas y el hocico y hasta le cambió la voz. ¿La voz? ¿Se puede decir que un perro tiene voz? El caso es que los pocos ladridos que soltaba de vez en cuando ahora tenían un tono más grave, como si estuviera en plena edad del pavo.
Mi madre y yo seguíamos yendo a clases con él todas las semanas, pero Cris ya se había cansado y pedirle que lo sacara a pasear era una verdadera pelea. Mi padre, como se pasaba el día en el periódico y llegaba tarde a casa, tampoco lo sacaba mucho, pero en su caso era casi mejor, porque cada vez que lo hacía se saltaba todas las normas y lo dejaba tirar de la correa y hacer lo que quisiera, así que en lugar de ayudar, nos dificultaba un poco su adiestramiento.
Era un sábado por la mañana y para Kits era un día muy importante. Tenía que pasar la prueba del chaleco.
Mi madre andaba muy liada con su trabajo y no pudo venir, así que Kits y yo fuimos paseando hasta la cafetería de la avenida principal donde habíamos quedado con Rachel a las once de la mañana, cuando las calles estaban más transitadas a pesar del frío. Al llegar vi que Rachel se estaba despidiendo de Bob y de Tango. El imponente pastor alemán esperaba sentado mientras ellos intercambiaban sus últimas impresiones.
Me acerqué sin prisas. No quería que Kits se pusiera nervioso al ver a Tango. Tenía que demostrar que estaba listo para la prueba.
—Gracias, Rachel, nos vemos en clase —dijo Bob cogiendo el chaleco azul que le pasaba Rachel en ese momento. ¡Tango lo había conseguido! El chaleco le abriría las puertas a muchos sitios donde antes no podía entrar, desde el supermercado hasta un restaurante. Era un chaleco de tela con aspecto de arnés, con unas letras grandes y blancas con el logo de la EPG, que indicaba que era un perro guía en entrenamiento. Sólo te lo concedían si demostrabas que tu perro era capaz de comportarse bien en diversas situaciones. Bob le puso el chaleco a Tango y se despidieron orgullosos—. Suerte —me dijo al pasar a mi lado.
Ahora nos tocaba a nosotros.
—Hola, Blanca —me saludó Rachel—. ¿Hoy vienes sola?
—Sí, mi madre está trabajando —dije—. Kits, heel —le ordené que se pusiera a mi lado.
—Muy bien —dijo Rachel—. Vamos a dar un paseo, a ver qué tal va su entrenamiento. En clase veo que está muy avanzado, pero el comportamiento puede cambiar en la calle y tenemos que evaluarlo. Si te parece, ve tú delante; yo te sigo y voy diciéndote lo que tienes que hacer. Te voy a grabar en vídeo para tener todo documentado, pero tú no te preocupes, haz lo que harías normalmente. ¿Lista?
—Creo que sí —contesté un poco nerviosa. Miré a la calle. A lo lejos vi que se acercaba una señora que empujaba un cochecito con una mano mientras con la otra tiraba de la correa de un schnauzer miniatura. «Vaya, ya tenemos el primer reto», pensé. Bueno, había que superarlo—. Vamos, Kits —le dije dando un paso.
Kits se levantó y empezó a caminar a mi lado, como siempre por la izquierda y sin tirar de la correa. De momento todo iba bien.
Pronto llegamos al semáforo de la esquina y nos detuvimos. Al otro lado de la calle también esperaba la señora del perro y del cochecito. ¡Qué mala suerte! Seguro que Kits salía a jugar con él justo en medio del paso de peatones. ¿Ahora qué? Miré hacia atrás y vi que Rachel seguía grabando. En ese momento se me ocurrió una solución.
—Por aquí, Kits —dije y, antes de que el semáforo se pusiera en verde, giré por la acera de la derecha con Kits a mi lado tan contento. De reojo vi que Rachel sonreía.
Kits se portó como un verdadero campeón. No se distraía con la gente, seguía mis órdenes obedientemente y ¡hasta hizo pis cuando se lo pedí! Esto último era de las cosas que más me había costado enseñarle. La primera vez que Rachel nos dijo que tenía que hacer pis sólo cuando se lo pidiéramos, me pareció un disparate. ¿Es que no sabía que los perros levantan la pata para dejar su rastro en cada árbol que se encuentran por el camino? Ella nos explicó que era importante porque una persona ciega no podía ir caminando y que de pronto su perro lo llevara hasta una farola para hacer sus necesidades.
La prueba duró algo más de media hora. Mientras avanzábamos entre la gente, Rachel me iba dando instrucciones: sube por esa escalera, pídele que te espere tumbado en ese sitio mientras tú tiras algo a la papelera, baja esa otra escalera, haz que se siente mientras preguntas algo en el kiosco y, por último, vamos a sentarnos en ese banco para hablar.
Kits se sentó entre mis piernas y esperé el veredicto de Rachel. Ella anotó algo en un cuaderno, guardó tranquilamente su cámara y empezó a rebuscar en su bolsa. Para mi sorpresa, sacó una bolsa transparente que dejaba ver su contenido: una tela azul con unas letras blancas. ¡Sí, lo habíamos conseguido!
—Blanca, realmente estás haciendo un trabajo excelente y Kits se merece este chaleco. Enhorabuena —dijo mientras me lo entregaba—. Durante los meses siguientes, el objetivo será exponerlo a todo tipo de situaciones nuevas. Intenta que vaya a muchos sitios, que viva muchas experiencias con la familia, de modo que cuando empiece a trabajar, nada le resulte nuevo.
—¡Gracias! —contesté orgullosa acariciando la cabeza de Kits, que movía la cola muy contento, como si entendiera que algo bueno había pasado—. ¿Y lo puedo llevar a todas partes? ¿No me dirán nada?
—La mayoría de las personas, cuando les expliques lo que estás haciendo y les muestres tu tarjeta de identificación de la EPG, serán comprensivas y no te pondrán problemas; pero te aseguro que también te encontrarás a otras que no lo entenderán o no querrán entenderlo, o que sencillamente te dirán que no quieren perros en su establecimiento. En teoría, estás protegida por la ley y tienes derecho a ir a donde quieras con tu cachorro, siempre y cuando lleve el chaleco que lo identifica como un perro guía en entrenamiento. Eso no quiere decir que si te ponen pegas, debas meterte en una pelea. La gente tiene que aprender poco a poco. Nuestra labor es educar al perro, no obligar a la gente a respetar la ley.
—Entendido —dije. Abrí la bolsa de plástico y saqué el chaleco. Kits estaba guapísimo con él y parecía que le gustaba llevarlo. Me levanté y me despedí de Rachel—. Vamos, Kits. —Los dos nos zambullimos entre las miradas de la gente que intentaba leer lo que ponía en su chaleco: PERRO GUÍA EN ENTRENAMIENTO.
Antes de llegar a casa, les envié un SMS a Natalia y a Mireia: KITS PASÓ LA PRUEBA!!!!!!!!
BIEEEEEENNN, contestó Natalia.
TRÁELO ESTA NOCHE!, respondió Mireia.
¡Claro! ¿Por qué no? Esa noche habíamos quedado con Álvaro (que, como ya supuse en su momento, acabó enrollándose con Natalia), su amigo Daniel (que tonteaba con Mireia) y el colega de turno que decidieran invitar para ver si conseguían emparejarme con alguien. La intención no era mala, pero tenían la rara habilidad de elegir siempre a los más «frikis»: el del pelo negro pegado a la cabeza y con la raya en el medio que llevaba su iPad como si fuera una extensión de su cuerpo y no dejaba de mirarlo, el que estaba más salido que el palo de una escoba y en lugar de mirarme a la cara no dejaba de mirarme las tetas, o el del agujero en el lóbulo de la oreja que olía a saco de ratas muertas... ¿De dónde los sacaban? Quién sabe, a lo mejor pensaban que a mí me gustaba ese tipo de chicos. Tenía curiosidad por ver qué nuevo espécimen me tenían preparado para esa noche. Esperaba que por lo menos fuera algo más normal y le gustaran los perros, porque Kits iba a ir con nosotros.
A las nueve, antes de salir de casa, mi madre me preguntó:
—¿Estás segura de que quieres llevarte al perro?
—Segurísima —dije—. Ya verás, no va a haber ningún problema.
En tan sólo media hora comprobé que me había equivocado en dos cosas. El chico nuevo no era más normal que los otros y llevar a Kits sí era un problema.
Abrí la puerta del restaurante y nada más entrar, el maître, un señor que no debía de llegar al metro y medio y cuya calva relucía bajo las luces de la entrada, me paró con cara de pocos amigos.
—Aquí no se puede entrar con perros —dijo.
—No es un perro normal —aclaré—, es un perro guía en entrenamiento. Mira, aquí tienes la tarjeta que lo explica.
Le di la cartulina y él la cogió con desprecio. La tarjeta explicaba en pocas palabras el proceso de entrenamiento y el derecho de acceso, amparado por la ley de nuestra comunidad.
Mientras el hombre leía la información y maquinaba si me iba a dejar entrar o no, mis amigos me vieron desde la mesa del fondo del restaurante, donde estaban sentados.
—¡Blanca! ¡Estamos aquí! —gritó Mireia moviendo las manos por encima de la cabeza.
Yo le devolví el saludo y me encogí de hombros indicando que no me quedaba otra que esperar.
—Un momento. No te muevas de aquí, que tengo que consultar algo —me ordenó el maître devolviéndome la tarjeta.
Cuando mis amigos vieron que no me movía, Natalia, Mireia, Álvaro, Daniel y el nuevo fichaje, un chico que era más ancho que alto y tenía un pelo rubio y lacio que le daba aspecto de paje de los Reyes Magos más que de adolescente del siglo XXI, se levantaron de su mesa y decidieron ir a ver qué pasaba.
—¡Kits! —exclamó Mireia, y se agachó a abrazar al perro—. ¡Qué guapo estás!
—¿Qué haces aquí? —preguntó Natalia—. ¿Por qué no pasas?
—Estoy esperando a que el maître consulte algo con no sé quién —aclaré.
—Blanca, éste es Pepe, pero todos le llamamos Bieber —me presentó Álvaro.
—¿Bieber? ¿Cómo Justin Bieber? —pregunté. Desde luego no se parecía EN NADA.
—Hola, no les hagas ni caso, llámame Pepe —dijo él acercándose torpemente y dándoles golpes a las sillas que se interponían a su paso.
En cuanto pronunció esas pocas palabras entendí perfectamente el motivo de su apodo. ¡Tenía voz de niña! Además, el chico transpiraba como una fuente y al darme dos besos, sus mofletes pegajosos me dejaron la cara llena de sudor. Puaj. Quería limpiarme, pero me parecía un poco insultante hacerlo delante de él, así que aguanté como pude intentando no poner cara de asco.
Por fin regresó el maître. Con aire condescendiente nos informó que nos permitiría entrar con el perro, pero que tendríamos que sentarnos en otro sitio para que nadie protestara. Ladeó la cabeza para indicar el camino y nos pidió que lo siguiéramos hasta la peor mesa del restaurante, la que estaba pegada a la cocina y por donde los camareros entraban y salían sin parar.
—Te puedes quedar aquí con tu perro, pero no te dediques a pasearlo por el restaurante y, si alguien protesta o tiene alergias, tendrás que irte —dijo con malos modales.
—Pues si alguien tiene alergias, que se vaya esa persona, que a mí me dan alergia las personas que tienen alergias —soltó Mireia.
—No pasa nada, Mireia. Venga, vamos a sentarnos —dije para intentar enfriar un poco el ambiente caldeado.
Mireia no era de las que se callaban si algo le parecía mal y yo no quería que mi primera salida con Kits terminara en un espectáculo.
Me senté cerca del rincón y le pedí a Kits que se tumbara. Como era su hora de dormir, obedeció agradecido. Me di cuenta de que la gente que estaba en el restaurante no había dejado de mirarnos y algunos cuchicheaban y hasta nos señalaban. ¿Es que no habían visto nunca un perro? Peor habría sido llevar un poni. Me acordé de un reportaje que vi una vez en la tele sobre ponis que hacían la misma labor que un perro guía. ¿Qué cara habrían puesto si me hubiera presentado con un caballo miniatura? La idea me hizo sonreír.
—Qué perro más mono —nos dijo la camarera mientras nos entregaba los menús. En cuanto el maître se alejó unos metros, ella lo señaló con la barbilla y dijo—. A éste no le hagáis ni caso, que hoy está de un humor de perros.
—¡De perros! ¡Y que lo digas! JAJAJAJAJA —exclamó Pepe. Sus risas se convirtieron de pronto en un ataque descontrolado. Emitía sonidos guturales que sonaban como una morsa marina a punto de ahogarse—. JAJAJA, jiii, JAJAJA, jiii.
Miré disimuladamente a mis amigas para ver su reacción. Mireia tenía una ceja levantada y observaba a Pepe como si fuera un alienígena recién caído del cielo y Natalia se llevaba la mano a la frente mientras decía que no con la cabeza e intentaba concentrarse en el menú. Aunque yo ya sabía lo que iba a pedir, decidí hacer lo mismo para poder apartar la vista de aquel muchacho tan extraño. No llegué a pasar la página cuando el maître volvió corriendo hacia nosotros con paso decidido.
—Me temo que uno de nuestros clientes ha protestado —dijo. Se notaba que se sentía triunfante. Por fin podría echarnos. Hinchaba el pecho cual gallo de pelea y levantaba la barbilla como si eso fuera a darle los centímetros de altura que le había robado la madre naturaleza.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? —preguntó Mireia con tono desafiante.
—Porque me han dicho que se han dado cuenta de que esta chica no es ciega porque está leyendo el menú. Así que tú y tu perro ya os podéis ir marchando —respondió señalándome con un dedo acusador.
Hubo unos segundos de silencio que fueron culminados con una carcajada general cuando Álvaro se puso de pie y empezó a gritar:
—¡ES UN MILAGRO! ¡UN MILAGRO! ¡BLANCA PUEDE VER!
Al maître le salía humo por las orejas al ver cómo nos partíamos de risa. Yo quería hablar y explicarle que se había equivocado, que yo no pretendía ser ciega en ningún momento, pero entre las risotadas de mis amigos, los ruidos guturales de Pepe, que apenas podía respirar, y la situación tan absurda, no conseguí decir ni media palabra.
La ira del hombre iba en aumento y hasta nos amenazó con llamar a la policía si no sacábamos al perro de allí inmediatamente. Por fin se acercó el dueño y consiguió poner un poco de calma. Le conté todo lo que la risa me había impedido decir. Afortunadamente, el dueño parecía una persona más razonable y nos dejó quedarnos.
Conseguimos recuperar un poco el control de la situación y ponernos algo más serios, aunque nuestro buen humor se mantuvo durante toda la cena. Kits seguía durmiendo bajo la mesa entre nuestro bosque de piernas, mientras Álvaro y Daniel se dedicaban a hacer bromas e imaginarse otros lugares a los que podríamos llevar al perro: a la piscina, al colegio, a misa, a una discoteca... Se reían pensando en lo que diría la gente o imaginándose que iban con gafas de sol para que los dejaran pasar. Yo también aportaba ideas, pero para mí no era una broma: llevar a Kits a diferentes lugares era parte de mi labor de adiestramiento. Sí, nos hacían mucha gracia las situaciones, pero ¿por qué nos parecían cómicas más que reales? ¿Por qué una persona ciega no iba a poder ir a la piscina, al colegio, a misa o a una discoteca con su perro? Con un poco de suerte, no todo el mundo se comportaría como aquel hombre amargado.
Al final Pepe resultó ser mucho más simpático de lo que parecía. Me gustaría poder decir que se convirtió de repente en un príncipe azul, que se estilizó como por arte de magia, dejó de transpirar, se le puso la voz varonil y empezó a reírse de una manera más normal, pero no fue así. Me había caído muy bien, pero desde luego no me veía con alguien así. Cuando nos despedimos, me plantó otros dos besos sudorosos en las mejillas y me dijo:
—Mañana voy a ir con unos amigos al mercadillo, ¿te apuntas?
Lo pensé un momento. Quedar con un chico no quería decir que tuviera que salir con él, ¿no? Además, dijo que iban a ir sus amigos. A lo mejor eran simpáticos como él y a lo mejor alguno era más «normal».
—Sí, me encantaría —contesté. Le di mi número de teléfono y nos despedimos.
¿Qué sería más difícil, encontrar a alguien que me gustara o que me dejaran entrar con Kits en todos los establecimientos?

CAPÍTULO 9




David. Noviembre de 2010
Jenny llegó esa tarde, como siempre, armada de energía y dispuesta a recorrer media ciudad. A pesar de que insistí, se negó a decirme adónde pensaba llevarme. Repetía que ya lo averiguaría por mi cuenta. «Sí, claro, con mi visión telepática», pensé. Empezamos a andar y, como siempre, se situó unos pasos detrás de mí y repitió por enésima vez las instrucciones.
—Recuerda, David. Tienes que sujetar el bastón un poco por encima de tu cintura, con la mano centrada con respecto al cuerpo. Y el arco que cubras debe ir de hombro a hombro. Avanza primero con el pie derecho y cubre con el bastón el área correspondiente a tu lado izquierdo. A cada paso que des, el bastón siempre deberá quedar enfrentado con el pie que dejas atrás. Ahora te parecerá complicado, pero pronto lo automatizarás y podrás caminar sin dificultades.
—¡Señor, sí, señor! —bromeé. Por muy severa que fuera, Jenny era de las pocas personas que conseguía levantar un poco mi estado de ánimo. Supongo que era porque no me trataba como a un inválido—. ¿Puede saber el recluta cuál será nuestro destino?
—Mira que eres pesado —contestó—. Ya te he dicho que lo sabrás a su debido tiempo. Me alegra que estés de buen humor porque hoy el trabajo será duro.
—Claro, no como los otros días que nos dedicamos a pasear... —respondí con ironía—. Jenny, contigo el trabajo duro no es ninguna novedad.
—Hay muchos tipos de dureza, David, y no siempre el trabajo físico es lo peor.
«A mí me lo vas a contar...», pensé.
Recorrimos varias calles, tomamos dos autobuses y cuando bajamos del segundo, a pesar de que había conseguido desorientarme por completo, tenía la sensación de estar en un entorno familiar. Mientras caminaba, me concentraba más en intentar reconocer el lugar por los ruidos de los coches y las voces de la gente que en percibir las sensaciones que me llegaban a través del bastón. Esto hizo que me ganara una nueva bronca por parte de Jenny.
—¡Para!
Su grito me sobresaltó.
—¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal?
—¿Algo mal? ¿El señor me pregunta que si ha hecho algo mal? Desde que has bajado del autobús no has hecho ni una sola cosa bien. En el primer cruce has estado a punto de pasarte un semáforo en rojo. Casi te caes de narices al meter el pie en el hueco de un árbol y, si hubiera sido una alcantarilla abierta, ahora estarías pegando voces a varios metros de profundidad para que alguien te sacara del agujero.
—Si hubiera sido una alcantarilla —dije tratando de calmar la bronca— no me habrías dejado meterme.
—Es posible, pero yo no voy a estar siempre contigo para impedir que metas la pata.
De pronto, a unos metros de donde nos encontrábamos, los comentarios de unas chicas que pasaron a nuestro lado interrumpieron de forma tajante la bronca que me estaba cayendo.
—Yo a ése le haría algo más que regañarle —oí que dijo una de ellas.
—¡Ja, ja! Yo también —contestó su amiga.
—¿Quiénes eran ésas? —le pregunté a Jenny.
—Ay, muchacho, ni idea, pero creo que has ligado. —Jenny tuvo que contener una carcajada antes de poder contestarme—. Desde luego, estas jovencitas minifalderas cada vez son más descaradas.
—¿Ligado? ¿Yo? Pero...
Agarré el bastón y lo pegué a mi lado, tratando de disimularlo. Escuché los pasos de las chicas que se alejaban entre risas. Noté cómo me invadía la tristeza.
—¿Qué te pasa, David? Te ha cambiado la cara.
No contesté y sentí que una lágrima estaba a punto de asomarme por el ojo. Yo, que siempre había sido tan fuerte, y ahora parecía que cualquier cosa me dejaba completamente desarmado. Disimulé rascándome la nariz y tosiendo un par de veces para que no se me notase la angustia en la voz. Me resultaba cruel que se estuvieran riendo de mí. Jenny pareció leerme los pensamientos.
—Escucha, David. —Esta vez su voz me pareció más amable, sin su tono enérgico habitual—. Creo que sé lo que te sucede y créeme, esas chicas no se estaban burlando de ti.
—¿No? Pues mira, a mí me parece que sí lo hacían.
—Ya, pero es que no sabes con qué ojitos te miraban. Parecían lobas en busca de una presa. Y esa presa, querido, eras tú.
—¿Yo? ¿Es que no se han dado cuenta del bastón?
—Pero... ¿Qué tendrá que ver el bastón? Eres un chico muy atractivo, con bastón o sin él. Seguro que ésta no es la primera vez que una chica te piropea.
Recordé algo que me había dicho Róber en una ocasión: «Chico, ya firmaría yo por tener la mitad de éxito con las chicas que tienes tú. ¿Qué les das? A mí jamás me persiguen como a ti». Noté que mi cara se ponía colorada y Jenny se rió.
—¡Ja! ¡Ese sonrojo te delata! —se burló—. Mira, David, estoy segura de que en algunas ocasiones tendrás dudas ante la reacción de la gente, pero si me permites un consejo, acepta siempre la opción más favorable porque, aciertes o no, seguro que, a la larga, saldrás ganando.
—Perdona, Jenny, pero no acabo de entenderte.
—Es muy sencillo. Piensa en lo que acaba de suceder. Tenías dos opciones. Creer que te piropeaban o pensar que se burlaban de ti. Has elegido la segunda, la más negativa, y ha estado a punto de hacerte llorar. Aceptar la otra, la más favorable, te habría hecho sonreír y ahora no estaríamos aquí sin trabajar plantados como dos bobos. ¿Lo entiendes ahora?
—Supongo que sí.
—Venga, recluta, no tenemos todo el día —dijo Jenny volviendo a su actitud autoritaria—. Pie derecho adelante, bastón a la izquierda. ¡Camina! Estamos a punto de llegar a nuestro destino.
Llegamos hasta una escalera de piedra y al subir los primeros dos tramos, no sé muy bien cómo, pero supe inmediatamente dónde me encontraba. Me detuve en seco. Sentí que se me congelaba la sangre y una sensación de pánico absoluto me recorrió todo el cuerpo. ¡No podía ser! ¿Cómo se había atrevido a hacerme eso? Intenté plegar el bastón para que nadie me viera así, pero me temblaba el pulso de la rabia y se me escapó de los dedos. Oí cómo caía por los escalones. Jenny lo recogió y me lo puso en la mano.
—¡Esto es la Facultad de Periodismo! —exclamé furioso—. ¿Por qué demonios me has traído aquí?
—Me alegra que hayas identificado el sitio —contestó Jenny tranquilamente.
—Contesta a mi pregunta —exigí—. ¿Qué pasa? ¿Es que no hay otros recorridos que hacer en toda la ciudad? ¿Qué pretendes? ¿Desgraciarme la vida más de lo que está?
—Pues sí, sí los hay —dijo ignorando mis ataques—. Pero es que tenemos una cita.
—¿Una cita? ¿Con quién?
—Con Laura, una voluntaria que estoy segura de que te va a gustar.
—¿Voluntaria? ¿Para qué necesito una voluntaria? ¿Me vas a apuntar a alguna ONG? ¿Ciegos sin fronteras? Mira, yo me largo de aquí. —Hice ademán de bajar la escalera, pero en cuanto di dos pasos, acepté que no iba a ser capaz de regresar a casa por mi cuenta. Estaba atrapado y ella lo sabía. Me tenía en sus manos y aprovechaba mi debilidad, mi incapacidad para valerme por mí mismo para exponerme a una situación que todavía no estaba listo para afrontar. Traté de calmarme porque a pesar de la ira que sentía por dentro, era consciente de mi dependencia.
—No, no te vas a apuntar a nada —explicó Jenny—. De hecho, ya estás apuntado, en tercero de periodismo. Hasta que te desenvuelvas sin dificultades, Laura te ayudará a localizar las aulas, la biblioteca o el bar. También podrá hacer fotocopias digitales de los apuntes y pasarlas a un formato sonoro para que puedas estudiarlas en tu ordenador.
Sentí que los acontecimientos me abrumaban. ¡Volver a la facultad! Pero... ¿Y mi opinión? No había contado conmigo, ni una consulta, ni un comentario. ¿Cómo podía esta tía decidir mi vida por mí? ¿Quién coño se había creído que era?
—¿Qué pretendes con todo esto? ¿Ganarte una medalla? ¿Hacer un experimento conmigo? No sé de qué vas, pero te has pasado, Jenny.
—Pretendo... —se corrigió de inmediato manteniendo la calma—, tu familia, Pablo y yo «pretendemos» que sigas con tu vida habitual. Es lo que debes hacer. Eso de quedarte en casa todo el día lamentando tu ceguera no es lo que todos esperamos de ti. Hace unas semanas, tus padres se reunieron con Pablo y él les recomendó que te incorporaras a las clases de inmediato. Así que tu padre habló con Jorge y Róber para indagar sobre las asignaturas que pensabas estudiar en tercero y te matriculó. Ya hemos contactado con el decano, con tus nuevos profesores y con la asociación de alumnos. El que una persona ciega estudie una carrera no es nada infrecuente y la mayoría de los problemas están solucionados. Los apuntes del mes que has perdido ya están listos en un archivo digital. Tus profesores han autorizado la grabación de las clases y podrás examinarte de forma oral o con la ayuda de un ordenador adaptado. Además, si algún día tienes que ir a clases de rehabilitación, Laura te proporcionará los apuntes necesarios. Está en el mismo curso que tú y tiene las mismas asignaturas. Vamos, llegamos tarde —dijo con firmeza.
Noté que se alejaba y me dejaba ahí, solo, en medio de la escalera. Me llevé la mano a la cabeza intentando decidir qué hacer. La conocía lo suficientemente bien como para saber que estaba dispuesta a marcharse. Cerré los puños con fuerza. Respiré hondo e intenté recuperar el control a pesar de que sentía que el corazón me latía con tanta fuerza que se me iba a salir del pecho. Por fin tomé una decisión. La acompañaría, pero no pensaba abrir la boca. Desde luego, era mejor que quedarme ahí fuera como un idiota.
—Por lo menos espérame —dije subiendo el último tramo de escalera y buscando la puerta con el bastón.
Fuimos hasta la asociación de alumnos, donde ya nos esperaba la tal Laura. Jenny nos presentó y Laura me invitó a tomar asiento. Obedecí sin decir nada. Oí un ruido de sillas e intuí que ellas también se estaban sentando. Después de unos incómodos segundos de silencio, Jenny fue la primera en hablar.
—Primero, David, quiero pedirte disculpas, en mi nombre y en el de todos los que te hemos preparado esta encerrona. Laura no tiene la culpa de nada. Ella se ha limitado a buscarnos esta sala para nuestro primer encuentro y se ha comprometido a prestarte toda la colaboración que necesites, si es que decides aceptarla.
«Vaya —pensé—, por fin parece que yo puedo decidir algo.»
—La experiencia que tenemos en el trato de situaciones similares a la tuya nos indica que es imprescindible —continuó Jenny recalcando la palabra «imprescindible»— tratar de recuperar la normalidad lo antes posible, aunque a veces nos veamos obligados a forzar un poco la situación.
—Mira, Jenny, ya sé que sois todos muy buenos y amables y que os encanta ayudar —dije con un tono de desprecio en la voz—, pero yo ya soy lo bastante mayorcito como para tomar mis propias decisiones, y no tenéis ningún derecho a decidir nada por mí ni a llevarme a ningún lugar en contra de mi voluntad —protesté rompiendo mi propósito de no decir nada.
—¿Ah, sí? —dijo Jenny—. Dime, David, sinceramente, ¿qué habrías dicho si te hubiera propuesto venir aquí?
Pensé la respuesta un par de segundos antes de contestar.
—Obviamente, me habría negado —respondí con sinceridad.
—Sí, eso pensamos todos. Hasta ahora te has encerrado en la seguridad que te proporciona el cascarón de tu casa y no te has atrevido a dar un paso más de los obligados. Es una reacción lógica y esperable. Lo sabemos perfectamente. Por eso decidimos ayudarte un poco a desprenderte de la cáscara protectora. ¿Está mal? A lo mejor, pero te puedo asegurar que sabemos lo que hacemos. De todas formas, hemos tratado también de minimizar el impacto. A estas horas de la tarde ya no hay clases y es muy poco probable que te encuentres con algún conocido. La única razón para venir aquí hoy era presentarte a Laura. Nada más. Si tú quieres, ella te acompañará a recorrer la facultad pero, al final, la decisión es tuya. Sin embargo, David, antes de tomarla, piensa una cosa. Detrás de esta decisión está todo tu futuro.
Aunque sentía que me seguía hirviendo la sangre, escuché con atención lo que me dijo. El saber que no me iba a encontrar a Claudia o a cualquier otro compañero me tranquilizaba bastante, pero habían herido mi orgullo, habían confabulado todos contra mí y me habían manejado como si fuera un muñeco. Me puse de pie.
—Ya puedes dormir tranquila, Jenny, has cumplido tu misión —dije—. Ahora, por favor, llévame de vuelta.
—Como quieras —dijo Jenny levantándose.
Nos despedimos de Laura, que apenas había dicho una palabra, y Jenny y yo salimos de la sala sin decir nada más. Nos encaminamos hacia la calle. Bajamos el primer tramo de escalones y, de pronto, Jenny se detuvo.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
—Nada, no pasa nada —respondió ella con voz calmada—. Oye... ¿Sabes por casualidad dónde están los lavabos de chicas?
—¿Los lavabos? En la planta de abajo. La escalera está al fondo del edificio.
—Voy a bajar un momento. Si quieres, puedes esperarme aquí, pero te recomendaría que desplegaras el bastón para evitar cualquier accidente.
Pensé en la escena. No me apetecía nada permanecer ahí como un pasmarote con el bastón abierto, en medio de la escalera.
—Mejor bajo contigo. Yo también quiero ir al baño.
Conduje a Jenny sin demasiadas dificultades por dentro del edificio. Me di cuenta de que mi orientación era bastante buena y mi autoestima subió varios enteros. Cuando llegamos a los lavabos, ella se ofreció para indicarme dónde se encontraban los sanitarios dentro del aseo de caballeros, pero preferí entrar solo. Al salir del lavabo me sorprendió oír la voz de Laura.
—¡Hola, David! Si buscas la salida, estás un poco despistado.
—Estoy esperando a Jenny —aclaré—, pero por lo que tarda, supongo que debe de estar duchándose. No entiendo por qué las mujeres tardáis tanto en ir al lavabo.
—Porque antes de salir comprobamos que tenemos la bragueta subida —contestó Laura.
Noté que me ardía la cara al cerciorarme de que, efectivamente, me había olvidado de subirme la cremallera. Laura se rió y, a pesar del corte que me había pegado, me permití una leve sonrisa.
Jenny seguía en el baño y de pronto pensé que a lo mejor aquello era otra encerrona y había planeado desaparecer sin decirme nada.
—Ya que estamos aquí y que Jenny parece que tiene para rato —dijo Laura—, ¿quieres que hagamos ese recorrido por la facultad?
—¿Qué pasa? ¿Esto también estaba previsto? —repliqué revelando mis sospechas.
—No —contestó Laura tajantemente—. Mira, David, sé que no me conoces de nada y que no tienes por qué fiarte de mí, pero te prometo una cosa: si me preguntas algo, nunca te responderé con una mentira. Mi respuesta te gustará o no, pero te aseguro que siempre te voy a decir las cosas como las veo. Yo no tenía ni idea de que te iban a traer sin decirte nada y, si te digo la verdad, me parece que te han hecho una faena y que no han tenido consideración contigo. Si decides que no te interesa absolutamente nada dar una vuelta por la facultad, me parecerá estupendo. A mí, la verdad, no me importa. Así que, tú mismo.
Me quedé pensando. Laura parecía una persona razonable y no se andaba con rodeos. Yo había descargado toda mi mala leche con ella cuando parecía que en realidad no tenía culpa de nada. Por otro lado, si era sincero conmigo mismo, tenía que reconocer que probablemente la iniciativa nunca hubiera salido de mí, yo jamás habría vuelto a la facultad por mis propios medios y, ahora que me encontraba allí, la idea de dar una vuelta sin que me vieran mis amigos me resultaba tentadora. ¿Qué podía perder? No es que me esperara un plan mejor...
—Está bien, vamos —dije—. Pero con una condición.
—¿Una condición? —preguntó Laura.
—¿Te importa si te agarro del brazo en lugar de usar el bastón? —pregunté.
—Por supuesto que no —contestó acercándose para que le pusiera la mano en el codo.
Y así emprendimos nuestra visita por la facultad. Tal y como me habían asegurado, a esas horas de la tarde estaba prácticamente vacía y nuestras pisadas retumbaban en los pasillos desiertos. Pasamos por las aulas, el bar, la biblioteca, el auditorio; todos los sitios adonde yo solía ir antes. Laura y yo caminábamos sin decir nada, salvo por las indicaciones que me daba ella cuando nos acercábamos a un escalón o íbamos a cruzar una puerta. Le agradecí que me permitiera ir absorbiendo las sensaciones en silencio, reconocer con otros sentidos aquellos lugares en los que tantas horas había pasado los dos años anteriores. Mientras recorríamos el edificio, noté cuánto echaba de menos aquel lugar, ir a clase, tomar apuntes, jugar al mus en el bar, reírme con mis amigos... En definitiva, ser parte de la sociedad, un estudiante con un futuro, unas aspiraciones... una vida.
Pensé que a lo mejor podía volver a coger las riendas e intentarlo de nuevo.
Ojalá mi vuelta a las clases hubiera resultado tan fácil como esta primera visita...

CAPÍTULO 10




Blanca. Enero de 2011
Kits tenía que irse. Todos sabíamos que el momento iba a llegar, pero durante los diecisiete meses que había vivido en casa, nadie había querido sacar el tema de conversación. Eran palabras que nuestras bocas no pensaban pronunciar. Elegíamos ignorarlo, como si no pensar en ello pudiera de alguna manera ayudar a que no sucediera, como si fuéramos capaces de retar al paso del tiempo y al futuro cierto que nosotros mismos habíamos trazado. Mis amigos, incluso los desconocidos que nos paraban por la calle para intentar acariciarlo, nos habían avisado: «Os va a resultar muy difícil devolverlo», y yo respondía con un encogimiento de hombros y la frase automática que tenía tan ensayada: «Ya, pero falta mucho y es por una buena causa». Lo decía por decir porque, en el fondo, ni siquiera me lo había planteado. Él era parte de nuestra familia. No concebía los días sin sus carreras por la cocina persiguiendo la pelota de tenis, sin sentir cómo se acurrucaba a mis pies mientras hacía los deberes o sin ver su carita inocente y cómo se le caía la baba en cuanto llegaba la hora de comer y me veía abrir la alacena donde guardábamos su pienso. Kits era nuestro, llevaba algo más de un año con nosotros y era feliz en nuestra casa. Seguro que los de la EPG tenían ya suficientes perros y nos llamarían para decirnos que podíamos quedárnoslo; o a lo mejor no había suficientes invidentes que quisieran un perro o habían descubierto que en realidad los perros no eran los animales perfectos para ese trabajo y a partir de ahora iban a dedicarse a entrenar chimpancés. Tiene sentido ¿no? Un chimpancé sabrá mejor qué tiene que hacer una persona. Cuando nos apuntamos al programa, sabía perfectamente lo que iba a pasar. Sin embargo, mi subconsciente había conseguido convencerme de que, al final, Kits no tendría que irse.
Pero se fue.
Y nunca más volvería a estar con nosotros.
Mi madre y yo leímos y releímos la carta de la EPG con las instrucciones sobre cuándo y cómo teníamos que devolverlo. Cada vez que sacaba el papel del sobre, esperaba que apareciera una frase que antes habría pasado por alto, una línea que nos dijera que ya no lo necesitaban, un «no» antes de «ha llegado el momento». Pero el mensaje estaba claro y los dos cortos párrafos nos indicaban que teníamos que llevarlo unos días antes del gran examen en el que decidirían si podría continuar con su entrenamiento oficial como perro guía. Cuanto antes lo lleváramos, antes se acostumbraría a su nueva vida, conocería a otros perros y mejor le saldría la prueba. Había llegado el día de la despedida.
—¿Seguro que no quieres venir? —le pregunté a Cris, que abrazaba desesperadamente a Kits en la puerta de casa.
—No, prefiero despedirme aquí —contestó y me miró con los ojos llenos de lágrimas—. ¿No se puede llevar su manta o el pato de peluche que tanto le gusta? ¿No debería tener algo para que se acuerde de nosotros?
—No. Por lo visto, allí tienen juguetes y camitas y todo lo que necesita. Y como va a vivir con otros perros, sería un lío que cada uno llevara su ajuar —respondí, intentando convencerme a mí misma, pues no me parecía bien que no pudiera llevar nada personal. Quería que guardara un recuerdo de nuestra familia. De pronto se me ocurrió una idea—. Espera un momento, hay algo que sí se puede llevar.
Fui corriendo a mi habitación, rebusqué en mis cajones y encontré un rotulador permanente negro. Después bajé la escalera corriendo y le quité el collar de cuero a Kits. Por dentro escribí:

KITS, SIEMPRE TE QUERREMOS
BLANCA

Le pasé el rotulador a Cris y ella puso su nombre debajo del mío. Después mi madre firmó por ella y por mi padre. Cris volvió a ponerle el collar a Kits y el perrito movió la cola contento al notar de nuevo la tira de cuero en el cuello. Supongo que los perros deben de sentirse desnudos sin el collar.
—Adiós, Kits. ¡Te voy a echar mucho de menos! —exclamó Cris mientras lo abrazaba otra vez—. Sé bueno, ¿vale? Y no dejes que los otros perros se metan contigo.
Enterró la cara en su lomo amarillo y empezó a sollozar. Yo noté que se me hacía un nudo horrible en la garganta. El dolor me invadía. Mi perro, mi amigo, con el que tantas veces había salido a pasear, el que nunca protestaba y me recibía todos los días como si no me hubiera visto en meses, mi compañero fiel que me quería incondicionalmente, se iba para siempre.
Mi madre se acercó a mi hermana y le puso una mano en el hombro. Ella también tenía los ojos húmedos.
—Vamos, Cris, no te pongas tan triste. Volverás a verlo dentro de tres días —dijo.
Sí, al cabo de tres días iríamos todos, hasta mi padre, a presenciar la gran prueba. Todavía nos quedaba una oportunidad. Si Kits no conseguía pasarla, si decidían que no era apto para ser perro guía, intentarían buscarle otros trabajos, como perro policía, para lo que iría a la academia de policía, o lo evaluarían para un nuevo programa que estaban desarrollando para ayudar a niños autistas. Y si veían que tampoco valía para esas opciones, entonces nos lo podríamos quedar. Pero ¿cuál era la probabilidad real? ¿Una entre un millón? Kits era un perro excelente y muy bien educado; no iban a dejar que se les escapara un animal así.
En ese momento llamaron a la puerta. Mireia, Natalia y Pepe también habían venido a despedirse. Mireia llevaba un gran hueso en la mano que le había comprado como regalo de despedida.
—Hola, Kits, ¡te hemos traído un regalo! —dijo y se lo puso delante del hocico. Kits, que seguía atrapado entre los brazos de Cris, consiguió apartarse y se lanzó al hueso. En cualquier otra ocasión le habría dicho a Mireia que no podía darle cosas así sin más, que tenía que hacer algo a cambio o debía ser un premio por algo que hubiera hecho muy bien. Pero esta vez no dije nada. Se lo merecía. ¡Claro que había hecho algo bien! ¡Nos había hecho muy felices durante muchos meses y eso había que celebrarlo!
Pepe se acercó a mí.
—¿Cómo lo llevas? —me preguntó.
Yo lo miré sin poder pronunciar una palabra. En mi cara se dibujaba el dolor de tener que decirle adiós a un buen amigo.
—Lo que has hecho con Kits es increíble, Blanca —me dijo—. Hace falta una persona, una familia muy especial para hacer algo así. Lo has entrenado para que cumpla su misión en esta vida, para que le cambie la vida a alguien, y ahora pones a ese alguien, a ese desconocido por delante de todos tus sentimientos y del vacío que vas a sentir sin él. Sé que estás hecha polvo, pero recuerda que Kits estará muy pronto con alguien que realmente lo necesita.
—Gracias —dije sin poder detener el río de lágrimas que empezó a recorrer mis mejillas. Tenía razón. Yo adoraba a mi perro, lo quería con toda mi alma, pero había alguien en algún lugar que, en lugar de quererlo, lo necesitaba.
Pepe siempre tenía las palabras adecuadas para hacerme sentir mejor. Desde el episodio de la pizzería nos habíamos hecho muy buenos amigos. No tardé en descubrir que bajo aquel aspecto de gigante se escondía una persona magnífica. Un chico que, a pesar de recibir diariamente las miradas y los comentarios hirientes y crueles de la gente que ridiculizaba su voz o su físico o su inevitable torpeza que le hacía tambalearse y derribar cosas a su paso, nunca perdía su optimismo y buen humor. Muchos fines de semana quedábamos y nos íbamos en su coche a visitar mercadillos en los pueblos vecinos. Kits siempre nos acompañaba y le gustaba olisquear los extraños aromas de las cosas viejas y destartaladas que exponían los vendedores ambulantes en sus puestos, mientras Pepe estudiaba los objetos con detenimiento. Tenía un verdadero don para descubrir muebles u objetos valiosos bajo capas de polvo centenario. Las compraba por poco dinero y se dedicaba a restaurarlas para después venderlas en eBay por diez o veinte veces lo que le habían costado. A mí me gustaba aprender y verle regatear hasta el último céntimo por un artilugio que a primera vista parecía una chatarra. Después de pasar la mañana en búsqueda de tesoros, solíamos comprar algo de beber y de comer y nos íbamos al faro a tomar el aperitivo mientras hablábamos de nuestras cosas mirando pasar los barcos. Ahí fue donde empezamos a conocernos mejor y hacernos confidentes de nuestros temores y secretos. Entre nosotros no había una atracción física. De hecho, Pepe me había confesado que desde hacía años tenía un amor platónico y esperaría hasta que un día se fijara en él. Era un romántico empedernido.
A veces nos acompañaba a nuestras excursiones algún amigo de Pepe, o Natalia y Mireia con sus respectivas parejitas. Con el paso de los meses, habíamos conseguido tener un buen grupo de amigos y, salvo por algún malentendido de esos de «ella me dijo que tú dijiste que él te dijo que dijeras que no me habías dicho nada...», nos llevábamos todos bien. Eso sí, yo seguía sin ningún pretendiente a la vista y reconozco que en ocasiones me daban un poco de envidia mis amigas y no me sentaba muy bien cuando ellas decidían hacer planes de parejitas y no podían contar conmigo.
Natalia se agachó para darle un beso a Kits y después me dio un abrazo.
—Blanca, no estés tan triste —me dijo—. Seguro que algún día te alegrarás de haber hecho esto. Mientras tanto, aquí estamos para ayudarte, ¿vale? Mañana por la tarde, si quieres, podemos ir a jugar al tenis tú y yo.
—Sí, buena idea —dije secándome las lágrimas de los ojos. Desde que Natalia había empezado a salir con Álvaro, apenas entrenaba con ella y realmente lo echaba de menos.
Sin prolongar más nuestra agonía, mi madre y yo nos metimos en el coche con Kits y lo llevamos a la EPG, donde pasaría los seis siguientes meses.
Tres días después, mis padres, Cris y yo fuimos a la EPG para ver la gran prueba de Kits. Se notaba que era un día especial porque el aparcamiento estaba lleno de coches. Entramos en la sala donde normalmente dábamos las clases y vimos que la habían transformado por completo para la ocasión. Una valla muy larga de metal dividía la estancia en dos. En el lado donde estábamos nosotros habían dispuesto varias filas de sillas plegables donde la gente podía observar las pruebas. Tres de las sillas de la primera fila estaban reservadas para los «miembros del jurado» de la EPG, que ya estaban sentados, sujetando unas tablillas y la ficha de cada perro, donde anotaban sus impresiones. En el otro lado de la valla habían puesto todo tipo de objetos: una maceta con una planta grande, una rejilla de metal en el suelo, un felpudo, un coche de juguete, animales de peluche de esos que se mueven con pilas y hacen ruido, como un perro que ladra, un oso que toca los platillos y una rana que croa sin parar, y en medio, una silla donde se sentaría la persona encargada de supervisar la prueba.
Una mujer de la organización nos invitó a sentarnos y nos dio una copia del horario del día. Busqué el nombre de Kits con nerviosismo y vi que iba a ser el cuarto. A nuestro lado reconocí a muchas de las personas con las que habíamos compartido las clases durante los últimos meses. Bob nos vio y nos saludó con la cabeza. Él ya había pasado por esto varias veces y nos explicaba cómo iba a ser el proceso.
—Te recomiendo que disfrutes de la prueba y no te dediques a sacar fotos —me dijo al ver que preparaba mi cámara—. ¿Ves ese de ahí? Va a grabarlo todo y después te mandarán el vídeo a casa. Y esos tres que están ahí sentados —explicó— son los que evalúan a los perros y deciden si deben seguir su entrenamiento. Normalmente hacen un comentario breve al final de cada prueba y sabes más o menos cuál va a ser su decisión.
—Ah, gracias —contesté guardando la cámara en mi bolsa. Mucho mejor, así podría dedicar toda mi atención al proceso.
A las diez en punto comenzaron las pruebas y nos pidieron que nos mantuviéramos en silencio y procurásemos movernos lo menos posible.
El primer perro en salir fue el travieso de Linus. A Alicia, la enfermera, le habían pedido que se escondiera detrás de la última fila de sillas para que el perro no la viera o la pudiera olfatear. Di media vuelta y la observé. Sonreía mientras sacaba fotos sin parar de su perro, que acababa de entrar en la sala llevado por un chico que vestía una camiseta de la EPG. El chico lo colocó al otro lado de la valla, le soltó la correa y se fue. En cuanto Linus se vio libre, empezó a correr como un loco por toda la habitación, cogiendo los juguetes que había en el suelo y dando saltos. Un minuto más tarde, se acercó a la maceta, levantó la pata y empezó a hacer pis. Se oyeron unas risas y un «oh nooooo» general entre los que estábamos mirando. La persona que estaba sentada en la silla se levantó por fin y lo llamó varias veces, pero Linus parecía estar demasiado ocupado con tantas cosas nuevas. Una vez que consiguió que le prestara un poco de atención, le pidió que se sentara, se tumbara y después caminara a su lado, primero sin correa y luego, atado. Linus obedecía durante un minuto y después volvía a investigar todo lo que lo rodeaba. De pronto, el chico del principio volvió a meterse en la zona de pruebas, pero esta vez iba vestido con un traje de colores muy llamativos y un sombrero muy grande. En la mano llevaba un paraguas. La mujer acercó a Linus hasta el chico y cuando estaban a un metro, éste abrió bruscamente el paraguas delante del hocico de Linus. ¡El pobre perro se pegó un susto de muerte! Los jueces tomaban notas sin parar. Durante diez minutos más continuaron las pruebas, todas destinadas a valorar la capacidad de concentración y obediencia del perro, sometido a miles de distracciones. Después de recopilar la información necesaria, uno de los jueces hizo una señal y el chico entró de nuevo en la sala, esta vez con un atuendo normal, y se llevó a Linus. Mientras salía por la puerta todos aplaudieron.
—Es un homenaje a la familia que lo ha tenido en su casa —me explicó Bob al ver mi cara de confusión.
Los organizadores le dijeron a Alicia que podía ir a hablar con los de la EPG para discutir el futuro del perro y ella salió sin perder ni un minuto. Al igual que nosotros, llevaba varios días sin ver a Linus y estaba deseando estar con él y saber cuál iba a ser el veredicto final. En cuanto salió por la puerta, uno de los jueces comentó:
—Linus sufriría mucho si intentáramos convertirlo en perro guía. Será una buena mascota.
¡Alicia se lo podía quedar! Una punzada de envidia y esperanza me invadió. A lo mejor Kits tenía un mal día. A lo mejor él también acababa sufriendo si era perro guía.
El siguiente en hacer la prueba fue Tango, que la hizo muy bien, y después Kisko, el labrador negro hermano de Kits. A pesar de que se distraía un poco decidieron darle una oportunidad y que siguiera con su entrenamiento. Por fin le llegó el turno a Kits. Mis padres, Cris y yo nos escondimos detrás de la última fila de sillas, igual que había hecho antes Alicia. Kits entró en la sala con paso decidido y cuando el chico que lo llevaba le soltó la correa, se acercó a oler algunos de los juguetes desperdigados por el suelo. Una vez saciada su curiosidad, se acercó a la persona que estaba en la silla. Ésta se levantó y le ordenó que se sentara. Kits se sentó obedientemente. La siguió por toda la habitación superando con facilidad todos los retos que le iba poniendo. Alguien empezó a dar golpes muy fuertes con un cubo de basura y Kits tan sólo le dedicó unos segundos de su atención. Cuando le abrieron el paraguas en el morro, Kits levantó la cabeza sorprendido, pero no retrocedió ni tuvo miedo. En la sala metieron a otro perro para ver cómo reaccionaba y Kits se acercó a jugar, pero al oír la orden de que debía volver, no se lo pensó dos veces y regresó con la persona que lo llamaba.
Yo me mordía el labio sintiendo una mezcla de orgullo, nervios, impaciencia y temor.
Bob me miró y me levantó el dedo pulgar para indicarme que lo estaba haciendo muy bien. Sonreí, pero una vez más mis lágrimas me delataron y empecé a llorar. En ese momento mis últimas esperanzas se habían esfumado. Me di cuenta de que había perdido a Kits. Sabía que su destino era convertirse en perro guía y que nunca más estaría conmigo. Pero también sabía que jamás podría olvidarme de él y que, en mi corazón, siempre sería mi perro.
Al finalizar la prueba todos nos miraron y aplaudieron apasionadamente. Los jueces comentaron que habíamos hecho una gran labor y por fin nos dejaron ir a verlo.
Kits nos vio y empezó a dar saltos de alegría y a mover la cola rabiosamente, mientras nosotros cuatro lo abrazábamos, le dábamos besos, lo acariciábamos y llorábamos a moco tendido.
Una chica de unos treinta años que trabajaba para la EPG se acercó. Nos dio la enhorabuena y nos explicó que Kits había resultado ser uno de los mejores candidatos para perro guía. Su entrenamiento oficial empezaría al día siguiente y estaría allí unos seis meses hasta que superara las cuatro fases de aprendizaje y se lo pudieran adjudicar a la persona invidente que estaría con él durante los próximos diez años.
Se había terminado.
Nuestra vida seguía, pero Kits ya no iba a ser parte de ella.
Intentábamos estar orgullosos de lo que habíamos hecho. La gente nos felicitaba. Se suponía que era un gran momento. Pero yo me sentía vacía. El dolor era tan grande que no podía alegrarme. No podía entender si aquel sacrificio realmente merecía la pena. Yo quería a mi perro. No quería volver a casa sin él.
Nos despedimos por última vez de Kits y salí corriendo hasta el coche sin parar de llorar. Nadie dijo nada durante el camino de vuelta a casa. Nadie podía pronunciar ni una sola palabra. En cuanto llegué a casa fui a mi habitación y me tumbé en la cama sintiendo una horrible presión en el pecho que me hundía y me dejaba sin aire.
Saqué el móvil y les mandé un SMS a Natalia, a Mireia y a Pepe.
KITS VA A SER UN PERRO GUÍA.
En menos de un minuto recibí tres respuestas.
 , contestó Mireia.
ENHORABUENA, dijo Natalia.
ESTOY ORGULLOSO DE TI, dijo Pepe.
Pero yo no me sentía orgullosa. Lo único que sentía era un gran vacío.

CAPÍTULO 11




David. Noviembre de 2010
La reincorporación a las clases fue una de las pruebas más duras a las que me había enfrentado hasta entonces. Pasaron dos semanas antes de atreverme a dar el paso. Para prepararme, Laura y yo solíamos quedar en la facultad al caer la tarde, aprovechando que no había nadie, para poder practicar los distintos recorridos. Yo iba en autobús y ella siempre me esperaba en la parada con la carpeta debajo del brazo y las grabaciones de las clases que habían tenido por la mañana para que al día siguiente me las preparara y me fuera poniendo al día. Laura nunca me presionó. Decía que yo era el único que podía decidir cuándo quería volver y, aunque sabía que tenía razón, a veces creo que en el fondo deseaba que alguien me forzara, igual que había hecho Jenny con mi primera visita a la universidad.
Todos los días seguíamos la misma rutina. Yo me pegaba a ella como si fuera una lapa, con el brazo apoyado sobre sus hombros, igual que una pareja de novios, mientras visitábamos el edificio vacío. Ya me conocía de memoria todos los escalones, las puertas, los desniveles del camino, las mesas de las aulas... No tenía excusas para seguir retrasándolo, así que esa noche, antes de despedirme, le comuniqué mi decisión:
—Mañana voy a ir a clase.
—¿Mañana? —preguntó Laura sorprendida—. David, mañana tengo una cita con el médico y no voy a poder estar aquí a primera hora.
No había contado con eso. Me quedé pensando. ¿Podría hacerlo yo solo? Supuse que no tendría ningún problema para encontrar el aula, pero eso implicaría tener que ir con el maldito bastón y anunciar a todo el mundo lo que me había pasado. Por otro lado, sabía que retrasarlo no me ayudaría en nada. Algún día debía hacerlo y ese momento había llegado. No quería dar marcha atrás. Debía vencer mis miedos y demostrarme a mí mismo que no era un cobarde.
—Pues lo haré solo —contesté con determinación.
—¿Estás seguro?
—Sí, segurísimo.
Aquella noche no pude dormir. Creo que jamás había estado tan nervioso en mi vida. Nervioso, asustado y con unas expectativas que no sabía si se iban a cumplir. Me sentía como un niño pequeño a punto de empezar el curso en un colegio nuevo. Había dispuesto la ropa, repasado mentalmente el recorrido, pensado en qué me dirían y qué contestaría. ¿Estaba realmente preparado? Muy pronto lo averiguaría.
Llegué a la facultad sin ningún problema. Avancé despacio por el pasillo, moviendo mi bastón tan discretamente como pude. A lo lejos empecé a oír las voces de mis compañeros. Me acerqué a la puerta del aula y nada más cruzarla se produjo un silencio total. La sensación de que todo el mundo me miraba era deprimente. «No lo pienses, sigue», pensé. Recorrí el pasillo hasta mi asiento en la primera fila y percibí algunos cuchicheos. Me saludaron algunas personas y, al no poder identificar sus voces, me limité a responder de forma automática con un «buenos días» bastante inexpresivo. Extendí el brazo derecho y toqué el borde de la mesa de la primera fila de pupitres. En uno de mis recorridos con Laura, había cortado con una cuchilla una muesca en la madera, apenas perceptible. Fue suficiente para identificarla. Cuando puse el ordenador portátil en la mesa y me senté, respiré aliviado. Lo peor había pasado. Entonces lo oí. Alguien había iniciado un tímido aplauso. Pronto fue seguido por otro, y otro más hasta que la ovación, todavía me da vergüenza recordarlo, fue general. Gritos de ánimo, aplausos y silbidos que se prolongaron hasta que me puse de pie.
—Espero que no hagáis lo mismo cada vez que entre en clase —dije.
Aunque mi voz había sonado un tanto quebrada, la carcajada fue general. La risa del profesor también se oyó a través de la megafonía del aula. Luego pidió silencio y comenzó con el tema del día. Ayudado con el sistema de lectura de pantalla que había instalado en el ordenador, pude tomar los apuntes que más tarde complementé con una grabación de la clase.
Terminó la clase y empecé a recoger mis cosas con una sonrisa de satisfacción en la cara. Noté que alguien se acercaba y oí una voz familiar.
—¡Has estado genial! —me dijo Laura.
—Pero ¿tú no tenías hora en el médico? —pregunté.
—Sí, pero la cancelé. No podía perderme esto —confesó riéndose—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor que nunca —sonreí mientras me levantaba, y salimos del aula con mi brazo apoyado en su hombro.
Realmente nunca me había sentido mejor. Era como si hubiera realizado una gran proeza, como si a partir de aquel momento nada pudiera detenerme. Sabía que el mérito no había sido mío. Si estaba ahí se lo debía a mis padres, a mis amigos, a Jenny y, sobre todo, a Laura. Pensé en ella. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Durante el curso anterior seguro que nos habíamos cruzado en innumerables ocasiones, pero era incapaz de ponerle cara. Si no hubiera sido por el accidente, es probable que jamás nos hubiéramos interesado el uno en el otro. ¿Interesado? No, no era interés, era ayuda mutua. Nada más. Cuando la conocí, me parecía todo un enigma que gastase su tiempo en ayudar a alguien como yo y, al preguntarle por qué lo hacía, Laura me explicó que con su labor de voluntaria conseguía créditos y así podía mantener su beca. Supongo que no era un mal trato.
Fuimos juntos hasta el bar y, para mi alivio, nadie dejó de hablar cuando entramos. Pepe, el encargado, me saludó y noté un tono de inseguridad en su voz.
—¿Qué vais a tomar, Laura?
—Ponme una coca-cola y una pulguita de salmón y queso —pidió ella.
Antes de que a mí me diera tiempo de decir algo, Pepe volvió a hablar dirigiendo a Laura su pregunta.
—¿Y él, qué tomará?
—No sé —respondió Laura—. Si le preguntas igual te contesta. Ha perdido la vista, no el oído.
Lola y Jorge estaban en una mesa y nos invitaron a sentarnos con ellos. Iba a presentarles a Laura, pero al parecer ya se conocían. «Claro», pensé recordando que todos habían participado en mi encerrona para llevarme de vuelta a la facultad.
—¿Y Róber? ¿Dónde lo habéis metido? —pregunté.
—Está haciendo fotocopias —contestó Laura—. No creo que tarde mucho en llegar. Mira, ahí viene.
De forma natural volví la cabeza en dirección a la entrada.
—¿Dices que viene? No lo veo —contesté sonriendo.
—Porque no te fijas —siguió la broma Jorge.
Seguimos hablando y bromeando hasta que Jorge, Lola y Róber se despidieron para ir a su próxima clase. A mí todavía me quedaba una hora libre. Laura también me dejó para hacer no sé qué papeleos en secretaría, aunque me prometió que no tardaría mucho.
Me quedé solo, con mi café, sin saber muy bien qué hacer. Al poco rato oí una voz que reconocí inmediatamente e hizo que me pusiera en tensión.
—Hola, David —dijo—. ¿Me puedo sentar contigo?
Era Claudia.
Sin darme tiempo a contestar ocupó el asiento de al lado y dejó el vaso sobre la mesa. Por el olor que me llegaba supe que se trataba de su café con leche habitual.
—Lamento lo ocurrido y me alegra que te hayas incorporado a las clases. ¿Cómo te va todo?
—Gracias, Claudia. Bueno, supongo que no demasiado mal dadas las circunstancias. Al final terminas por aceptar la dura realidad.
—Sí, supongo que sí, pero cuando te vi antes, acompañado por esa chica... ¿Cómo se llama?
—Laura, se llama Laura y me está ayudando bastante. No solamente me ayuda a moverme por la facultad. También me echa una mano con los apuntes, los escanea y los pasa a formato digital para que pueda leerlos en el ordenador... —contesté sin saber muy bien por qué le daba tantas explicaciones.
—Ya, todo muy interesante. Y... ¿por qué lo hace?
—Hay personas, Claudia, que hacen las cosas sencillamente por ayudar a los que lo necesitamos —dije sin añadir que también le daban créditos.
Ella se calló unos instantes y pareció dudar antes de seguir hablando. Ya la conocía lo suficientemente bien como para saber que algo estaba maquinando.
—Es muy mona, David. Hacéis muy buena pareja.
—Gracias, Claudia, pero su aspecto no me preocupa lo más mínimo, además, entre nosotros no hay nada...
Me interrumpí antes de decir la palabra «todavía» con la que pensaba finalizar la frase.
—Sigue, David. ¿Por qué te callas? Decías que entre vosotros no hay nada. ¿Nada especial? ¿Nada más que una relación profesional? Nada... ¿todavía?
—No hay nada. Y punto. Claudia, no le busques tres pies al gato.
—Pues es una lástima. No sabes lo que te pierdes, porque ella es muy guapa.
—Sí, ya lo has dicho —contesté y decidí ponerme a la defensiva—. Y además ¿a ti qué te importa? Parece que estás celosa.
—¿Debería estarlo? Antes de tu accidente pensé que estábamos saliendo.
—¿Ah sí? —Enarqué las cejas y mi voz tomó un tinte serio—. No recuerdo ni una sola llamada, ni una sola visita tuya para preguntar por mi estado.
—David, entiéndelo. De alguna manera me sentía culpable por lo ocurrido. Después comencé a salir con Mike... Pero eso duró muy poco. Es un estúpido.
—Sí, ya lo sabía. No sabes la pena que me da —comenté irónicamente—. En cualquier caso, Claudia, si hubo algo entre nosotros, eso ya pasó. Ahora tengo una vida nueva y necesito acostumbrarme a ella.
El tono de Claudia cambió rápidamente. Quizá no esperase mi respuesta.
—Pues que te vaya bien con esa tal Lucía o como se llame.
Claudia se levantó y en su ímpetu tiró la silla, que no se molestó en recoger. Yo, que pretendía pasar lo más inadvertido posible, me había convertido una vez más en el centro de todas las miradas. Mi primer día se convirtió en una carrera de obstáculos y, afortunadamente, conseguí superarlos todos sin derribarlos.


Los meses siguientes pasaron rápidamente y en las vacaciones de Semana Santa había logrado ponerme a un nivel bastante aceptable en relación con el resto de mis compañeros de clase. Laura seguía teniendo un papel importante, muy importante en mi vida. Notaba que sentía una gran atracción hacia ella y, aunque ella siempre trataba de marcar distancias, tenía la intuición de que los sentimientos eran mutuos. Fue una tarde del mes de abril, mientras nos encontrábamos en la asociación de alumnos y Laura se esforzaba por describirme unas gráficas sobre estudio general de medios, cuando decidí hablar de temas más serios.
—David, no sé en qué estarás pensando, pero tengo la sensación de que no me haces ni caso —protestó Laura.
—Laura, hace una tarde buenísima. Todos están fuera y tú y yo aquí, enfrascados en estas ridículas estadísticas. ¿Por qué no damos una vuelta?
—Estas ridículas estadísticas, como dices tú, es muy probable que sean pregunta de examen. Y sé perfectamente que las matemáticas no son lo tuyo. Para llegar a donde estamos, hemos trabajado mucho y no pienso tirarlo todo a la basura por un simple paseo.
—Laura —mi voz sonó temblorosa—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Sí, claro. Ya sabes la frase: «Medio mundo pregunta y el otro medio no sabe las respuestas».
—¿Por qué haces esto?
—¿Por qué hago el qué?
—Pues... el estar conmigo, acompañarme a las clases, ayudarme con los temas. Bueno, creo que sabes a qué me refiero.
—Me gusta ayudarte, David. Además, de esta forma me centro más en mis estudios y ya sabes que, si no consigo los créditos, me pueden quitar la beca.
—¿Solamente por eso? Para mí, Laura, significas mucho. Creo, creo que...
Laura me interrumpió. Su voz sonó dulce, pero firme.
—No sigas, David. Por favor, no confundas tus sentimientos ni la relación que mantenemos. Llevamos varios meses juntos y se ha creado una situación de dependencia. Yo te ofrezco mi ayuda y créeme que también recibo mucho a cambio, pero, David, tengo que ser muy clara: no estoy enamorada de ti. Tampoco tú lo estás de mí y de eso te darás cuenta cuando encuentres a una chica a la que quieras de verdad.
Me sentí herido y respondí con toda la rabia de que era capaz.
—Es porque soy ciego, ¿verdad? Puedes decirlo sin rodeos. Tú nunca saldrías con alguien como yo.
—Eso ha sido un golpe bajo y creo que no me lo merezco —respondió ofendida—. Mira, te prometí que nunca te mentiría. Tú tienes muchas cosas buenas, pero tu carácter no encaja con el mío. Nada más. Cuestión de compatibilidades. La ceguera no tiene nada que ver con mi decisión. Hace tiempo que quería decirte algo y creo que ha llegado el momento. Una vez que termine este curso, tendrás que arreglártelas sin mí. No voy a ser tu niñera toda la vida.
Pensé en lo que me decía y me arrepentí de inmediato de la contestación que le acababa de dar. ¿Estaba enamorado de Laura o confundía mis sentimientos? ¿Cómo sería toda una vida junto a ella? Y ¿cómo sería sin ella? ¿Quién me llevaría a las clases? Pensé en estas preguntas hallando paradójicamente en ellas mismas la respuesta. Quizá tuviera razón. Quizá fuera solamente dependencia y no amor.
—Laura, disculpa. Yo no quería... Por favor, no me dejes. No quiero llegar todos los días a clase empuñando el bastón. Sabes que es algo superior a mí. Contigo voy mucho más rápido y me siento más seguro.
—Sí, es cierto, pero mi decisión ya estaba tomada y la verdad es que hasta ahora no sabía cómo decírtelo. —Laura apoyó la mano sobre mi hombro—. He hablado con Jenny y a ella se le ocurrió una buena sugerencia. ¿Por qué no pides un perro guía?
¿Un perro guía?
De regreso a casa, después de recibir mis primeras calabazas como ciego, me quedé pensando en la idea. No era la primera vez que había sacado el tema. Por supuesto que había oído hablar de los perros lazarillo y de la magnífica labor que hacían. ¿Sería cierto? La idea me resultaba muy atractiva. Siempre me habían gustado los perros. Lo comenté en casa durante la cena y por la reacción tan positiva de mis padres y el entusiasmo de Silvia sospeché que, una vez más, Jenny ya había hecho sus propias indagaciones. Laura no habría propuesto algo así sin consultar con Jenny y tantear el terreno entre las dos con mi familia. Un perro podría ser una buena fuente de discusiones si en casa eran reacios a tener un animal.
Al día siguiente solicité información sobre el tema. Me informaron de que tendría que superar unas pruebas de orientación y movilidad y conseguir una serie de informes médicos y psicológicos que evaluarían en el centro de adiestramiento. Con estos informes no sólo determinarían si era un buen candidato para tener un perro, sino también qué tipo de perro se adaptaría mejor a mi carácter, movilidad y entorno.
Después de un sinfín de papeleos y entrevistas que me parecieron interminables, recibí la gran noticia. Me habían aceptado y me invitaban a pasar un mes en la escuela de entrenamiento, donde conocería a mi nuevo compañero. Juntos aprenderíamos a movernos y a compenetrarnos. Para que no afectase a mis estudios, decidimos que iría en julio, en cuanto terminase los exámenes finales.


Y era justo ahí donde me encontraba esa mañana, sentado en la cama de mi habitación de la EPG, muerto de ganas de conocer a mi perro. Había llegado el día anterior y había conocido a Richi, que sería mi instructor. Nada más llegar me presentó a mis compañeros de curso y de inmediato hicimos las primeras prácticas con el arnés y sin perro. Recorrí las instalaciones agarrado al arnés mientras Richi actuaba igual que lo haría mi futuro perro. ¡Incluso en alguna ocasión llegó a ladrar! No me dijo nada sobre el perro, ni siquiera cómo se llamaba. Al día siguiente me pidió que me quedara en mi cuarto mientras él iba a buscarlo.
Estaba con los nervios a flor de piel. En unos minutos conocería a mi nuevo amigo.

CAPÍTULO 12




Blanca. Julio de 2011
Me resultó muy difícil acostumbrarme a vivir sin Kits. Durante muchas semanas, al volver del colegio, esperaba que apareciera corriendo por los pasillos para recibirme. Si cerraba una puerta, siempre miraba al suelo para asegurarme de que no le había pillado la cola, pero él ya no estaba y su vacío se percibía en toda la casa.
Noté que además tenía mucho más tiempo libre. Tenía que conseguir llenar las horas que había empleado en pasearlo, entrenarlo y llevarlo a las clases, de alguna manera que no fuera preguntándome cómo estaría y si se acordaría de mí tanto como yo de él.
A mi madre le preocupaba verme tan deprimida. Se sentía culpable por haber tenido la idea de apuntarnos al programa y me preguntó en varias ocasiones si quería un perro propio, uno que nunca tuviéramos que devolver. Le dije que no, que de momento no podía pensar en otro cachorrito hasta no saber seguro que Kits se iba a graduar y empezaba a trabajar. Supongo que en algún lugar dentro de mi corazón todavía mantenía la esperanza de que me lo devolvieran. Era una esperanza totalmente infundada, ya que de vez en cuando recibíamos una carta de la EPG informándonos de los progresos que hacía Kits y nada parecía indicar que no fuera a terminar su entrenamiento. Más bien todo lo contrario. Su entrenador estaba muy contento con el ritmo al que aprendía y aseguraba que prometía mucho en su nueva carrera.
Kits había progresado mucho en los seis meses que llevaba allí. Había aprendido a andar con el arnés por las aceras transitadas de la ciudad y por carreteras con mucho tráfico y sin arcén. Sabía que tenía que retroceder cuando se acercaba un coche y ser capaz de desobedecer las órdenes cuando éstas ponían en peligro a su compañero. Aprendió a indicar cuándo había un desnivel en el terreno o un escalón, a subir en el ascensor, a ir en metro y en autobús. Tenía que considerar si había algo bajo que le pudiera dar a su dueño en la cabeza o si llegaban a un obstáculo que tenían que rodear. Aprendió que, mientras trabajaba, no podía distraerse con otros perros, ni con las grúas y la actividad de una construcción, ni asustarse con las ambulancias o los bomberos que pasaban a su lado con sus ensordecedoras sirenas. Y tenía que hacerlo siempre bien. En su trabajo no había lugar para errores. La seguridad y la vida de una persona dependían de él, y él debía responder ante todos estos retos y muchos más.
Después de su jornada intensa de trabajo, le quitaban el arnés y Kits volvía a ser el perro de siempre. Jugaba con los otros perros de la EPG, y corrían, saltaban, se perseguían y mordían los juguetes. Pero él sabía que en cuanto lo volvieran a necesitar, tenía que estar listo, hiciera frío o calor, estuviera despierto o dormido.
Leer aquellos informes me ayudaba a entender el proceso y me enorgullecía de haber sido parte de él. Kits tenía casi dos años y ya era capaz de trabajar con más seriedad y disciplina de las que algunas personas conseguirían en toda una vida. «Recuerda, Kits estará con alguien que realmente lo necesita.» Me repetía las palabras de Pepe una y otra vez, intentando que compensaran el dolor de no tener a Kits a mi lado.
Según los informes, en unos días estaría listo para conocer a la persona a la que lo iban a asignar, y yo me preguntaba quién tendría la gran suerte de quedárselo. ¿Sería un hombre o una mujer? ¿Lo sacaría a pasear? ¿Lo querría tanto como lo habíamos querido nosotros? Se suponía que una vez que ambos se graduaran, nos invitarían a la ceremonia y tendríamos la oportunidad de conocer a su nuevo dueño. Estaba segura de que ese día me moriría de celos, pero por lo menos volvería a ver a mi perro.
Había intentado convencer a Rachel y a los de la EPG de que me dejaran ir a verlo o me permitieran traerlo a casa aunque sólo fuera un fin de semana, pero la respuesta siempre había sido negativa. Si lo hiciera, retrasaría su adiestramiento y perderían mucho terreno ganado.
Así que ahí estaba yo, en casa, mirando las miles de fotos que le había hecho y abrazándome al perro de peluche que me había regalado Cris hacía unos días.
—Toma —me dijo, ofreciéndome el muñeco cuando entró en mi cuarto—. Lo vi en la tienda de juguetes y me recordó mucho a Kits. Y además, como no te regalé nada cuando cumpliste dieciocho años...
Era un peluche de un labrador amarillo, con las orejas largas y la barriguita gorda. Lo abracé y me lo llevé a la cara para sentir su pelo suave.
—Gracias —contesté con una sonrisa—. ¡Es justo lo que necesitaba!
Cris también sonrió, contenta de haber podido ayudarme. La miré. Se parecía mucho a mí, con sus ojos oscuros y el pelo largo. Con la mano derecha empezó a retorcer la parte de debajo de su camiseta, como cuando era pequeña y retorcía la manta en los momentos en los que se sentía insegura, o si nuestros padres habían salido a cenar y echaba de menos sus besos de buenas noches. Al ver su gesto, me di cuenta de que yo me había pasado las últimas semanas ahogándome en mi propia tristeza, envuelta en mi eterna nube gris, sin advertir que mi hermana pequeña también echaba mucho de menos a Kits y necesitaba a alguien que la ayudara a salir de su propio bache.
—¿Qué te parece si salimos a tomar un helado? —le pregunté.
—¡Genial! —dijo—. ¿Invitas tú? Es que me he gastado todos mis ahorros en el perro —confesó.
—Por supuesto —contesté—. Vamos.
Nos disponíamos a salir cuando de pronto recordé que había quedado con Pepe para ir a mirar una tienda de antigüedades. Era pronto, un sábado por la mañana, así que pensé que podría llamarle. Seguro que lo entendería.
—Espera un segundo —le dije a Cris—. Tengo que hacer una llamada.
Pepe no sólo lo entendió perfectamente sino que se ofreció a llevarnos a la heladería italiana del puerto deportivo.
—Acabo de hablar con Pepe y dice que si queremos, él nos lleva —le expliqué a Cris.
—¿El chico ese tan raro? —me preguntó.
—Sí, pero no es un chico raro —dije un poco molesta por su comentario—. Es un tío estupendo, ya verás.
Pepe vino a recogernos en su destartalado vehículo, un Mustang blanco del año de la tos que renqueaba en cada curva y chirriaba cada vez que le pisaba el freno pidiendo clemencia y que le dejaran descansar en el depósito de coches jubilados. Con el dinero que ganaba con sus trueques de chatarra, Pepe podría haberse comprado algo mejor, pero a él le gustaba tener aquella reliquia automovilística. Decía que ya no los hacían como antes, que tenían valor histórico y merecía la pena repararlos. ¿Quién sabe? A lo mejor tenía razón. A mí en realidad me parecía un lujo tener un amigo que me pudiera llevar de un lado a otro en algo que no fuera una bicicleta o un barco de vela. Cuando salió del coche, le presenté a mi hermana y le dio un par de besos. Recordé la primera vez que sentí sus mofletes sudorosos y la sensación de rechazo que me había producido. Confiaba en que Cris no le pusiera caras raras y le diera por lo menos una oportunidad para conocerlo antes de juzgarlo. Para mi alivio, mi hermana no se inmutó. Le saludó amablemente y los tres nos metimos en el coche.
—Mira lo que me acaba de regalar Cris —le dije a Pepe mostrándole el perrito de peluche que seguía sujetando entre mis brazos—. ¿A que es monísimo?
—Qué detalle, Cris —dijo Pepe—. Blanca, vaya suerte tienes con una hermana así.
Cris se estiró en su asiento al oír el elogio. «Vamos por buen camino», pensé.
Bordeamos la carretera de la costa y bajamos hasta el puerto deportivo. Hacía un día maravilloso, con el cielo de un color azul intenso. La gente caminaba por el paseo marítimo mirando los barcos atracados en los pantalanes. En la bahía se veían algunos barcos de vela ligera que aprovechaban para navegar con el viento fresco de tramontana que soplaba del norte. Pensé en Luis y en las travesías a las que lo había acompañado durante los pocos meses que salimos. Seguro que estaría en el mar con Javier, haciendo trapecio y luchando contra las olas para robarle unos segundos al viento.
Llegamos a la heladería italiana que habían abierto hacía menos de un año. El sitio estaba a rebosar de gente, pero Pepe se las arregló para abrirse paso entre la multitud con sus pesados andares y consiguió una mesa justo al lado de los ventanales.
—Sentaos aquí, que voy a pedir los helados —dijo—. ¿Te gustan las sorpresas? —le preguntó a Cris.
—Sí, me encantan —contestó mi hermana mientras ella y yo poníamos nuestras cosas en la mesita de metal y nos sentábamos obedientemente.
Al cabo de unos minutos, apareció Pepe con dos copas inmensas llenas de helado y nata, con una guinda encima, como esas que piden los turistas en las terrazas de los paseos y que luego tardan horas y horas en intentar terminar.
—¡Qué pasada! —exclamó Cris con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja. ¿Helado justo antes de comer? No se le ocurría nada mejor... Pepe había terminado de ganarse su admiración. Más tarde ya le explicaríamos a mi madre por qué no teníamos hambre.
—Un momento, que aún hay más —dijo Pepe. Volvió a la barra y regresó con un banana split, con sus tres bolas gigantes de helado, plátano, nata y sirope de chocolate por encima—. Seguro que estas dos señoritas necesitan un buen motivo para alegrarse el día —dijo Pepe sonriendo.
Los tres cogimos las cucharas y empezamos a atacar nuestros helados. Pepe tenía razón, no hay nada mejor que un helado, un buen día, una buena vista y la compañía de la gente a la que quieres para ver la vida de otra manera.
Durante los primeros diez minutos estábamos demasiado ocupados para decir ni una palabra. Nos esmerábamos en vaciar nuestras copas entusiasmados. Cris comía como si tuviera hambre de tres días. A pesar de lo delgada y pequeña que era, no había helado que se le resistiera. Pepe probó todos los helados de forma metódica y cuando terminó, volvió a comer del primero para decidir cuál le gustaba más.
El sitio estaba lleno, pero apenas notábamos los empujones que nos daba la gente que estaba de pie a nuestro lado. De pronto, justo cuando me había metido una buena cucharada en la boca, oí una voz a mi espalda:
—Hola, Blanca —dijo—. Qué sorpresa verte por aquí.
Me di la vuelta y ahí estaba Luis con su inseparable Javier. Tenía el pelo mojado y llevaba en la mano una bolsa naranja impermeable. Vestía unos pantalones cortos azules y un polo de alguna de las regatas en las que había participado. Con la boca aún llena, contesté:
—¡Luis! —Noté que al hablar había escupido un poco y esperé que no se diera cuenta.
Luis sonrió, después saludó a mi hermana y miró a Pepe con curiosidad y descaro, como solía hacer mucha gente al ver el aspecto peculiar del muchacho. Pepe ya estaba acostumbrado a esas indiscreciones y no les prestaba atención. Se levantó, le extendió su mano regordeta y pegajosa y se presentó:
—Hola, soy Pepe —dijo con su voz aguda—. Tenéis aspecto de venir de navegar. ¿Hace buen viento ahí fuera?
—Sí, hace un día buenísimo —contestó Luis algo sorprendido de descubrir lo extrovertido que era aquel chico tan grande—. Yo soy Luis y éste es Javier. —Javier hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo y comentó que se iba a poner a la cola para pedir algo. Luis me volvió a mirar—. No sé si te contó Mireia que hoy doy una fiesta en mi casa. ¿Al final vas a venir?
¡Ah, Mireia! ¿Cómo no me lo iba a decir? Me lo estuvo repitiendo durante toda la semana, en persona, por teléfono, por Tuenti y en Facebook. Se empeñaba en que no podía faltar, que Luis había insistido mucho, que no fuera tonta, que ella sabía que a mí todavía me gustaba, que blablablá... Y yo siempre le contestaba con un «ya veremos» porque sabía cómo acababan esas fiestas cuando Mireia estaba por medio. Sabía que me marearía toda la noche con codazos, miraditas, indirectas y presiones, que acabaría metiéndome en una encerrona con Luis en un cuarto donde no hubiera nadie salvo él y yo... Bueno, yo a lo mejor terminaba cayendo de nuevo en el mismo error. Y eso era lo último que quería. Las segundas partes nunca fueron buenas. Si algo no funciona, es mejor dejarlo. Pero ahí estaba Luis, más guapo que nunca. Estaba a punto de decir que sí y en el último segundo cambié de opinión.
—Lo siento, pero es que Pepe y yo ya teníamos otros planes —contesté. Miré a Pepe esperando que no le pareciera mal que lo usara de tapadera.
Luis pareció sorprendido. Noté que debía de estar preguntándose qué habría entre Pepe y yo.
—Bueno, otra vez será —dijo y se fue con su amigo Javier a pedir un helado.
Cuando se alejaron lo suficiente para que no nos pudieran oír, Cris dijo:
—No entiendo por qué no vas. Si me lo preguntara a mí, no dudaría ni un segundo.
—Porque tengo cosas mejores que hacer —contesté mirando a Pepe—. Pepe, ¿quieres que hagamos algo esta noche? ¿Tenías algún plan?
—En realidad sí, tenía otros planes de lo más emocionantes, como quedarme en casa a ver la tele o lijar ese mueble de cajones que compré el otro día, así que... encantado —dijo guiñando el ojo.
Salimos de la heladería y cuando Pepe nos iba a llevar de nuevo a casa, se me ocurrió una brillante idea:
—Pepe, de camino a mi casa, ¿te importaría pasar por delante de la EPG? —le pregunté—. No quiero entrar, sólo pasar por delante a ver si por casualidad están paseando a Kits o vemos a alguien. Creo que ya han llegado los nuevos estudiantes y muy pronto les van a asignar a sus perros. Sólo un minuto, ¿vale? ¿Por favor?
—«De camino» quiere decir dando un rodeo de cinco kilómetros, ¿no? —se burló de mí—. Bueno, no, no me importa nada. Vamos.
En el coche noté que el corazón empezaba a latirme con fuerza. No había pasado por la EPG desde que habíamos dejado a Kits hacía ya casi seis meses. ¿Qué haría si lo veía? ¿Saldría corriendo a abrazarlo? ¿Me reconocería? El camino se me hizo eterno y parecía que todos los semáforos rojos se habían confabulado contra nosotros. Por fin, a lo lejos, distinguí el edificio blanco de tejas rojas y el cartel de la entrada de la EPG con el logo del perro en un arnés.
Pepe bajó la marcha y empezó a conducir muy despacio por el arcén. En la zona de las rosaledas, vi a una señora que llevaba a un pastor alemán con un arnés. Dos furgonetas en las que llevaban a los perros de un lugar a otro para practicar estaban aparcadas junto a la clínica veterinaria. A lo lejos había varias personas hablando cerca de un coche, una de ellas, un chico joven, llevaba un bastón blanco en una mano y con la otra se agarraba al brazo de la mujer que tenía a su lado. Pero no había ni rastro de Kits.
—Yo no veo a Kits por ninguna parte ¿y tú? —dijo Cris.
—No, yo tampoco —contesté con un tono de desilusión en mi voz.
—Oye —dijo Cris—. ¿Por qué no te cuelas un día y vas a visitarlo? Al fin y al cabo, si está con un ciego, no te verá, ¿verdad?
—¡Ja, ja, ja! Sí, claro, qué idea más brillante —solté una carcajada al oír su ocurrencia. Me imaginé metiéndome por la noche en la EPG y buscando por todas partes a mi perro, escondida entre los arbustos o disfrazada de cubo de basura para que no me vieran. Me dejé caer en el respaldo de mi asiento y sonreí.
Porque eso era exactamente lo que pensaba hacer.

CAPÍTULO 13




David. Julio de 2011
Mientras Kits y yo nos dirigíamos al comedor, recordé cómo habíamos progresado desde la mañana, diez días atrás, en la que yo esperaba sentado en la cama a conocer a mi nuevo compañero. Nadie nos había dado ninguna información previa sobre el perro que teníamos adjudicado, y mi curiosidad, como la del resto de mis compañeros, era cada vez mayor. En aquellos momentos, los diez minutos de espera se me hicieron interminables y, cuando por fin Richi llamó a la puerta, mi corazón se aceleró.
—¿Podemos pasar?
—Sí, pasa —respondí con un temblor en la voz.
—David, te presento a Kits. Extiende la mano y deja que te huela. Ésa es su forma de conocerte. Kits es un labrador amarillo de dos años de edad, y creo que es uno de los mejores perros con los que he trabajado. Su comportamiento social es excelente y parece que lo han educado especialmente para ti. Estoy seguro de que vais a formar un magnífico equipo.
Extendí la mano tal y como Richi me había indicado y, de inmediato, noté el tacto de una trufa fría olisqueando mis dedos. Kits me mostraba su afecto lamiéndome el dorso de la mano.
—Mira, parece que le has gustado. ¿Notas cómo mueve el rabo?
Escuché el rítmico toc, toc, toc del rabo de Kits al golpear contra el suelo y asentí con la cabeza para evitar que la emoción del momento le jugara una mala pasada a mi voz. Puse la otra mano sobre la cabeza de Kits y recorrí su hocico, las orejas caídas y el cuello. Su pelaje era corto pero suave. Kits se dejaba acariciar sin mostrar desconfianza alguna. El nudo que sentía en mi garganta apenas me permitía hablar y cuando abracé al perro y apoyé la cabeza sobre su cuello, oí como se cerraba la puerta de la habitación. Richi nos había dejado solos para no enturbiar ese momento mágico. Kits me lamió la cara y se llevó el sabor salado de una lágrima. No supe el motivo, pero algo me decía que no era la primera vez que él vivía una situación similar. A partir de ahí, empezó el duro trabajo que comenzaba cada día después del desayuno.
Habitualmente yo era el primero en llegar al comedor y esa mañana no fue una excepción. Cuando encontré mi asiento comprobé que Isabel, la camarera, ya tenía la mesa puesta, las cestitas con los bollos y el servicio de mantequilla y mermelada. Kits, de inmediato, se tendió a mis pies y saludó con un breve meneo de cola la llegada de Isabel.
—Buenos días, David. Hola, Kits. ¿Has dormido bien?
—Hola, Isabel, buenos días. Kits y yo hemos dormido perfectamente, gracias. Veo que todavía no ha llegado nadie.
—Nadie. Sois los primeros. ¿Café con leche y una tostada?
—Sí, por favor. ¿Puedes ponerle un poco de tomate?
—Eso está hecho, mi niño —respondió con su gracejo andaluz—. Mira, creo que acabo de oír a Richi. Debe de estar fuera hablando con alguien.
Al instante, Richi y Tina pasaron al comedor. Tina se sentó a mi lado y Kira, su perra, olisqueó a Kits antes de tumbarse.
—¡Buenos días! —saludaron Tina y Richi a dúo.
—Buenos días. ¿Adónde nos vas a llevar hoy, Richi?
—Para seguir el programa, hoy comenzaremos a trabajar en la ciudad. Practicaremos una ruta fácil y, si todo va bien, a media mañana complicaremos la cosa practicando algunos cruces difíciles.
—¡Ay Richi, no nos asustes! —protestó Tina—. Que mi reina mora y yo, en el pueblo, no tenemos de esas cosas.
Tina vivía en un pueblo de Extremadura y habíamos congeniado de inmediato. Kira, la «reina mora» como ella la llamaba, era la amiga preferida de Kits. Esto confirmaba el tópico de que perros y usuarios siempre terminan por parecerse. Por si fuera poco, los dos perros también eran hermanos de camada. En unos minutos fueron llegando los demás alumnos acompañados de sus perros y, a pesar de que sólo éramos siete personas, contando a Richi, por el ruido que hacíamos cualquiera habría dicho que éramos un enorme grupo de sordos. La voz de Richi hizo que todos nos calláramos para poder escucharle.
—Chicos, tenéis quince minutos para terminar el desayuno. Ya he hablado con Belén y he quedado en que a las ocho y media estaríamos todos en el autobús. Pilar, especialmente tú. Por favor, no lleguéis tarde.
Pilar era una alumna a la que habían asignado otro de los labradores. Completaba el grupo de Richi, del que Tina y yo también formábamos parte. Belén era la otra instructora: pequeña, vivaz y de un carácter muy alegre, aunque yo tenía la impresión de que si se enfadaba, debía de ser terrible. Ella formaba equipo con Richi y no era raro que en la misma mañana trabajásemos con uno u otro de manera indistinta. Por las tardes lo más habitual eran las clases teóricas.
Kits y yo subimos al autobús a la hora prevista y, como siempre, nos tocó esperar a que Pilar se decidiese a venir. Al final fue Richi quien tuvo que ir a buscarla. Media hora después, Kits y yo caminábamos por una acera bastante ancha y poco transitada con el ruido de los vehículos a nuestro lado.
—Bien, David, sigue así —dijo Richi, que iba unos metros por detrás de nosotros—. ¿Notas cómo el asa transmite los movimientos de Kits? ¿Percibes los cambios de ritmo en su velocidad? David, por favor, no te cuelgues del asa y mantén la tensión de guía, que ya llevamos muchos días de trabajo para que caigas en esos errores.
—Sí —respondí adelantando un poco mi posición con respecto al perro—, pero... ¿por qué nos hemos desviado ahora? No parecía que viniese nadie de frente.
—Había una moto aparcada en medio de la acera. Kits la ha esquivado y luego ha recuperado la línea que llevabais antes. Kits ha actuado bien y debes premiarle con la voz. Recuerda que ésa es su mejor motivación.
—¡Bien, Kits! ¡Muchacho, muy bien! —le dije tratando de que mi voz sonase afectuosa.
De inmediato el rabo del perro tomó velocidad agradeciendo de esta manera mi comentario. Mientras Kits me desplazaba a toda velocidad tenía la sensación de ir volando. Todas las referencias que antes recibía con el bastón habían cambiado. Ahora la información me llegaba a través del asa y comprobé que, a pesar del poco tiempo que llevábamos juntos, no necesitaba mantener una excesiva concentración en la ruta. Eso sin contar con el alivio que suponía poder dejar el bastón, al que no había terminado de acostumbrarme. Richi ya me lo había avisado. «David, con el bastón se camina. Con el perro guía se pasea.»
Esa mañana apenas nos dio tiempo para practicar los cruces porque Richi se dedicó un buen rato a ayudar a Pilar, mientras Tina y yo esperábamos sentados en una terraza bebiendo una coca-cola. A la una de la tarde habíamos quedado con Belén y sus alumnos para volver a la escuela. Nos anunciaron que después de comer tendríamos una clase sobre comportamiento animal, que me pareció mucho más interesante que el rollazo que nos habían dado dos días antes sobre nutrición canina.
—Hoy os daré yo la charla —dijo Belén— y espero que no se me duerma nadie. ¿Qué pensáis hacer después?
—No sé qué opinaréis vosotros, pero podríamos aprovechar la tarde para ver una película.
—Buena idea, Pilar —repuso Tina—. Ayer ojeé el listado de pelis en AUDESC que tiene la escuela.
—¿AUDESC? —Yo nunca había oído hablar de ese sistema—. ¿En qué consiste eso?
—¡Ay David, qué poquito ciego que eres! —siguió hablando Tina, a quien le resultaba difícil estar callada mucho rato—. Son películas audio descritas que están preparadas para nosotros los cegatos. Cuando los protagonistas se callan, hay una voz que te describe la escena. Podemos pedir que nos pongan el DVD de Pretty Woman. ¡No me canso de oír a Richard Gere! ¡Es tan guapo!
Al final, la extremeña se salió con la suya a pesar de las bromas y protestas de la parte masculina del grupo, que nos decantábamos por Nueve semanas y media alegando que la otra película ya la habíamos visto varias veces.
—Unos guarros, eso es lo que sois. Pues anda que la de las Nueve semanas no la han puesto veces... —intervino Belén terminando de decantar la balanza.
Cuando llegamos al centro, fuimos directos a las habitaciones. Apenas teníamos media hora para descansar antes de reunirnos en el comedor. Después de comer, sacábamos a los perros al parque del «Haz», momento en el que algunos aprovechaban para encender un cigarrillo mientras Richi y Belén se sentaban en un banco cercano para observar nuestras evoluciones.
—¡Pilar! Trusca acaba de hacer caca y has dejado la plasta en medio del parque. Por favor, coge la bolsa y recógela. —La voz de Richi sonó bastante enfadada.
—¡Ay, Richi, que acabo de comer! No me hagas recoger esa guarrería.
—Todos acabamos de comer, Pilar, y a ninguno nos apetece llevar una caca pisada en el zapato.
—Es que ya no sé dónde está.
Pilar, por supuesto, intentaba escaquearse del tema. A ninguno nos gustaba esa labor, especialmente durante los primeros días. Recoger plastas calientes y apestosas protegiendo nuestra mano solamente con una bolsa de plástico resultaba asqueroso, pero al final terminamos por acostumbrarnos. Yo sabía que Richi no iba a permitir que Pilar se saliese con la suya. Efectivamente, se acercó al parque para plantar cara a la alumna rebelde.
—Ven, Pilar, dame la mano. Tú estabas aquí cuando Trusca se ha agachado. En ese momento tendrías que haberle puesto la mano encima del lomo para que te sirviera de referencia. Si sabes dónde tiene el culo, pues debajo tendrá la caca. Cuando Trusca se levanta, tú te tienes que agachar y buscar el objeto de nuestros deseos. Me da igual cómo lo hagas, con la mano metida en la bolsa, palpando el suelo o guiándote por el olor. Eso será problema tuyo. ¿Ves? Ya la has encontrado. ¡Muy bien! Hazle un nudito a la bolsa y a la papelera. Ha sido fácil, ¿verdad? Pues a ver si no tengo que repetírtelo.
Cuando Richi se alejó, Pilar empezó a protestar, pero ninguno le hicimos demasiado caso. Todos coincidíamos en que cuando volviera a su casa no recogería ni una sola caca, aunque su perro se lo hiciera en medio del comedor. A ninguno nos parecía bien, puesto que los instructores incidían en que con nuestro comportamiento e imagen estábamos representando a todos los usuarios del perro guía. ¿Queríamos tener derechos? Pues eso conllevaba también muchas obligaciones, y recoger las cacas era una de ellas.
Después de la clase con Belén, pusieron el DVD de Pretty Woman. Era tal y como lo había descrito Tina, pero lo que más me llamó la atención fue saber que incluso algunas películas recién estrenadas estaban preparadas para ser «vistas» por personas ciegas y, en algunos casos, también estaban subtituladas para sordos. El cine no me gustaba demasiado y después del accidente no había vuelto a ir a ninguna sala de proyección. De todas formas, hasta entonces, tampoco había estado muy sobrado de tiempo y el poco que tenía, prefería pasarlo nadando, leyendo, escribiendo o incluso trasteando con mi ordenador y descubriendo las nuevas posibilidades que la tecnología ponía a mi alcance.
Esa noche, después de cenar, todos sacamos a nuestros perros para dar el último paseo del día. El tiempo era magnífico y mis paseos se prolongaban durante mucho más tiempo que los del resto de mis compañeros, que regresaban a sus habitaciones para relajarse viendo la televisión, consultando el correo en sus portátiles o llamando a sus familias por teléfono. Debían de ser más de las diez cuando decidí volver a mi dormitorio. Yo también quería conectar el iPad para charlar un rato con mis amigos. Kits había vaciado su vejiga y sus intestinos y yo había cumplido con la norma de recoger sus excrementos.
Cuando estábamos a punto de entrar en el edificio, Kits empezó a actuar de una manera poco habitual. Caminaba a tirones, gemía y ladraba un tanto excitado. Traté de tranquilizarlo con una caricia y le marqué el objetivo:
—Kits... ¡Busca puerta!
El perro obedeció de inmediato, con más prisa de lo habitual. Marcó las dos puertas cerradas y volvió a dar un pequeño ladrido. Fuimos hasta la habitación y le puse su ración diaria de pienso en el comedero, pero para mi sorpresa, Kits apenas probó bocado. Eso me preocupó bastante. En los pocos días que llevaba con él nunca había puesto problemas a la hora de comer. «Los labradores —me había dicho Richi— son verdaderas aspiradoras. Tendrás que ser muy estricto con la comida si quieres mantenerlo en su peso ideal.» Desde luego, si mi perro era un aspirador, esa noche estaba desenchufado. Casi sin comer, se dirigió hacia la puerta y la arañó un par de veces. Después volvió a mi lado y apoyó la pata sobre mi rodilla. Yo le acaricié la cabeza y seguí con lo que estaba. Acababa de encender el iPad y estaba a punto de conectarme con mis amigos para comentarles las novedades del día. Al pasar el dedo por la pantalla, una voz clara me iba indicando los distintos iconos sobre los que me movía. Cuando escuché «correo electrónico» toqué dos veces y la voz sintética comenzó a leerme los dos mensajes que tenía. Ninguno de ellos era importante. Kits volvió a insistir y me apartó la mano de la pantalla con el hocico.
—¿Qué pasa Kits? ¿Quieres salir otra vez? Chico, eres muy joven para tener problemas de próstata.
Su respuesta fue un ladrido alegre. Estaba claro que necesitaba otra sesión de calle. Me metí una bolsa de plástico en el bolsillo por si la necesitaba y, de paso, cogí además su cepillo y la esponja. Cuando regresáramos del parque lo llevaría directamente a su sesión de aseo. Decidí no ponerle el arnés. No íbamos a trabajar y la correa sería suficiente para moverme por el entorno conocido del jardín. En cuanto abrí la puerta de la habitación, Kits salió disparado y me alegré de llevar la correa bien sujeta porque estuvo a punto de escaparse. Mientras intentaba sujetarlo, me pareció oír unos pasos rápidos por el pasillo y una puerta que se cerraba delante de nosotros.
—¿Eres tú, Tina? ¿Hay alguien ahí?
Nadie contestó. «¿Serán ladrones?» Deseché la idea de inmediato y pensé que me estaba convirtiendo en un paranoico. ¿Quién iba a querer robar en un sitio como ése? Las oficinas estaban en el piso de arriba y dudo mucho de que allí guardaran dinero. Además, un servicio de seguridad recorría todo el recinto por la noche y, según habían comentado algunos de mis compañeros de curso, los vigilantes iban armados. Sin embargo, Kits estaba cada vez más nervioso y seguía tirando de la correa con fuerza. Recordé lo que me había enseñado Richi para controlarlo. Di un tirón a la correa, dije «¡NO!» de una forma bastante enérgica y le ordené que se sentase primero y se tumbase después. Obedeció al segundo intento. Después le di la orden para que permaneciera quieto y lo dejé así unos segundos hasta que consiguió calmarse un poco. Un par de golpes con la palma de la mano sobre mi pierna izquierda fueron suficientes para que comenzase a caminar a mi lado, aunque seguía haciéndolo con tirones intermitentes. Pasamos por delante de la salida y, curiosamente, Kits no pareció interesado en absoluto en salir, así que decidí llevarlo directamente a la sala de cepillado. Era un cuarto pequeño que contaba con una mesa con la superficie de goma antideslizante, donde subíamos al perro para asearlo diariamente. También había un pequeño armario con cepillos y bayetas y un lavabo donde podíamos humedecer la esponja y limpiarle el pelaje. Abrí la puerta y seguí la rutina habitual de quitarle el collar antes de pedirle que se subiera a la mesa. En ese momento sucedió algo con lo que yo no contaba. Kits dio un salto en dirección a la pared opuesta y pegó un alegre ladrido. Me pareció oír un leve gemido y el ruido de un cuerpo contra la pared. Sin lugar a dudas, allí había alguien escondido. Kits gemía, saltaba y se movía en torno a ese alguien a quien yo no podía identificar. Entre los saltos y los ladridos de Kits apenas pude oír una voz, un susurro.
—¿Quieres dejar de babearme?
Entonces el que saltó fui yo. Era una voz femenina, no había duda. Al oírla pude orientarme y localizarla. Estiré los brazos y mis manos toparon con un cuerpo al que sujeté con fuerza. La obligué a levantarse luchando para separarla del perro y al hacerlo me llevé un golpetazo en la cara. Finalmente, mi fortaleza se impuso y conseguí inmovilizarla a base de doblarle el brazo detrás de la espalda.
—¿Quién eres? ¡Dime quién eres y deja de dar patadas o te parto el brazo! —amenacé.
—¡Suéltame, animal, que me haces daño! —protestó ella mientras seguía luchando como una tigresa. Por su voz parecía bastante joven.
—Mira, te hago un trato —dije tratando de sonar algo más tranquilo—. Si prometes no intentar escapar, te suelto. ¿Vale?
Ella resopló con rabia y antes de contestar todavía lanzó una patada hacia atrás, de la que me pude librar por milímetros.
—Está bien, te lo prometo —respondió con la respiración agitada por la pelea.
—¿Quién eres? —repetí.
Su respuesta me dejó sin palabras.
—Soy... Soy... Soy la dueña de Kits.

CAPÍTULO 14




Blanca. Julio de 2011
—¿Que te metiste dónde? —me preguntó Mireia sin salir de su asombro.
Mireia, Natalia y yo estábamos en la piscina del club de tenis, aprovechando los últimos rayos de sol de una formidable tarde de verano. A la semana siguiente, Natalia se iba de vacaciones con sus padres a Asturias y quería ponerse muy morena por si acaso se pasaba el resto del verano bajo el cielo nublado del Cantábrico. Mireia y yo no íbamos a ir a ningún sitio. Con la crisis, el trabajo de mi madre corría peligro y salir de vacaciones un mes no parecía lo más prudente. A mí, francamente, no me importaba demasiado. Vivíamos en un lugar donde en realidad no hacía falta viajar para disfrutar del sol, la costa y las playas. Además, teníamos que aprovechar el tiempo al máximo. En pocos meses cada una iríamos a una facultad distinta y ya no pasaríamos tanto tiempo juntas. Natalia iba a empezar derecho, Mireia, diseño gráfico y yo, por fin, podría comenzar a alcanzar mi sueño de convertirme en veterinaria.
—En la Escuela de Perros Guía —contesté.
—¿Y conseguiste ver a Kits? —preguntó Natalia.
—Sí, os cuento —dije—: La semana pasada, Pepe, Cris y yo pasamos por delante de la EPG y decidí que un día me colaría en el edificio para ver a mi perro. No podía soportar la idea de que Kits estuviera trabajando con una persona sin que yo supiera quién era. Así que anoche, después de cenar, le dije a mi madre que había quedado con vosotras y...
—¡Pues ya podías haber avisado! —exclamó Mireia.
—Qué más da, Mireia. Deja de interrumpir —protestó Natalia.
—Bueno, pues el caso es que salí de casa y me fui en bici a la EPG. Hacía muy buena noche y en realidad no está tan lejos. Creo que tardé una media hora o así. Cuando llegué, metí la bicicleta entre unos matorrales y me acerqué a hurtadillas hasta la puerta. Vi a un vigilante a lo lejos, paseando con su cinturón y su porra y esas cosas, pero estaba demasiado ocupado fumándose un cigarrillo y hablando por teléfono, así que conseguí colarme por la puerta que da a la sala donde dábamos las clases sin que me viera. Sabía que nunca la cerraban porque la gente que se aloja allí tiene que sacar a los perros a hacer pis.
»Una vez dentro, no sabía ni por dónde empezar. El lugar estaba mal iluminado y no se veía ningún movimiento. Avancé por un pasillo sin conocer muy bien cuál sería mi destino. De pronto, oí unos pasos y me puse muy nerviosa. ¡Pensé que me iban a pillar! A mi lado había dos puertas. Intenté abrir la primera pero estaba cerrada con llave. Giré el pomo de la segunda y conseguí meterme justo a tiempo. Supuse que era el lugar donde lavaban a los perros porque estaba lleno de cepillos, toallas, esponjas y cosas así. Esperé en silencio a que las pisadas pasaran de largo pero, para mi sorpresa, el pomo de la puerta empezó a girar. Me acurruqué en un rincón y ¡no os lo vais a creer! Entró Kits con un chico ¡y se me tiró encima!
—¿El chico? —preguntó Natalia.
—¡No, Kits! —aclaré—. No os podéis imaginar lo contento que se puso. Empezó a saltar, a dar vueltas, a lamerme la cara. ¡Me había reconocido! Estaba igual que siempre, tan juguetón y cariñoso.
—¿Y el chico? —preguntó Mireia—. ¿Quién era? ¿Qué te dijo cuando te vio allí?
—Bueno, verme, no me vio —contesté—. El chico se llama David y es ciego. Es la persona a la que le han dado a Kits.
—¿Qué? ¿A un chico? ¿Cuántos años tiene? ¿Cómo es? ¿Hablaste con él? —Mireia me atosigó con más preguntas.
—¡Mireia! ¿Puedes dejar de hacer preguntas y esperar a que nos lo cuente? —se quejó Natalia.
Me reí. Mireia no soportaba las historias de suspense y menos todavía las historias en las que había un chico de por medio. En lugar de estudiar diseño gráfico creo que debería ir a la Escuela de Celestinas. Noté que me observaba expectante y continué mi relato.
—Se llama David. Tiene veintiún años y en septiembre va a empezar cuarto de periodismo. Creo que se quedó ciego en un accidente de coche. No os imagináis la escena y el corte que me dio que me sorprendiera allí. Mientras Kits me tenía totalmente acorralada en un rincón con sus patazas en mi pecho y dándome lametazos, David se acercó, me cogió del brazo y me lo retorció en la espalda. Pensó que yo era un ladrón.
—Pero ¿no habías dicho que era ciego? ¿Cómo te cogió? —preguntó Mireia.
—Ya te he dicho que Kits me tenía acorralada y estaba tan contenta de verlo que ni se me ocurrió salir corriendo. No sé cómo logró agarrarme. Supongo que estiró los brazos y agarró lo primero que encontró, que afortunadamente fue mi brazo. Me estaba haciendo un montón de daño, pero en cuanto me preguntó quién era y le dije que era la persona que había criado a Kits, me soltó. Bueno, en realidad, le dije que Kits era mío y el comentario lo dejó un poco desconcertado. Seguro que pensaba que le había puesto por error la correa al perro equivocado. Al ver su reacción, tuve que aclararle que yo era la persona que tuvo a Kits en casa hasta que cumplió un año y medio. David se quedó boquiabierto, sin saber qué decir. En ese momento pude observarlo con detenimiento. Era alto, de cabello negro y tenía unos ojos verdes alucinantes que parecía que me estaban atravesando. Llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros desgastados. La verdad es que me sorprendió lo guapo que era. No sé, es de esos chicos que tienen pinta de hacer mucho deporte y estar cachas.
»Tardé un buen rato en darme cuenta de que estaba ciego y, aun cuando me lo dijo, no acababa de creérmelo. Kits no llevaba el arnés y él, bueno, no tenía el aspecto que me había imaginado. ¿Sabéis lo que os digo? No quiero ser cruel ni nada parecido, pero muchos ciegos tienen los ojos un poco hundidos, sin brillo, se nota que no pueden ver, pero daba la impresión de que David me miraba.
—Yo creo que ese chico te ha tomado el pelo y se ha hecho pasar por ciego —dijo Mireia.
—No, qué va. La verdad es que al principio reconozco que yo también pensé eso, pero más adelante, cuando nos sentamos a hablar tranquilamente, empecé a mover las manos delante de su cara para ver si reaccionaba y ni siquiera parpadeó. Al segundo intento, me preguntó si pensaba darle una bofetada y dijo que notaba el aire al mover la mano. Casi me muero de la vergüenza.
—JA, JA, JA, JA. ¡Qué pillada! —se rió Natalia—. Pero ¿cuánto tiempo estuviste con él?
—Ah, así que tú sí puedes hacer preguntas, ¿eh? —protestó Mireia. Después me miró—. Bueno, sigue, sigue, que esto se está poniendo de lo más interesante.
—Después de que le dijera quién era, nos quedamos unos segundos en silencio, esperando a que el otro hablara. Al final me decidí a preguntarle: «¿Y tú qué haces aquí?». Fue entonces cuando me contó quién era él y me explicó que llevaba algo más de una semana allí trabajando con Kits. Me dio las gracias por haberlo cuidado tan bien y me prometió que se encargaría de cuidarlo y de que no le faltara de nada. Yo no quería salir de allí por si el vigilante me preguntaba cómo había entrado, así que nos sentamos a hablar en la sala de cepillado, que por lo visto, es así como se llama.
—La sala de cepillado. Muy bueno —se burló Mireia—. ¿Y qué? ¿Te lo cepillaste?
—¡MIREIA! —exclamamos Natalia y yo al unísono. Mireia se llevó la mano a la boca e hizo como si se cerrase los labios con una cremallera.
—Qué mal pensada eres —dije—. ¡Claro que no! Estuvimos hablando hasta muy tarde. Él me preguntó muchas cosas de Kits y yo también le pregunté cómo le iba y qué hacía en la EPG todos los días. Es muy simpático. Me alegro mucho de que Kits esté con él. Volví a casa a la una de la madrugada y, cuando me metí en la cama, me sentía feliz. Es la primera noche que duermo tranquila pensando en que, al final, Pepe tenía razón, es lo mejor que he podido hacer en mi vida.
—¿Y vas a volver a verlo? —preguntó Natalia.
—Sí, esta noche he quedado en ir a visitarlo otra vez. Me muero de ganas de estar con Kits y verlo trabajar con su arnés —contesté.
—Pues yo me muero de ganas de conocer al tal David de los ojos verdes —dijo Mireia quitándose la cremallera imaginaria de la boca.


Por la noche, después de ayudar a recoger la mesa, volví a coger la bicicleta y me dirigí rumbo a la EPG. Una vez más, no me atreví a decirle a mi madre adónde iba. Sabía que no le importaría que saliera y que tampoco me pondría hora límite para volver a casa. Al fin y al cabo, ya era mayor de edad. Pero también sabía que ella no aprobaría el que me hubiera colado en un edificio o que hubiera podido interferir con el adiestramiento de Kits, a pesar de que yo tenía muy claro que Kits iba a estar trabajando y no pensaba jugar con él. Aunque se lo explicara, mi madre no lo entendería, y yo necesitaba compartir unos momentos más con mi perro. El único que podría haberse negado era David, pero no parecía importarle que lo visitara. Es más, por lo que me había contado, se aburría bastante en aquel sitio, ya que el resto de los estudiantes de su grupo eran personas que le sacaban varias décadas.
Llegué a la entrada de la EPG y los vi a lo lejos. David llevaba unos pantalones cortos y una camisa de rayas. Sujetaba el arnés de Kits con la mano izquierda y me esperaba puntualmente cerca del arco de la rosaleda, donde habíamos quedado.
—Ya estoy aquí —saludé al acercarme en bici. No sabía muy bien si debía darle un beso o la mano o qué era lo correcto. Afortunadamente, no hizo falta oficializar el saludo de ninguna manera porque en cuanto me apeé, se acercó uno de los guardias de seguridad.
—Señorita, aquí no puede entrar —me dijo.
—No se preocupe —dijo David—, está conmigo. Hoy pregunté y me dijeron que fuera de horas de clase podíamos recibir visitas. No le importa, ¿verdad?
—Ah, no, claro, si está con usted no hay ningún problema. Buenas noches. —El guardia se alejó mientras sacaba un paquete de tabaco del bolsillo.
Esta vez Kits no reaccionó como la noche anterior. Al verme movió la cola y tiró un poco de la correa, pero David la sujetó firmemente y Kits volvió a ponerse a su lado sin dudarlo ni un minuto. Sabía perfectamente que llevaba el arnés, su uniforme de trabajo, y que no era el momento de jugar. Las caricias y los abrazos tendrían que esperar.
—¿Quieres que demos un paseo y te enseño todo lo que sabe hacer Kits? —preguntó David.
—Sí, claro —contesté, deseando ver los grandes progresos.
David le dio una orden a Kits para que se pusiera en movimiento y los tres nos metimos por el camino ajardinado. Me sentí orgullosa al ver cómo Kits lo dirigía y le indicaba cuándo había un desnivel en el camino. Había crecido y se veía mucho más maduro, más serio. Miraba concentrado al frente sin perder un detalle, siempre pendiente de que su compañero estuviera bien.
Mientras paseábamos, David hacía que la conversación fluyera de una forma muy natural. Hablamos, cómo no, del tiempo, de amigos y enemigos, de madres que trabajan y madres que dan la brasa. David me preguntó qué estudiaba. Dudé en contestar. Evidentemente, él era mayor que yo y, si le decía que ni siquiera había empezado la universidad, a lo mejor me empezaba a tratar como si fuera una niña pequeña. Pero no tenía sentido mentir. ¿Para qué? Le conté que estaba a punto de empezar la carrera de veterinaria y me prometió que Kits sería mi primer paciente en cuanto me graduara. Aunque supuse que lo había dicho sólo por hacerme sentir bien, me gustó oír sus palabras.
No recuerdo cómo, pero nuestra conversación se desvió al tema de la ceguera. Me aseguró que no le molestaba hablar de lo que le había pasado y me dejó hacerle miles de preguntas. ¡Tenía tantas! Quería saber cómo se sintió al enterarse de que ya no iba a poder ver, qué hicieron sus amigos y su familia, qué veía... porque algo tenía que ver, ¿no?, cómo usaba el ordenador, cómo se vestía, cómo se preparaba la comida, cómo usaba el móvil... David iba contestando a todas mis preguntas. A veces se detenía a recapacitar y me decía que nunca se lo había planteado; otras veces admitía que él todavía estaba aprendiendo las nuevas tecnologías o me contaba anécdotas de cuando había metido la pata por no ver, como cuando en una ocasión se metió en el baño de chicas y lo echaron a gritos. Me enseñó su reloj parlante y me contó sus trucos para vestirse. Después me pidió que le mandara un SMS al móvil y me demostró cómo una voz femenina con acento francés (la que él había elegido, porque le parecía muy sexy) le leía los mensajes.
Yo estaba fascinada con todo lo que contaba. Era un mundo completamente desconocido para mí y esperaba que realmente no le molestara mi interrogatorio. ¡Desde luego me estaba comportando incluso peor que Mireia, la indiscreta!
Fuimos paseando hasta la zona vallada, donde estaba el parque de los perros.
—Ven —me dijo David tanteando la puerta con las manos—. Ahora te toca a ti.
—¿Me toca a mí qué? —pregunté desconcertada.
—Te toca jugar con Kits, que sé que lo está deseando —dijo David. Encontró la barra que cerraba la puerta y la corrió. Entró guiado por su fiel compañero y me invitó a pasar. Una vez que se aseguró de volver a cerrar la puerta, se agachó, le quitó el arnés a Kits, le soltó la correa y lo animó—: ¡Vamos! ¡A jugar!
La reacción fue inmediata. Era como si David hubiera activado un interruptor invisible. Kits empezó a dar vueltas como un loco y corrió a saludarme. ¡Casi me tiró al suelo cuando se lanzó como un bólido contra mis piernas! Yo me agaché y lo abracé con fuerza. Después me levanté y salí corriendo con él pegado a mis talones. Nos subimos al tobogán, bajamos a toda velocidad, le di una patada a una pelota y Kits la atrapó casi al vuelo. Jugamos a perseguirnos y nos revolcamos por el suelo en varias ocasiones.
Nuestras carreras hicieron que los perros que estaban en las jaulas del edificio contiguo nos oyeran y empezaran a ladrar. Miré preocupada a David, pero él se reía apoyado en la valla metálica. No parecía molestarle el estruendo que habíamos montado.
De pronto vi que el guardia de seguridad se acercaba hacia nosotros con aires de pocos amigos.
—¡Eh! ¡Ahí no pueden estar! ¡Salgan inmediatamente! —exclamó.
Cogí a Kits del collar y lo acerqué hasta donde estaba David para que volviera a ponerle el arnés.
—Sí, perdone, ya nos vamos —se disculpó David intentando ponerse serio, pero en su cara todavía se dibujaba una gran sonrisa.
Nos dirigimos de nuevo hacia la zona ajardinada y los ladridos de los perros empezaron a calmarse.
—Kits necesitaba una buena carrera —dijo David cuando una vez más el silencio se apoderó de la noche.
—Y yo necesitaba volver a estar con él —contesté radiante de felicidad.
El tiempo pasó volando y antes de darnos cuenta, el reloj marcaba la una y media de la madrugada. Al día siguiente David tenía que despertarse a las siete para empezar sus clases a las ocho y no podía robarle más tiempo. Nos despedimos e, igual que cuando le había saludado unas horas antes, no supe muy bien qué hacer. Quería volver a ver Kits, pero no me atrevía a preguntarle si podía regresar, y él tampoco dijo nada.
—Bueno, pues me voy —dije cogiendo la bicicleta—. Suerte con Kits.
—Gracias —contestó David—. Espero que tengas luces en esa bicicleta. Buen viaje.
No añadió ni una palabra más. Dio media vuelta y se alejó con Kits hacia su habitación. No me preguntó si iba a regresar, ni si me gustaría volver a visitar a Kits; ni siquiera comentó si había pasado un buen rato paseando y hablando conmigo. Para mí había sido una noche inolvidable y, sin embargo, para David no parecía haber tenido ninguna importancia. Buen viaje. Eso era todo.
Me subí a la bicicleta y me alejé por la carretera solitaria. Mientras pedaleaba de vuelta a casa, me torturé pensando que seguramente le habría resultado muy pesada o muy infantil o muy estúpida con todas esas preguntas que le había hecho y me arrepentí de todas las veces en las que había abierto la boca. Esperaba de todo corazón no haberle ofendido, no haberle hecho hablar sobre una herida que tenía demasiado reciente, demasiado abierta, y temí no poder volver a ver a Kits hasta que se graduara.
Llegué a casa, dejé la bicicleta en el garaje y me metí en la cocina. Abrí la nevera para servirme un vaso de leche que me relajara y me ayudara a dormir, cuando noté que mi móvil empezaba a vibrar. Para mi sorpresa, tenía un SMS de David:
¿VENDRÁS MAÑANA?
Sonreí y le envié mi respuesta.
CLARO QUE SÍ
Una vez en mi habitación, me metí en la cama, apagué la luz y abracé mi perro de peluche con fuerza, esperando que las horas pasaran pronto para volver a estar con Kits... y David. Cerré los ojos, pero de pronto me entró una duda. Tenía otra pregunta. Supuse que estaría despierto y que, una más, no le molestaría. Saqué el móvil y le mandé otro SMS a David.
¿TÚ VES CUANDO SUEÑAS? ¿EN COLORES?

CAPÍTULO 15




David. Julio de 2011
No sabía qué quería decirme Richi, pero no me gustó nada la forma de citarme para después de la comida. Esperaba que no hubiera ningún problema con Kits. No llevaba mucho tiempo con él, pero había sido suficiente para cogerle mucho cariño. No quería ni pensar en que pudieran retirármelo, como le había sucedido antes a Pilar. Eso habría sido tremendamente injusto. Yo no tenía nada que ver con esa señora. Mi orientación no era mala, ni tenía problemas de equilibrio y tampoco protestaba porque el perro me fuera a llenar la casa de pelos como decía ella cada vez que tenía que cepillar a la pobre Trusca. Cuando repasaba mi trayectoria en la escuela, sabía que no podía ser mejor. Desde el primer día, la compenetración con Kits había sido perfecta. Él parecía adivinar mis movimientos un instante antes de que los realizara. Nunca pensé que podría moverme con tanta facilidad. En las casi dos semanas que llevábamos de curso, Richi solamente había llamado a Pilar y luego a mí. ¿Qué querría? Llamé a la puerta del despacho de instructores y la voz de Richi respondió desde el interior.
—¡Adelante! Hola, David, buenas tardes. Pasa y siéntate. Hay una silla a dos metros de ti. Perdona que no me levante, pero tengo que terminar este informe. En un minuto estoy contigo.
Me senté donde me dijo y Kits se tumbó a mis pies mientras su rabo golpeaba mis zapatillas de deporte. Oí el ruido de unos papeles y un cajón que se abría para volver a cerrarse inmediatamente.
—¿Cómo va todo con Kits? —preguntó por fin Richi.
—Pues la verdad es que no me puedo quejar. —Sonreí antes de continuar—. El perro trabaja perfectamente y creo que estoy alcanzando todos los objetivos que nos vas poniendo.
—Sí, es cierto. Tu movilidad, a pesar del poco tiempo que ha transcurrido desde tu accidente, es perfecta y, ya te lo he dicho en muchas ocasiones, Kits es uno de los mejores perros que han pasado por mis manos, pero hay un pequeño aspecto que quería comentar contigo antes de que se pueda convertir en un problema.
—¿Problema? Perdona, Richi, no te entiendo.
—¿Has recibido muchas visitas en la escuela últimamente?
—¿Visitas? Pues... —Noté que el rubor subía hasta mis mejillas—. Sí, estuvieron mis padres y mi hermana el sábado pasado. El perro les pareció fabuloso y Silvia, mi hermana, me preguntó si podría darle un paseo por los jardines. Espero que no hiciera nada malo o se metiera donde no debiera.
—No, no me refiero a eso. ¿Quién más ha venido a visitaros?
—Unos amigos. Creo que ya te lo comenté. Fue el domingo, tras la charla de cepillado. Se quedaron a comer y pasamos un rato con el resto de familiares de mis compañeros de curso. Me dijeron que Kits era el perro más bonito de todos.
—¿Y nadie más?
—Mmm. Creo que no, bueno, sí. Ahora que lo dices, está esa chica. Es la persona que tuvo a Kits durante su etapa de cachorro. ¿Cómo los llamáis? ¿Educadores?
Percibí cómo Richi se inclinaba sobre la mesa y guardaba un instante de silencio antes de contestar.
—Sí, son los educadores.
—Pues... Vino a verme ayer, después de las clases. Estuvimos paseando con Kits y después ella jugó un rato con él hasta que vino el guardia de seguridad y nos pidió que saliésemos del parque vallado. Hablamos un rato más y ella se marchó. Eso fue todo. ¿Hicimos algo mal?
—Si quieres que te sea sincero, hicisteis muchas cosas mal, pero no creo que sea culpa tuya. De entrada, ella debería haber hablado con su supervisora antes de venir. Rachel se enteró esta mañana cuando vio el parte de entradas y salidas diarias de la escuela. Ese parte lo rellenan los vigilantes y en él se anotan todas las incidencias del día. Rachel me preguntó si yo sabía algo de la visita y me quedé con cara de idiota sin poder darle una respuesta. Todavía nos preguntamos cómo pudo localizarte la educadora del perro.
—Yo... Lo siento. El caso es que ella vino a verme y yo no sabía que hubiera que pedir permisos para las visitas.
—No hay que pedir permisos, David. Lo más frecuente es que las personas que os visitan sean familiares y amigos que nunca han tenido contacto con el perro. Pero esa chica ha sido su educadora. Ahora estamos en una fase muy importante para el desarrollo del trabajo futuro. Los perros, como descendientes del lobo, son animales gregarios, de manada, y aceptan tener un líder al que obedecen y respetan. Hasta hace unos meses, el líder natural de Kits debía de ser esa chica. Luego el perro entró aquí y rompió ese vínculo con ella. En estos momentos, el vínculo lo está creando contigo. Por eso es importante que hasta que todo esté bien asentado, el contacto de Kits con ella sea el mínimo. Él debe aceptarte a ti como jefe, como líder de su manada, por eso es fundamental evitar que vuelva a sus referencias anteriores. Creo que lo entiendes, ¿verdad?
—Sí. Parece lógico. Disculpa, Richi, pero yo desconocía estos temas y creo que Blanca tampoco debía de saberlo.
—Además —continuó Richi—, hay otras cosas que hicisteis mal. El parque vallado en el que estuvisteis sirve para la supervisión de algunos cachorros. Con el tobogán valoramos si tienen o pueden desarrollar miedo a las alturas. Con los juguetes los acostumbramos desde pequeñitos a todo tipo de formas y colores y con la pelota comprobamos si tienen instinto de caza.
—¿Instinto de caza?
—Imagínate esta situación. Kits está guiándote por la calle. De repente, una pelota sale disparada de algún sitio y se dirige directamente hacia la calzada, donde en ese momento hay un tráfico intenso. Si Kits no tuviera minimizado su instinto de caza, su tendencia natural sería salir corriendo detrás de la pelota y el perro y tú terminaríais debajo de algún autobús. Esta mañana me dijo el vigilante que habíais estado jugando a tirar la pelota y...
—Y el perro no debe asumir que la pelota es un juego divertido —terminé la frase que Richi había dejado a medias.
—Veo que lo has comprendido. De todas formas, no te preocupes, porque vuestro trabajo de hoy ha sido perfecto. Pero, por favor, trata de evitar estas cosas en el futuro. ¿De acuerdo?
—Está bien, no volverá a suceder. Te lo prometo.
—Pues nada, David. Mañana a la misma hora. Por la mañana haremos un ejercicio de tráfico simulado y aprenderás el concepto de «desobediencia inteligente». Creo que eso es todo. Mañana nos vemos.
Me levanté de la silla y de inmediato Kits ocupó su posición de guía, marcando perfectamente la puerta. Yo dudé un momento y me di la vuelta.
—Richi, perdona, pero creo que tengo algo importante que decirte.
—Si es para pedirme dinero, la respuesta es no a menos que hables con mi jefa y la convenzas de que nos aumente el sueldo.
La respuesta de Richi me hizo sonreír y alivió mi tensión de forma considerable. Suponía que tendría que llamar a Blanca para pedirle que no fuera a verme esa noche, pero la verdad es que me apetecía charlar con ella un rato mientras paseábamos por el parque.
—Estoooo.... verás —mi voz sonó tremendamente indecisa—, el caso, el caso es que...
—No me digas. Te has enamorado de mí. Pues lo siento, pero a mis años no pienso salir del armario.
—No —volví a reírme con su ocurrencia y decidí terminar la frase de un tirón—. Esta noche he vuelto a quedar con Blanca.
—¿Con Blanca? ¿Quién es Blanca?
Richi y sus despistes. Todavía no se había enterado de que Blanca era la educadora de Kits.
—Blanca es la chica con la que estuve ayer jugando con el perro. Es que me preguntó una cosa y...
La voz de Richi respondió, pero en esa ocasión su tono fue serio.
—¡Ah, sí! Es cierto. Blanca, se llama Blanca. Supongo que puedes darle la respuesta por teléfono.
—Sí, claro, por teléfono. Bueno, la llamaré para decirle que será mejor que no venga. Total, yo aquí solo, con mis compañeros cuarentones hablando de la crisis económica, de los niños y del colegio... Una velada muy entretenida, te lo aseguro. Pero claro, está lo del vínculo y los lobos y todo eso.
Richi se puso de pie y acarició la cabezota del perro, que agradeció el detalle acelerando el movimiento de su rabo. Luego me puso la mano en el hombro para darme un afectuoso apretón.
—David, te comprendo. Yo también tuve veinte años y algunas veces creo que sigo teniéndolos. Mira, hagamos un trato. Ya has quedado y está muy mal dar plantón a una chica que, según me dijo el vigilante, es una monada. Voy a autorizar la visita por esta vez pero, por favor, evita entrar en el parque y trata de...
Me imaginé lo que iba a decir y decidí interrumpir la frase para evitar que luego tuviera que arrepentirse.
—¿Y podrá venir también mañana?
Richi volvió a soltar una carcajada.
—¡Malditos adolescentes hiperhormonados! No sé qué será peor. Si que veas a esa chica con el riesgo de que no logremos completar el vínculo o que termines enamorado de alguna de tus compañeras de curso. Está bien, me has convencido. Mientras todo vaya bien, Blanca podrá venir a verte a la escuela, pero si en algún momento percibo errores en vuestro trabajo, las visitas se interrumpirán DE-FI-NI-TI-VA-MEN-TE. ¿Entendido?
Después de la cena pasé a mi habitación para darme una ducha rápida y cambiarme de ropa. Hacía una noche muy buena y me puse la camiseta naranja que tanto le gustaba a Silvia. La localicé en seguida gracias al viejo truco de poner marcas en las etiquetas que se pudieran identificar al tacto. Combinaba perfectamente con mis vaqueros gastados. Decidí que era un buen momento para abrir el frasco de Ralph Lauren que me había regalado mi madre el día que vinieron a verme. Dos toques de espray, no más. No tenía muy claro que a Kits, que en ese momento estaba cenando, le gustasen las colonias caras. No debió de parecerle mal porque se dedicó a olisquearme toda la cara mientras yo le enganchaba la correa. Mientras salíamos oí por los altavoces la voz del vigilante anunciándome una visita. Fuimos al punto de encuentro habitual y Blanca me señaló su posición tocando el timbre de la bicicleta. Kits lanzó un alegre ladrido que pareció ser la señal, porque ambos dijimos casi a dúo:
—¡Menuda bronca me han echado esta tarde!
Y el dúo continuó entre risas.
—¿Quién?
Los nombres Rachel y Richi también sonaron a la vez y en esa ocasión lo que hubo fue una verdadera carcajada que Kits decidió acompañar con un aullido divertido.
—Pues a él no lo ha regañado nadie, te lo prometo.
Mi frase se interrumpió cuando Blanca me saludó con dos tímidos besos. Noté que ella también se había puesto algún tipo de colonia, pero fui incapaz de reconocer la marca. Le conté mi conversación con Richi y ella me dijo que también había hablado con Rachel.
—Al final tuve que confesarle que esta noche también había quedado contigo —reconoció—. Al principio no le hizo ninguna gracia, pero después dijo que si tu instructor no ponía problemas, ella tampoco iba a ponerlos.
—En colores.
—¿Qué?
—Pues eso, que sueño con imágenes en colores. Nunca me había hecho esa pregunta, y esta mañana se lo he preguntado al resto de compañeros de curso. Uno de ellos es ciego de nacimiento y me explicó que sus sueños se basan en el resto de los sentidos que tiene. Olores, sabores, sonidos y, por supuesto, sensaciones táctiles. Como yo perdí la vista siendo ya adulto, recuerdo perfectamente las imágenes y los colores. De hecho, bueno, esto no se lo he contado a nadie, pero los primeros meses me pasaba casi todo el tiempo durmiendo. Era el único momento en el que podía volver a ver y quería aferrarme a mis sueños porque era la única esperanza e ilusión que me quedaba.
Blanca no dijo nada. Me di cuenta de que mi conversación estaba adquiriendo un matiz demasiado triste, así que cambié un poco de tercio.
—Esta noche también he soñado y...
—¿Y?
Iba a confesarle que había soñado con ella pero no me atreví. En mi sueño aparecía la imagen de una chica alta y delgada, con una media melena castaña, pero en lo que más me fijé fue en su sonrisa y en sus ojos oscuros, brillantes y llenos de vida. Ella interrumpió mis pensamientos volviendo a repetir:
—¿Y? ¿Me vas a contar qué has soñado?
—Pues... Estaba tratando de recordarlo. Creo que era con Kits. —Hablé lentamente mientras intentaba inventarme un sueño—. Iba caminando con él y de pronto le salieron dos grandes alas, como si fuera un cisne. Nos elevamos por los aires. Kits movía las alas y comenzamos a caminar entre las nubes. Mis pies se hundían como si estuviera pisando nieve, entonces...
Interrumpí la frase para conseguir la máxima atención de Blanca.
—Entonces ¿qué?
—Entonces nos caímos al suelo. Alguien nos había disparado desde la tierra.
—¿Un cazador?
—No, un pelotazo.
—¿Un pelotazo? ¿Quién os tiró un pelotazo?
—Una chica que estaba jugando al tenis. Le salió desviado uno de los mates... Al pobre Kits le pegó en toda la cabeza.
Al oír su nombre, Kits movió el rabo en señal de asentimiento.
—¡Anda, tonto! Ese sueño te lo acabas de inventar. Yo no le habría pegado un pelotazo a Kits, te lo habría dado a ti.
Volvimos a reírnos mientras caminábamos por el jardín. Nos sentamos en un banco y decidimos que era un buen momento para soltar al perro y que pudiera estirar las patas con una carrera.
—¿Hasta cuándo estaréis aquí? —me preguntó Blanca.
—Si todo va bien, el curso terminará dentro de diez días. Después tendré que aprender con Kits las rutas más frecuentes. Richi me acompañará a casa y haremos distintos recorridos por la facultad, las piscinas y, por supuesto, el paseo marítimo. Es una de mis zonas preferidas.
—¿Te gusta el mar?
—Sí, me gusta mucho. Nadar en el mar era una de mis aficiones favoritas. Ahora... Ahora... Creo que tengo miedo. —No sé por qué, pero no me costaba nada contarle a Blanca mis temores, mis pensamientos, lo que había sentido hasta entonces. Supongo que el que no me conociera de antes ayudaba mucho. Para ella, yo era la persona que tenía delante y no podía compararla con el David que había dejado atrás hacía ya un año. A Blanca no tenía que demostrarle nada. Me podía mostrar tal y como era en ese momento. Continué hablando—. En un par de ocasiones he vuelto a la playa con mis amigos. Me acompañan hasta la orilla y consigo meter los pies en el agua, pero el no poder ver la ola que llega o el miedo a alejarme demasiado y no saber regresar me impide seguir. En cambio, en la piscina... Soy todo un pez.
—Sí, recuerdo que el otro día me comentaste que hacías natación de competición. Me encantaría ir a verte algún día.
—Si el curso que viene consigo clasificarme para los campeonatos universitarios, podrás ir a ver cómo lo hago. Aunque no lo tengo muy claro, mis tiempos todavía no son demasiado buenos.
—Tiempos... Hablando de tiempos, creo que se está haciendo tarde. David, tengo que marcharme.
—¿Vas a venir mañana? —pregunté deseando que me dijera que sí. Cuando estaba con ella notaba que me relajaba. Además, me motivaba a esforzarme para que Richi no me pusiera problemas.
—Dependerá de Kits y de ti. Llámame y avísame si te han puesto algún problema —dijo.
Se despidió, se montó en la bicicleta y se alejó por la carretera.
«Haré todo lo posible para que vuelvas», pensé.

CAPÍTULO 16




Blanca. Julio de 2011
Mi familia no tardó en enterarse de mis visitas diarias a la EPG. Se lo contó Rachel el día que llamó bastante enojada para hablar del pequeño incidente del parque. Esperaba que me cayera una buena bronca pero, para mi sorpresa, mi madre fue muy comprensiva y más que enfado lo que tenía era curiosidad por saber cómo estaba Kits y a quién se lo habían asignado. Me hizo contarle hasta el último detalle y prometerle que si veía que mi presencia interfería de alguna manera en el entrenamiento de David o del perro, dejaría de ir. Le aseguré que no había ningún motivo para preocuparse. Desde la llamada de atención de Rachel, David y yo habíamos tenido mucho cuidado y dedicábamos gran parte del tiempo a practicar lo que habían aprendido por la mañana. Es más, hasta Richi le comentó a David que lo veía de mejor humor y que se alegraba de haberme dejado ir a visitarlo.
—¿Vas a ir a ver a Kits hoy también? —me preguntó mi madre al ver que me preparaba para salir.
—Sí, claro, hoy es su último día —contesté—. Me va a llevar Pepe, porque ayer, como llovía, me trajo uno de la EPG a casa y me dejé la bici allí.
—Blanca —dijo mi madre seria, mirándome a los ojos con esa expresión que pone cuando le preocupa algo e intenta leerme la mente—, ¿qué va a pasar cuando Kits y David se gradúen? Supongo que ese chico volverá a su vida, a sus estudios, a sus amigos...
—No lo sé, mamá —contesté con sinceridad. Era algo que me llevaba planteando desde hacía varios días, y temía la respuesta. Sí, David parecía muy contento de verme y parecía disfrutar de mi compañía tanto como yo de la suya. Hablábamos como si nos conociéramos de toda la vida y las horas en las que no estábamos juntos, nos mandábamos SMS sin parar. Yo le seguía haciendo mil preguntas y él contestaba con bromas y ocurrencias, o me contaba lo que estaba haciendo y lo mucho que se aburría en el centro con sus compañeros de clase. Pensé en el día en que nos conocimos y en cómo me colé en la EPG con la única intención de ver a Kits. Al principio, lo único que quería yo era estar con mi perro y descubrir todo lo que había aprendido. Sin embargo, Kits ya no era el mismo cachorrito de antes. Ahora era un perro maduro que sentía una adoración y lealtad absoluta hacia David y yo me conformaba con acariciarlo de vez en cuando, con verlos juntos y saber que estaba cumpliendo su importante misión. Sin embargo, cuando regresaba a casa, seguía contando las horas que me quedaban para volver a estar con ellos y sabía que esa ansiedad, ese deseo de estar allí ya no era por Kits. Era por David. Notaba que mi corazón se aceleraba al verlo, me gustaba oír su voz, pasear a su lado, aprender cómo era su vida, describirle lo que veía, sentir su mano en mi brazo mientras recorríamos hasta el último rincón de los jardines, que hasta yo misma habría podido identificar con los ojos cerrados... Me estremecía cada vez que se acercaba, como en aquella ocasión cuando quiso intentar hacerse una idea de cómo era y me preguntó si podía tocarme la cara. Recordé cómo me había pasado los dedos por la frente con mucha delicadeza y los había ido bajando hasta los ojos, mientras yo pensaba que me iba a derretir.
—Esto es la boca, claro —bromeó.
—Exactamente —contesté riéndome.
Después me tocó la nariz y me sentí insegura.
—Creo que tengo la nariz un poco grande —dije intentando justificarme.
David soltó una carcajada. «Pues tampoco es como para reírse —pensé ofendida—. Las hay mucho peores.»
—Dame la mano —dijo David.
Acerqué la mano, él extendió la suya y me la llevó hasta el morro de Kits.
—Esto, Blanca, es una nariz grande —dijo—. Tu nariz es perfecta.
Sonreí. Lo miré a la cara, a esos ojos verdes que ya no cumplían su labor; observé sus labios en los que se dibujaba una sonrisa y sentí un deseo irrefrenable de darle un beso. Me acerqué, pero antes de que se diera cuenta, volví a separarme. No me atreví a seguir adelante. No quería dar un paso en falso y obligarle a decir que yo no era la persona que le gustaba, que en el fondo yo no era más que la niña que había criado a su perro y que le hacía compañía. Sin embargo, tarde o temprano tendría que enfrentarme a la dura realidad. David tenía otra vida fuera de las paredes de la EPG, otros amigos, otra carrera, otro futuro y... otra chica. Me había hablado de la tal Claudia, esa arpía asquerosa que ni siquiera fue a verlo al hospital ni lo llamó para ver cómo estaba después del accidente, a pesar de que ella había sido la causante de la tragedia por ser tan calienta... bueno, eso. Pero, según Mireia, los tíos son así. Cuando se enamoran, ya les pueden tratar a patadas que aguantan de todo, y me temía que David pudiera seguir enamorado. Me parecía notarlo en su voz cuando hablaba de la idiota esa o la describía. Claudia era completamente diferente a mí. Ella era guapa, sexy, atrevida, de esas que se visten con minifaldas que más bien parecen cinturones para que todos los tíos vuelvan la cabeza al verlas pasar. A David le debía de gustar ese tipo de chicas. Y yo no era así. Yo sólo era alguien que le ayudaba a matar las horas de aburrimiento hasta que saliera del centro.
Mientras seguía inmersa en mis pensamientos, oí el claxon del coche de Pepe, que ya me esperaba en la calle.
—Bueno, mamá, me voy. No volveré muy tarde —dije.
—Vale, dile a David que estamos deseando conocerlo y que mañana iremos todos a su graduación —dijo ella.
—Se lo diré, hasta luego —contesté.
Salí de casa y me acerqué al Mustang donde me esperaba Pepe, como siempre, con su eterno buen humor y la música de Armin Van Buuren sonando a todo volumen por los altavoces.
—¿Lista para ir a ver al galán misterioso? —me preguntó cuando me metí en el coche.
Noté cierto tono de reproche en su voz. Pepe me había comentado en varias ocasiones que quería conocer al famoso David, el chico que todas las noches le robaba a su mejor amiga, pero yo le decía que todavía era pronto y que en cuanto se graduara y fuera «libre», iríamos con él a algún sitio. Lo decía para intentar convencerme de que todo seguiría igual, pero por dentro, seguía dudando si realmente volvería a ver a David una vez que terminara sus clases en la EPG. Creo que egoístamente no quería que Pepe me acompañara, porque quería que las pocas horas que pasaba con David fueran mías: no me apetecía compartirlo con nadie. Quería que estuviéramos los dos solos. Bueno, los tres, contando a Kits.
—Ya te he dicho que te lo presentaré, Pepe. A lo mejor la semana que viene, cuando ya esté en su casa, podemos ir todos al faro —propuse.
—¿Y por qué no al cine? —preguntó Pepe.
Lo miré. Era la primera vez que le oía hacer un comentario hiriente. ¿Qué sentido tenía llevar a David al cine? Pepe había soltado eso porque estaba dolido y quizá algo celoso. Su pregunta me hizo sentir mal, pero entendí sus motivos. Sabía que no me había perdonado aquella noche, cuando me pidió que nos viéramos para contarme algo importante que le había pasado, y le dije que había quedado con David. Se molestó y, aunque lo vi al día siguiente por la mañana, yo le había fallado. Quizá tuviera razón y yo no me hubiera portado como una buena amiga, aunque cuando me contó de qué se trataba supe que tampoco era un asunto de vida o muerte. Pepe creía haber encontrado a alguien, alguien que le gustaba más allá de una simple amistad. Alguien que le hacía soñar, temblar y desear, y pensaba que por primera vez en su vida, la otra persona también se sentía atraída hacia él. Mi querido Pepe se estaba enamorando y quería consejo de alguien que estaba pasando por una situación muy parecida. Me acerqué y le di un beso en sus grandes mofletes.
—De eso nada —contesté—. Al cine iremos tú y yo solos y después haremos planes para que tu gran amor no se te pueda resistir.
Pepe sonrió. Era todo lo que necesitaba. La seguridad de que no iba a perder mi amistad. A mí también me habría gustado que alguien me consolara y me dijera que David y yo llegaríamos a algo más que una amistad, pero el único que sabía la respuesta era el tiempo.
Y el endemoniado tiempo no se hizo esperar.
Ese día, las horas parecían tener menos minutos. La noche se esfumaba ante nuestros ojos sin que pudiéramos retenerla. Salimos a dar nuestro acostumbrado paseo, practicamos algunos ejercicios con Kits y hablamos y bromeamos hasta bien entrada la noche. De pronto empezó a llover y nos metimos en una de las salas que tenían para las visitas. Nos sentamos en el sofá y, durante horas, le leí a David Cometas en el cielo, un libro que le había comprado cuando me comentó que tenía muchas ganas de leerlo pero que de momento no existía una versión en formato audio. Cuando terminé la última página del libro, lo cerré y noté que se me empezaban a cerrar los ojos. Miré el reloj. ¡Marcaba las cinco de la mañana!
—¡Qué tarde se ha hecho! —comenté—. Debería pensar en irme.
David no contestó. Los dos nos quedamos en silencio durante unos minutos, lo que nunca nos había pasado antes. Él fue el primero en hablar.
—¿En qué piensas? —me preguntó.
—En nada —dije.
—No se puede pensar en nada —protestó.
—Bueno, en realidad pensaba que a partir de mañana ya no estarás aquí —contesté—. Tendrás ganas de volver a tu casa, ¿verdad?
—Sí, lo estoy deseando. Tengo ganas de volver a mi vida normal, a mi cama, a mi comida, a mis amigos... —dijo.
Sus palabras se me clavaron en el corazón.
—¿Y tú? ¿En qué pensabas? —le pregunté.
—En nada, en que... No, nada... —contestó bajando la cabeza—. ¿Qué te parece si vamos a buscar un café?
—Sí, me irá muy bien para no dormirme en el camino a casa —dije sin insistir en qué pensaba, porque no estaba segura de querer oírlo.
Fuimos a la cocina y me calenté una taza del café que quedaba en la cafetera. Pegué un buen sorbo, pero estaba asqueroso y lo tuve que escupir. Después salimos paseando hasta donde había puesto el candado a la bicicleta. Afortunadamente había dejado de llover. Iba a despedirme con mis dos besos habituales, cuando David estiró los brazos y me rodeó con ellos. Me abrazó con fuerza, como si no quisiera soltarme, y sentí los latidos de su corazón cerca del mío. Nos quedamos así durante un buen rato, sin decir nada. Yo quería que el reloj se parara, que me dejara estar con él más tiempo, que nadie nos separase, pero de pronto, el vigilante, que estaba metido en su coche, encendió las luces. Qué oportuno... Me pregunté si también añadiría eso a su dichoso informe. Me separé de David y le di un beso en la mejilla.
—Nada de despedidas. Nos veremos dentro de unas horas, en tu graduación —dije intentando ocultar mi tristeza.
—Tienes razón, aunque yo no sé si te veré muy bien —bromeó David—. Buen viaje.
Mientras pedaleaba, la cabeza me daba vueltas. Seguía sintiendo su cuerpo a mi lado, el olor de su colonia en la cara y en las manos. Llegué a casa cuando el sol amenazaba con entrar por la ventana de mi habitación. Antes de meterme en la cama cogí el móvil y escribí un SMS: TE QUIERO MUCHO, pero no conseguí reunir fuerzas para enviárselo. Abracé mi perro de peluche, cerré los ojos con fuerza y deseé con toda mi alma que no cambiaran las cosas. Que siempre me dejara estar a su lado.
Al día siguiente, mis padres, Cris y yo fuimos a la EPG, donde habían preparado una pequeña ceremonia para celebrar el final del entrenamiento y el principio de una nueva vida e independencia para los estudiantes con sus respectivos perros. Nos sentamos entre los familiares de los homenajeados y otros educadores que habían ido a ver a sus perros. El ambiente era de nervios, expectación y alegría. Muchos de los educadores no habían visto a sus cachorritos desde que los dejaron en la EPG después de la prueba. Iban cargados con sus cámaras de fotos y algunos, los más expertos, con cajas de Kleenex, anticipando la emoción. Esperaban ansiosos a que sus perros aparecieran por la puerta con sus arneses, llevando orgullosos a sus compañeros.
Mientras intercambiaba impresiones con la señora que se había sentado a mi lado, cuyo marido era uno de los estudiantes y ese día iba a volver a su casa después de un mes de intenso entrenamiento, vi entrar por la puerta a un señor, una señora y una chica que debía de tener la misma edad que Cris. Alguien los invitó a sentarse y ocuparon las sillas que teníamos justo delante. Supe inmediatamente que se trataba de la familia de David. Aproveché esos momentos de anonimato para estudiarlos con atención. El padre iba elegantemente vestido con unos pantalones de pinzas y una camisa abotonada hasta arriba. La madre miraba nerviosa por todas partes. Vestía una falda azul por debajo de la rodilla y una blusa de flores de manga larga, a pesar del calor que hacía. Movía las manos con nerviosismo y no paraba de ajustarse la falda, el bolso y el pelo. No llevaba maquillaje y tenía las manos fuertes, de mujer trabajadora, con las uñas cortas, sin esmalte y llenas de cortes como los que tiene mi tía Marta de tanto cocinar y lavar. Silvia, la hermana de David, miraba la pantalla del móvil mientras le pedía a su madre que se tranquilizara y dejara de moverse.
Una vez que todos los invitados tomaron asiento, la puerta se abrió. Aparecieron los estudiantes con sus perros y se sentaron en las sillas que habían colocado delante de los que estábamos allí reunidos. David era el más joven y el más alto. Entró sonriente, sujetando a Kits del asa del arnés y andando con seguridad, como si hubiera estado con su perro toda una vida. Estaba guapísimo.
En cuanto se sentó, su madre sacó un pañuelo de la manga de su blusa y empezó a llorar. El padre de David le puso la mano encima de la pierna y le dio golpecitos para intentar consolarla. ¿Por qué lloraba? Ella iba a tener a su hijo de vuelta en casa esa misma noche.
Cris se quedó mirando a David y me dio un codazo.
—Oye, no me habías dicho que era tan guapo —me comentó al oído.
A pesar de que lo había dicho en voz baja, su comentario no se le escapó a Silvia, que se dio la vuelta para mirarnos. Miró a Cris y luego me observó a mí, de arriba abajo, y sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Ésa fue nuestra presentación. Sabía que David le había hablado de mí y no hacía falta decir nada.
La directora de la EPG se puso de pie y nos dio la bienvenida a todos. Dedicó unas palabras de agradecimiento a todas las familias que habíamos criado a los perros por nuestra labor. Dijo que teníamos muchos motivos para estar orgullosos y que, sin nosotros, ninguno de los pequeños milagros que íbamos a escuchar esa tarde habría podido suceder. Después les dio la enhorabuena a los estudiantes y les aseguró que la EPG siempre estaría allí para ayudarlos a ellos y a otras personas que necesitaban un perro guía.
Una vez finalizado su discurso, le pasó la palabra a la mujer que estaba sentada en el extremo derecho. Era una señora de unos cuarenta años, de aspecto jovial, que iba acompañada de su nuevo perro, un pastor alemán que esperaba pacientemente sentado entre sus piernas. Se presentó y empezó su relato. Comentó que hacía unos meses falleció el perro con el que había trabajado durante ocho años. Desde el triste suceso, apenas salía de casa, se sentía triste e insegura y en varias ocasiones había estado a punto de morir atropellada bajo las ruedas de un autobús. Acarició a su perro y añadió que su nuevo amigo, Tango, le ayudaría a recuperar su independencia. Todos aplaudimos emocionados. Al nombrar a Tango busqué por la sala a Bob. Lo encontré de pie, cerca de la pared, sonriendo orgulloso. Cuando me vio, lo saludé con la mano y le hice un gesto con el pulgar hacia arriba. Tango era el octavo perro que criaba y el cuarto que conseguía terminar todo el proceso.
El siguiente en hablar fue un señor algo mayor, debía de rondar los cincuenta, era ciego de nacimiento y durante años había trabajado en un banco. Nos explicó que para ir a su trabajo tenía que coger dos autobuses y caminar durante varias manzanas. Su rutina la tenía completamente dominada, pero un día, se metió por error en una obra y se cayó a un boquete profundo que habían dejado sin cubrir, lo que le causó una fractura complicada en la pierna y una operación con tornillos y placas. Desde entonces, salir de casa le causaba tal pánico que había tenido que dejar de trabajar. Ahora que tenía a su perro, un golden retriever formidable, su vida iba a cambiar radicalmente. Se sentía como un hombre nuevo y estaba deseando reincorporarse a la oficina.
El siguiente fue David. Acercó su cabeza a la de Kits y le dio un abrazo antes de ponerse de pie. Miró hacia el frente y se quedó unos segundos en silencio, que fueron interrumpidos por los sollozos de su madre. Su padre le pasó el brazo por encima del hombro a su mujer e inclinó la cabeza sobre la de ella. Miré a la izquierda, donde estaba mi madre. Ella también estaba emocionada y apretaba con fuerza la mano de mi padre.
David se aclaró la garganta y empezó a hablar. Se notaba que estaba un poco nervioso. Nos contó cómo había perdido la vista, que más de una vez había pensado que habría sido mejor si el accidente hubiera acabado con él, reconoció que se había sentido solo y perdido, y que gracias al apoyo, la paciencia y el cariño de su familia había conseguido salir adelante. Su madre ahora lloraba a moco tendido. Entonces, David agradeció por sus nombres a todas las personas que trabajaban en la EPG y le habían ayudado, les dio las gracias por su paciencia, por su dedicación, por su firmeza y por no dejar que hiciera ningún trabajo a medias, por haberle cambiado la vida y haberle entregado a Kits. Por último, mencionó a mi familia y comentó que estaría eternamente en deuda con nosotros por haber compartido nuestras vidas con Kits y haber criado al mejor perro que jamás había conocido. Terminó su discurso y estaba a punto de sentarse, cuando añadió algo que me dejó sin habla e hizo que mi corazón se detuviera:
—Y quería darle las gracias a Blanca por ser quien es y haber estado conmigo cuando más la necesitaba.
Un gran aplauso resonó entre las lágrimas, las risas y las emociones que todos sentíamos en ese momento. David se sentó y dio paso a la siguiente persona, pero yo ya no escuché nada más, las voces se oían como una música de fondo. Una música triste y alegre a la vez. Una música de principios y finales. Una música de despedida.
Silvia le dijo algo a su madre y ésta se volvió para mirarme.
Conseguí esbozar media sonrisa y miré hacia abajo. No quería que me observara, ni que diera su visto bueno o su desaprobación. En ese momento no estaba para hablar con nadie. Sólo podía pensar en las palabras que acababa de pronunciar David: «Cuando más la necesitaba...».
¿Ya no iba a necesitarme más?

CAPÍTULO 17




David. Julio de 2011
Ese acto daba por concluido el curso de adiestramiento, así que, cuando terminaron los aplausos, nos dirigimos a la cafetería, donde nos esperaba un pequeño aperitivo. Cogí una coca-cola de la mesa y, mientras bebía, sentí que los últimos acontecimientos me habían desbordado; tenía la cabeza a punto de estallar. Apenas había dormido esa noche y a primera hora de la mañana se habían presentado mis padres y mi hermana en la habitación para ayudarme a recoger. Mi madre estaba nerviosa y feliz. Se notaba que me había echado de menos y estaba deseando tenerme de nuevo en casa. Mientras ella comprobaba que no me dejaba nada en la habitación, mi padre y yo llevamos las maletas hasta el coche y Silvia se quedó jugando con Kits.
Un mes, había pasado un mes allí, y era hora de volver a la realidad. Recordé el día en que había llegado a la EPG, cuando Richi me presentó a mis compañeros de clase. Me cayeron todos muy bien y me ayudaron un montón, pero estaba claro que, aparte de nuestra ceguera, no teníamos mucho en común. No me importaba demasiado porque mi objetivo allí estaba muy claro: concentrarme en mi trabajo con Kits y regresar a casa lo antes posible. Después conocí a Blanca y todo cambió. Esperaba durante todo el día el momento de poder estar de nuevo a su lado, de escuchar su voz, notar su presencia, pasear por los jardines hablando de su vida y de la mía, del presente y del pasado, y evitando siempre hablar del futuro por miedo a que finalizase el curso y tuviera que despertarme de este sueño mágico. De un sueño con imágenes y colores en el que Blanca siempre era la protagonista. Pensé en la noche en la que me había parecido percibir su cara cerca de la mía y había esperado con ansiedad un beso que nunca llegó. Ese momento me hizo revivir la experiencia que había tenido unos meses atrás con Laura. Quizá todo fuera más de lo mismo, una mezcla de cariño, compasión y necesidad que formaba una amalgama de sentimientos confusos que no era capaz de diferenciar. Sin embargo, la noche anterior, cuando la estreché entre mis brazos, ella no pareció rechazarme. Quizá no se atrevió, quizá la pilló por sorpresa y no supo reaccionar. Una chica como Blanca no iba a enamorarse de alguien como yo...
El ruido de la gente que me rodeaba era abrumador. Reconocí las voces de mis compañeros hablando con sus familiares, dándoles las gracias a los educadores que les contaban anécdotas de sus perros durante su etapa de cachorros mezcladas con risas y algún que otro llanto. También hubo intercambio de teléfonos y promesas de volver a encontrarse en el futuro.
Rachel se acercó a presentarse y saludar a Kits, que seguía sentado a mi lado, moviendo la cola y agradeciendo las caricias y los comentarios que recibía de vez en cuando. También habían venido Jenny y Laura. Jenny me dio un fuerte abrazo y me resultó mucho más cariñosa, muy distinta al sargento que me había entrenado durante tantos meses. Le di dos besos a Laura y una vez más, le agradecí la sugerencia de apuntarme al programa de perros guía. Tampoco faltó Richi, que se acercó a saludar a mis padres y a darme los últimos consejos antes de seguir saludando al resto de sus alumnos. Sabía que lo vería en un par de días, así que la despedida fue breve.
Pero ¿dónde estaba Blanca? Me había parecido oír su voz entre la masa de gente, pero todavía no había hablado con ella. Como si me hubiera leído el pensamiento, noté una mano en el hombro.
—Enhorabuena, David —dijo Blanca dándome un beso en la mejilla—. Has estado increíble. Mira, quiero presentarte a mis padres. —Noté que junto a ella había más gente—. Mamá, te presento a David. Ya te he hablado de él y a Kits creo que ya lo conoces.
Al escuchar su nombre Kits movió el rabo contento. Yo estiré la mano para saludar y percibí que la madre de Blanca había acercado la cara para darme un beso. Retiré mi mano y acerqué la cara... justamente en el momento en que ella hacía lo contrario. Al final, entre las risas del resto, los dos nos pusimos de acuerdo y pudimos coordinarnos para saludarnos con un beso en cada mejilla. Fue suficiente para percibir su cara suavemente maquillada y un discreto olor a perfume.
Blanca continuó con las presentaciones.
—Y éste es mi padre.
—Encantado —dije yo mientras estrechaba una mano firme. En esta ocasión no hubo errores—. Gracias por el buen trabajo que han hecho con Kits.
—Y ahora sólo te queda por conocer a mi hermana, Cris.
Tampoco me equivoqué en el saludo. Agaché un poco la cabeza y apoyé la mano sobre su hombro para saludarla con dos besos. Comprobé que Cris era un poco más baja que su hermana.
Ahora me tocaba a mí presentarle a mi familia. Blanca fue la primera y el reparto de besos y saludos continuó unos momentos más.
Todos empezaron a hablar a la vez y yo estaba totalmente desconcertado. Demasiadas voces, demasiadas conversaciones cruzadas, demasiada gente de mundos diferentes que se había juntado en torno a mí. Estaba tan agobiado que me habría gustado desaparecer, que por un instante ellos fueran los ciegos para poder escaparme sin que me vieran.
—Blanca, ¿por qué no vienes conmigo un momento? Me gustaría enseñarte los nuevos cachorritos, por si te animo a educar a otro —oí que Rachel le decía a Blanca. El corazón se me paró. El hecho de tener a Kits me daba la esperanza de que por lo menos Blanca quisiera venir a verlo. ¿Qué pasaría si ella empezaba a criar otro cachorrito? ¿Se olvidaría de Kits... y de mí?
—Ah, muy bien. Te acompaño —contestó Blanca antes de dirigirse a mí—. Vuelvo en seguida, David.
Me quedé ahí de pie, entre la niebla de voces que me seguía rodeando. No era capaz de hablar con nadie. Los pensamientos me daban vueltas en la cabeza como un remolino. De pronto, noté una palmada en la espalda.
—David, perdona que os interrumpa. —Identifiqué la voz de Richi de inmediato—. Estaba a punto de salir y al mirar a Kits me ha dado la impresión de que está algo nervioso, deberías llevarle al parque del «Haz» a hacer sus necesidades.
El motivo resultaba perfecto para poder relajarme un poco. Me disculpé ante todos y salí del edificio. Necesitaba pensar.
Avancé por el pasillo esquivando a la gente y salí afuera. Por fin podía respirar aire fresco. Me acerqué a los jardines para que Kits hiciera pis en el césped cuando oí a alguien que me llamaba.
—¡David!
Escuchar su voz hizo que mi corazón saltase como un caballo desbocado. Me detuve y me volví hacia ella.
—¡Blanca! Pero ¿no estabas viendo los cachorritos con Rachel? —pregunté.
—Sí, eso creía yo, pero me dijo que esperara aquí.
—Creo que Rachel y Richi han tramado este encuentro —contesté sonriendo—. Bueno, dime, ¿te ha gustado lo que he dicho? ¿Se ha notado que estaba muy nervioso?
—Sí, al menos yo sí te lo he notado, pero no creo que nadie más se diera cuenta. ¡Eres un asqueroso! —dijo entre risas—. Has estado a punto de hacerme llorar. Menos mal que todo ha terminado ya.
Sus palabras me hicieron daño. ¿«Menos mal»? ¿Qué querría decir con ese «menos mal»? Sí, supongo que estaba claro. Aquí nuestros caminos debían separarse para que todo volviera a la normalidad. Quizá fuera un presagio, porque nuestros pasos nos estaban llevando por la carretera que conducía a la salida del centro. Oímos un coche que se acercaba por detrás de nosotros y, casi de inmediato, la voz de Richi.
—¿Qué pasa? ¿Os estáis fugando? Si queréis puedo serviros de cómplice. ¿Os llevo a algún sitio?
Guardamos un instante de silencio. Nada me apetecía más en ese momento que seguir acompañado de Blanca, pero mis padres estaban allí y yo no debía dejarlos solos sin más explicaciones. Mientras dudaba, fue Blanca la que tomó la decisión.
—¿Nos vamos con Richi?
Asentí de inmediato, tenía miedo de pararme a pensar y tomar una opción más razonable. ¡Al diablo con lo razonable! Ya estaba en edad de tomar mis propias decisiones. Tenía las dos cosas que más me importaban: Blanca y Kits, y, por lo menos esa tarde, pensaba disfrutar de ellas. Richi se bajó del vehículo para abrir las puertas. Me senté en el asiento delantero con Kits a mis pies y Blanca subió detrás.
—¡Mucha suerte, chicos!
Era el vigilante de seguridad quien se despedía. Lo saludé con la mano y me lo imaginé, como de costumbre, fuera de la garita encendiendo un cigarrillo.
—¿Adónde queréis que os lleve, par de tórtolos con perro?
Blanca y yo soltamos una carcajada que fue suficiente para olvidar, si es que alguna vez lo habíamos tenido, cualquier tipo de remordimiento. Un instante después nuestras voces sonaron a dúo.
—Al paseo marítimo.
—Señores, sus deseos son órdenes para mí. ¡Vamos a la playa! Pero os doy una mala noticia. No he traído bañador, así que cuando lleguemos, tendré que dejaros solos. Pero tenéis que prometerme que vais a portaros bien.
—Prometido —dije—. Y no te preocupes por nosotros.
En ese momento me di cuenta de que Blanca estaba trasteando con su teléfono móvil.
—¿Qué haces, Blanca?
—Perdonad un momento, le estoy mandando un SMS a mi madre. No quiero que me eche la bronca por haberme ido sin avisar.
Era algo en lo que yo no había pensado. La idea me pareció buena. Un mensaje corto evitaba que tuviera que mantener una interminable conversación con mi madre. Mi mensaje fue bastante escueto: YA HE SALIDO DE LA ESCUELA. LUEGO IRÉ A CASA. BSS. Esperé la confirmación de lectura, que sólo tardó unos segundos en llegar. En cuanto la recibí, decidí apagar el teléfono. Quedarse sin batería siempre había sido una buena disculpa que utilizaba Silvia cuando no quería que la localizaran.
Tardamos media hora en llegar y, antes de despedirnos, Richi insistió en que no llevase a Kits en posición de guía. Teóricamente, el curso no terminaría hasta tres días después, una vez que realizáramos su seguimiento y practicáramos mis rutas más habituales. Esto me obligaba a llevar a Kits a mi izquierda, sujeto por la correa, y a Blanca a mi derecha con mi mano apoyada sobre su hombro. Blanca le prometió a Richi que esa misma tarde me dejaría sano y salvo en la puerta de mi casa.
El paseo marítimo donde nos había dejado se extendía casi tres kilómetros. Comenzaba en la playa para terminar junto al muelle de pescadores. Blanca y yo permanecimos callados, lejos de todos, lejos del mundo, con las olas rompiendo a unos pocos metros de nosotros. Kits apenas se movía y parecía no querer interrumpir ese momento de intimidad. Aspiré la fragancia del puerto sintiendo la brisa de la tarde en mi cara. Escuché las olas y el motor de un pequeño barco que se alejaba. También oí voces de niños corriendo a nuestro lado y sentí el cabello de Blanca, movido por el viento, que acariciaba el dorso de mi mano apoyada en su hombro. Caminamos unos cientos de metros y tomamos asiento en un chiringuito del paseo que había enfrente de la playa. Buscamos un lugar alejado de los altavoces, en los que atronaba música latina.
—Anoche me acosté tardísimo y tú todavía tardaste un rato en llegar a casa. ¿No estás cansada?
—He estado demasiado nerviosa durante todo el día como para darme cuenta —respondió—. Pero creo que si me vieras la cara, saldrías corriendo. Debo de tener unas ojeras terribles, y eso que mi madre se empeñó en que me pusiera un poco de maquillaje para disimularlas.
—Todas las madres son iguales. —Dejé de hablar unos momentos para buscar el vaso y dar un pequeño sorbo—. Para ellas, nunca dejamos de ser niños. Ya me imagino la que me espera cuando llegue a casa. «Un mes fuera y eres incapaz de venir con nosotros.» Seguro que me dice eso...
—Pues la mía me echará la bronca por haberme metido en la arena con esta ropa.
—¿En la arena? Pero... no nos hemos metido por la arena.
—¿No te apetece? Me gustaría meter los pies en el agua. Creo que me ayudaría a despejarme un poco.
Oí que el camarero que nos había atendido recogía los vasos en la mesa de al lado. Levanté un poco la mano con el fin de llamar su atención.
—Por favor, ¿nos trae la cuenta?
Blanca tomó la nota que el camarero dejó sobre la mesa.
—No, Blanca, déjame que pague yo —le dije mientras sacaba la cartera del bolsillo—. Es lo mínimo que puedo hacer después de todo lo que has hecho por Kits.
—Lo que he hecho por Kits —repuso de inmediato— es asunto mío. Te aseguro que el perro me ha dado mucho más de lo que yo le he podido dar a él.
—Por favor —insistí—, te prometo que sólo será esta vez. A partir de ahora, todos los gastos irán a medias. ¿De acuerdo?
—Está bien —su voz volvió a tomar ese timbre de curiosidad tan frecuente en ella—, pero a cambio, me tendrás que decir cómo lo haces.
—¿Cómo hago el qué?
—Manejarte con los billetes y las monedas. Hace unos días me preguntaba eso mismo. Cerré los ojos y toqué algunas monedas. Todas me parecieron idénticas.
—Es sencillo. —Sonreí y saqué un billete de mi cartera—. Toma este billete. Es de diez euros, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Es fácil. —Sonreí—. Preparo el dinero antes de salir de casa. Guardo los billetes en distintos compartimentos de la cartera y los doblo según su valor. Los de diez los doblo por la mitad, los de veinte, dos veces y los de cinco los dejo sin doblar. Nada más fácil. De todas formas, en caso de dudas hay otras posibilidades. Verás a lo que me refiero.
En ese momento el camarero se acercó a nuestra mesa.
—Tenga, veinte euros —le dije a la vez que le entregaba el billete que acabábamos de manejar.
El hombre dudó antes de replicar.
—Perdone, pero este billete es de diez.
—Tiene usted razón, disculpe —contesté con voz apenada mientras él se marchaba satisfecho.
Miré a Blanca, que había estado callada durante la escena. En cuanto el camarero estuvo lo suficientemente lejos, ella comenzó a reír.
—Buen truco. Él mismo te ha dicho el valor del billete. Ante la duda, siempre dices que das un importe superior.
—Exacto, ésa es la mejor forma de evitar engaños en sitios adonde no vas habitualmente —le dije.
—¿Y con las monedas?
—Es más fácil. Si pasas la uña por el canto comprobarás que todas lo tienen de distinta forma y eso las identifica. Pero vale ya de hablar de dinero. ¿Qué hay de ese paseo por la playa?
Nos levantamos y volví a apoyar la mano sobre su hombro. Salimos de la terraza con cuidado para no tropezar con ninguna mesa. A pocos metros, unos escalones separaban el paseo de la arena. Nos quitamos los zapatos antes de pisar la playa. En lugar de apoyarme en su hombro, le di la mano y comenzamos a pasear. Le había quitado el arnés a Kits, que disfrutaba pegando carreras y ladrando a las olas que rompían cerca de nosotros. Blanca me soltó la mano y empezó a correr detrás del perro mientras me describía entre risas los saltos y regates de éste. Yo sentía la arena mojada bajo mis pies y el suave roce de alguna ola que se acercaba curiosa a observarnos, para regresar de inmediato con sus compañeras. Mi sensación era como la salsa china. Agridulce. Agria porque no tenía a Kits ni el bastón, lo que me obligaba a andar torpemente con los brazos estirados hacia delante, pero dulce, dulcísima por saber que Blanca estaba tan cerca.
Ya se estaba poniendo el sol y la playa se había quedado desierta. A pesar de ser verano la brisa marina refrescaba el ambiente. Blanca musitó, casi en un susurro:
—Tengo frío.
Le pasé un brazo por la cintura y la atraje hacia mí. Acaricié su pelo y deslicé la mano por su espalda percibiendo que ella se estremecía levemente. Levantó la cara y supe que me estaba mirando. Casi sin darme cuenta, nuestros labios se aproximaron. Primero fue un roce suave, tímido pero tremendamente sensual. Nos separamos un instante y acaricié su cuello. Tocándola apenas con el dedo levanté su barbilla para indicarle que no estaba dispuesto a parar. Quería más. Ella pareció comprenderlo, porque su boca volvió a buscar la mía. Ahora sin timidez, nuestros labios entreabiertos se tocaron y, como si estuviéramos fundidos el uno en el otro, sentí la agitación de su respiración en mi interior. Nuestras lenguas se enlazaron y mordisqueé con suavidad sus labios. Agaché la cabeza y busqué su cuello para sentir su calidez inundándome la cara. Ella me separó con dulzura y apoyó la cabeza sobre mi pecho. Jadeaba suavemente y apreté mi cuerpo contra el suyo mientras con los dedos seguía acariciando la curva de su espalda.
—Para, por favor. No sigas o creo que me caeré al suelo —musitó.
Ya había oscurecido cuando nos subimos al autobús para regresar a mi casa. Durante el trayecto apenas hablamos, pero hay silencios que son mucho más elocuentes que las palabras. Nuestras manos seguían entrelazadas y la cabeza de Blanca se apoyaba suavemente sobre mi pecho. Yo notaba el olor y la caricia de su pelo en mi cara y rogué para que el tiempo se detuviera, pero antes de darme cuenta, las puertas del autobús se abrieron en la parada. Ella bajó la primera y cruzamos la calle para esperar el autobús que la llevaría de regreso a su casa.
—Lamento que ahora tengas que volver sola a casa, con lo lejos que está. Me habría gustado acompañarte.
—No te preocupes por la distancia —respondió ella—. Estoy acostumbrada a moverme sola. Ya viste que no tuve problemas en llegar hasta la escuela en bici.
—Sí, es verdad —contesté, y una idea pasó por mi cabeza—. Tengo la bicicleta en el garaje de casa. ¿Te atreverías a volver en ella?
—¡Por supuesto! Prefiero cien veces pedalear que esperar autobuses. Además... Así tendré una buena excusa para volver a ver a Kits.
—¿A Kits? ¿Solamente quieres volver a ver a Kits? —respondí con la curiosa sensación de empezar a tener celos del perro.
—A Kits y a ti, tonto —me contestó con un deje de picardía en la voz.
Fuimos hasta el garaje de mi casa. Volví a tocar la bicicleta, a la que tenía olvidada desde hacía más de un año. Sólo fue necesario inflar un poco las ruedas y bajar algo el sillín. Blanca comprobó que el faro no tenía la bombilla fundida. Salimos a la calle y nos detuvimos nada más cruzar la puerta.
—Ha sido un día precioso —le dije—. Me da pena que se acabe.
—Bueno, míralo desde otro punto de vista. Ayer yo pensaba que ya no volvería a estar contigo y... ahora por lo menos tendremos que quedar otra vez para devolverte la bicicleta.
—Sí —bromeé yo—. Mañana la necesito para dar un paseo. ¿Podrás traérmela?
—Te lo prometo. Oye, creo que hay alguien asomado a la ventana.
—Deben de haber visto la luz del garaje. Supongo que ahora saldrá mi padre a investigar.
—Seguro que están nerviosos porque te has esfumado y no han tenido noticias de ti en toda la tarde. David, creo que será mejor que me vaya.
No me dio tiempo a decir nada. Sólo sé que sentí sus manos apoyándose sobre mis hombros, noté que se ponía de puntillas y me daba un rápido beso en los labios. Mi corazón volvió a detenerse por segunda vez ese mismo día. Intenté abrazarla y prolongar ese momento, pero ella fue más rápida.
—¡Adiós, Kits, hasta mañana! —gritó mientras comenzaba a pedalear.
El sonido de la bicicleta alejándose apenas consiguió apagar los latidos de mi corazón. Puse la mano sobre la cabeza de Kits y oí que la puerta de casa se abría.
—Te quiero —susurré, pero nadie me oyó. Solamente Kits que, a mi lado, estaba deseando conocer su nuevo hogar.

CAPÍTULO 18




Blanca. Agosto de 2011
El amor es una droga, una sensación de hambre continua que sólo se sacia cuando estás con la persona a la que quieres. Así me sentía yo desde aquel beso en la playa. Necesitaba más. Quería estar con David a todas horas, sentir sus labios, sus manos, oír su voz y notar su cuerpo a mi lado.
Todos aquellos tópicos de los que había oído hablar y que hasta entonces me habían parecido verdaderas cursiladas, ahora, por primera vez, los sentía en mi propia piel. Notaba que andaba entre nubes, que el corazón se me estremecía cada vez que le decía adiós, que tenía una sensación extraña en el estómago cada vez que entrelazábamos los dedos o nos besábamos. Me sentía reflejada en las letras de las canciones románticas y en los poemas de amor. Sentía que las horas volaban cuando estábamos juntos y se arrastraban por el suelo cuando cada uno volvía a su casa.
Atrás habían quedado las escapadas en bicicleta a la EPG, el vigilante y sus informes y el esperar a que terminara las clases para ir a verlo. Desaparecieron mis temores de no volver a estar con él y mis constantes preguntas fueron encontrando respuestas. Llevábamos diez días juntos y todavía no había conseguido acostumbrarme a las miradas de compasión de la gente cuando paseábamos por la calle y lo veían sujetando con la mano el asa del arnés de Kits. Ni se me escapaban los comentarios que alguna señora indiscreta soltaba al pasar a nuestro lado. «Qué pena, tan joven y ciego», oí decir a alguien un día. Sé que David también lo oyó, pero siguió caminando como si no fuera con él. ¿Pena? ¿Yo sentía pena? Es cierto que a veces me habría gustado que sucediera un milagro y David volviera a ver. Pero él veía. Veía con sus manos, con sus oídos, con el corazón. Veía cosas que muchos de nosotros nunca llegaríamos a apreciar. Notaba el temblor de una voz, el sonido del silencio, la brisa que nos acariciaba la cara al pasear cerca del mar. Veía a la gente que lo trataba como un inválido y a quienes lo respetaban por ser quien era. David estaba ciego, sí, pero con él aprendí a ver más allá de lo que me revelaban mis ojos. Aprendí que las cosas más bellas del mundo no se pueden ver con los ojos, ni se pueden tocar, sino que se deben sentir con el corazón. Y mi corazón me pedía estar con él.
Los dos ansiábamos estar a solas, sin presiones, sin miradas, sin prisas.
La ocasión se presentó una tarde, cuando mi madre se llevó a Cris de compras y me quedé sola en casa. Nos encontrábamos los dos en mi habitación, anticipando nuestro primer encuentro íntimo con el corazón a mil por hora.
Me senté en la cama y le invité a acercarse a mí. No necesitábamos palabras, lo único que teníamos que hacer era cerrar los ojos y dejar que nuestros cuerpos siguieran sus instintos. Sentirnos a ciegas. Los dos. David me sujetó la cara con ambas manos y me llevó hacia él. Sentí su boca, sus labios, su lengua. Nos besamos apasionadamente, pero Kits, que no entendía muy bien lo que pasaba, se metió entre ambos con la intención de unirse a la fiesta. Nos reímos.
—Será mejor que lo saque de la habitación, o no nos va a dejar en paz —dije, y me levanté para llevar a Kits al pasillo. Cerré la puerta para que no entrara y observé a David, que me esperaba sentado en la cama.
Me acerqué a su lado y volvimos a unir nuestros labios. Queríamos más. Queríamos sentir el calor de nuestra piel. Le quité el polo que llevaba y lo tiré al suelo. Nunca lo había visto así, medio desnudo. Observé con descaro su pecho, sus abdominales tensos y la marca de la camiseta en sus fuertes brazos de tantos paseos al aire libre con Kits. Supongo que saber que él no me podía ver me ayudaba a vencer la timidez y a estudiar su cuerpo sin miedo a encontrarme con su mirada. Le acaricié lentamente el pecho mientras él besaba mi cuello y con sus dedos empezaba a recorrer ansiosamente mi espalda. Me estremecí. Quería que sus manos recorrieran hasta el último rincón de mi cuerpo.
David me quitó la camiseta y nos abrazamos sin dejar de besarnos.
Noté que sus manos intentaban descifrar el cierre de mi sujetador y dejé que lo averiguara sin mi ayuda. Me sentía totalmente atraída hacia él y temblaba al anticipar el tacto de sus dedos en mi pecho, cuando de pronto oí un sonido.
La puerta principal.
El inconfundible ruido de una llave metiéndose en la cerradura, el pomo de la puerta al girar y los pasos de Kits, que bajaba corriendo la escalera para recibir a los recién llegados.
¡Mi madre había vuelto con mi hermana!
—Corre, vístete —le dije a David cogiendo el polo del suelo y tirándoselo a las manos.
Me puse la camiseta rápidamente y me metí el sujetador en el bolsillo del vaquero.
Me levanté corriendo hasta la puerta y saqué la cabeza para saludar a mi madre, que en ese momento entraba por la puerta y acariciaba la cabeza de Kits.
—Hola, mamá —dije intentando disimular mi nerviosismo—. Estoy aquí con David, pero nos vamos ya porque hemos quedado con Mireia y Pepe en el Club Náutico.
—No sabía que ibas a tener visita —dijo mi madre lanzándome una de esas miradas de «aquí ha pasado algo».
Ayudé a David a bajar la escalera y él saludó a mi madre.
—¿Cómo vais a ir al náutico? —me preguntó mi madre sin quitarle la vista de encima a David, que sujetaba nerviosamente la correa de Kits mientras procuraba parecer de lo más natural—. Si queréis os llevo, que tengo que salir a entregar algo cerca de ahí.
—Ah, perfecto —contesté—. Déjame coger mi bolsa y nos vamos.
Me metí corriendo en el cuarto de baño y conseguí ponerme toda la ropa. Al mirarme en el espejo vi que seguía con las mejillas enrojecidas y el pelo despeinado. Me arreglé lo mejor que pude y salimos todos juntos. Mi corazón poco a poco fue recuperando su ritmo normal.
Por el camino, en el coche, todavía nerviosos por el corte de digestión que acabábamos de sufrir, nos esforzamos por cruzar alguna palabra sobre el tiempo, el verano y esas cosas superfluas de las que se habla con las madres. Llegamos por fin al náutico, David, Kits y yo nos bajamos del coche y, cuando empezamos a alejarnos hacia la terraza donde habíamos quedado, mi madre me llamó. Me acerqué a ver qué quería:
—Blanca —dijo asomándose desde la ventanilla con una expresión más seria—. ¿No crees que vas demasiado rápido?
—¿Qué? —pregunté, a pesar de que sabía a qué se refería.
—Ya has oído lo que te he dicho. Piénsalo —contestó—. Y por cierto, con tantas prisas, David no se ha dado cuenta de que lleva la camiseta del revés.
No me dejó contestar. Metió la primera y se alejó por la carretera. ¡Ya me extrañaba que hubiera estado tan amable hasta entonces! ¿Demasiado rápido? ¿Es que en algún lugar ponía cuánto tiempo había que esperar? Su comentario realmente me sorprendió. Yo creía que mi madre no era de esas mujeres que pensaban que sus hijas debían llegar vírgenes al matrimonio. En alguna ocasión que le había dado por sacar el temita de marras, hasta había dado a entender que lo que más le importaba era que nunca hiciéramos algo de lo que nos pudiéramos arrepentir o con alguien que no lo mereciera. Y yo con David lo tenía clarísimo. Jamás me arrepentiría de estar con él. ¿Qué pasa? ¿Que una cosa es lo que te dicen y otra lo que realmente piensan? Me acerqué a David intentando no darle más vueltas para que no me amargara la tarde. Le conté lo que me había dicho sobre su camiseta y decidí que lo demás no merecía la pena decírselo. Él y yo decidiríamos a la velocidad que queríamos ir.
—¡Joder, vaya corte! —dijo David antes de ponerse bien el polo.
Los dos nos reímos y nos alegramos de que, después de todo, no nos hubieran pillado en otra situación más comprometedora. No nos dio tiempo a comentar nada más, porque a lo lejos vi que Mireia y Pepe ya nos esperaban en una mesa. Iban a conocer a David por primera vez.
Mis amigos protestaban de que ya apenas me veían, y sabía que tarde o temprano tendría que presentárselo. Me demoré unos días en hacerlo, ya que nunca encontraba el momento perfecto y me ahogaba la incertidumbre de no saber cómo reaccionarían cuando lo conocieran. Natalia seguía en Asturias y para saciar su curiosidad, le había enviado por el móvil varias fotos de David y de Kits. Sé que ella se alegraba mucho por mí y comentaba que estaba deseando volver para conocerlo en persona. Mireia también había visto las fotos y, tal y como me esperaba, sus comentarios se centraban más en su aspecto físico que en cualquier otra cosa. A pesar de su actitud frívola, Mireia era una buena amiga y sabía que todas sus artimañas para ayudarme a encontrar a alguien no tenían más fin que hacerme feliz. Pepe era el que más me echaba de menos y se resentía de mi ausencia. Seguía enamorado, pero por primera vez en su vida le fallaba la seguridad en sí mismo, el convencimiento de que él también podría conseguir a alguien. Aunque no nos veíamos tanto como antes, siempre procuraba buscar tiempo para estar con él, pero no era lo mismo; desde que había conocido a David ya no nos pasábamos los días los dos juntos recorriendo mercadillos como antes.
Sabía que mi relación con David no sería completa hasta que lo integrara en mi vida y le presentara a mis amigos, así que decidí que había llegado el momento.
Mireia se había arreglado esa tarde con un vestido de escote pronunciado y unas sandalias de tacón muy alto. Desde luego, si quería impresionar así a David no lo iba a conseguir. Pepe llevaba unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus inmensas piernas y se quejaba sin parar del calor que hacía mientras se abanicaba con el menú.
—Ya estamos aquí —dije al entrar en la terraza. David sujetaba mi mano y con la otra agarraba la correa de Kits—. Perdonad que hayamos llegado un poco tarde.
—No te preocupes, si acabamos de llegar —contestó Pepe dándome un beso. Me volví hacia David y se lo presenté. David estiró la mano y Pepe se adelantó a estrechársela con fuerza.
—Cuánto me alegro de conocerte por fin —dijo Pepe—. Blanca me ha hablado mucho de ti. ¿Qué tal te va con Kits? No te imaginas la ilusión que nos hizo a todos saber que íbamos a volver a verlo.
—A mí también me ha hablado mucho de vosotros —dijo David—. Kits es un perro fantástico. ¿A que sí, muchacho?
Noté un gesto casi imperceptible en la cara de David. Le había avisado de que Pepe tenía una voz un tanto infantil, pero hasta que no le conoces, no puedes imaginarte cómo es. También vi que, después de darle la mano, disimuladamente se la secó metiéndola en el bolsillo y sacando una pequeña galletita para dársela a Kits. Por suerte Pepe no pareció percatarse del pequeño detalle y se dejó caer en la silla a la vez que me hacía un guiño con el ojo para dar su aprobación.
Ahora le tocaba a Mireia el turno de saludar. Me imaginé que empezaría a hablar sin parar, como suele hacer para impresionar a los chicos, o que se agacharía para acariciar a Kits y malcriarlo como tantas veces había hecho cuando vivía con nosotros, pero para mi sorpresa, se quedó cohibida, observándolo con los ojos muy abiertos y una expresión de compasión en la cara.
—Hola, yo soy Mireia —dijo dándole dos besos.
Después le acercó una silla y lo ayudó a sentarse. No parecía la misma Mireia que todos conocíamos. No sonreía, no gesticulaba ni hablaba alto, no intentó seducirle con su simpatía y encantos naturales. Se sentó a su lado y lo miró con las cejas levantadas, como si hubiera visto un cachorrito desnutrido abandonado en la calle. Parecía que la situación había despertado un sentimiento de maternidad que hasta entonces nos había ocultado.
—Mireia, ¿estás bien? —le pregunté sorprendida de su cambio de personalidad repentino.
Mireia asintió con la cabeza sin dejar de mirar a David y dijo en voz baja:
—Sí, sí, muy bien, gracias. —Después se dirigió a David—: ¿Quieres beber algo? ¿Tienes hambre?
«Pero ¿a ésta qué mosca le ha picado?», me pregunté mientras me sentaba al lado de David y él acercaba la mano para coger la mía.
En ese momento llegó el camarero, un chico joven que venía todos los años de un pueblo de León para trabajar en el náutico durante el verano. Llevaba un bol con agua que puso cerca de Kits.
—Un poco de agua para este perro, que si no, se nos va a derretir con esa pelambrera —dijo—. Bueno, ¿qué va a ser?
Le pedimos unas bebidas y algo de picar y el chico se alejó con paso acelerado.
Al principio la conversación resultó un tanto forzada, pero poco a poco se fue rompiendo el hielo. Pepe y David descubrieron que compartían su afición por los coches y Pepe, al comprobar que tenía audiencia y que alguien apreciaba su hobby, nos contó muy orgulloso que estaba remodelando su Mustang y que pedía piezas de Estados Unidos porque en España le resultaba muy difícil conseguirlas. Comentó que hasta había conseguido un aparato de música antiguo con cartuchos de ocho pistas que estuvieron muy de moda en los años setenta y pensaba instalarlo en cuanto terminara de repararlo. David escuchaba atento y noté que le hizo mucha ilusión cuando Pepe lo invitó a ayudarle a hacer algunos arreglos y a ir de copiloto por un circuito de barro en el que la gente iba a hacer carreras.
Mireia seguía sin apenas pronunciar palabra. Estaba pendiente de todos los movimientos de David y se preocupaba de que estuviera cómodo, de que comiera algo, de que bebiera, de que el sol no le molestara en la cara... Sabía que David se sentía un poco incómodo con tanta atención y debía de estar preguntándose si se habría equivocado de amiga y ésta no era la chica metepatas y alegre de la que tantas historias le había contado. Para intentar arreglar la situación y alejar a Mireia de su nuevo papel de monja de la caridad, le pregunté:
—Mireia, ¿al final te apuntaste a las clases de yoga que dijiste que ibas a hacer?
Mi pregunta la pilló un poco desprevenida. Supongo que su mente seguía lamentándose por la condición de David y hasta ese momento no había pensado en ninguna otra cosa.
—Ay, no —dijo algo más relajada—. Ayer fui al gimnasio a hacer una clase de prueba y me resultó un aburrimiento total. Las señoras que había allí iban de esotéricas por la vida y se quedaban en esas posturas extrañas con la música muy baja y casi a oscuras durante una eternidad. La verdad es que eso del yoga no lo veo nada claro —explicó. De pronto se llevó la mano a la boca y su cara adquirió una tonalidad rojiza que nunca había visto—. Ay, ay, perdón, no quería decir eso... —añadió mortificada.
Hubo unos segundos de silencio hasta que David decidió poner fin a la situación que tan embarazosa le resultaba a mi amiga pero que para él era parte de su vida diaria.
—Oye, pues yo tampoco lo veo nada claro —dijo sonriendo—. Además, he oído que hay gente que se hace un nudo con las piernas y los brazos y los tienen que llevar al hospital para que los desenreden —bromeó.
Pepe soltó una enorme carcajada.
—Y a los que no consiguen desenredar los utilizan para jugar a la pelota en la playa, que por lo visto ruedan muy bien —dijo, partiéndose de risa por su propia ocurrencia.
Todos nos reímos. Mireia sonrió agradecida por el capote que le acababan de echar. Se sentía mucho mejor y ahora que sabía que no debía tener tanto miedo de herir los sentimientos de nadie, empezó a ser la Mireia metepatas de siempre. Miró hacia el mar y al ver los barcos de vela en el puerto, no se le ocurrió otra cosa mejor que decir que:
—Oye, David, ¿y a ti también te gusta la vela?
¡Casi me la como con la mirada! Si no hubiera estado tan lejos, le habría pegado una buena patada. ¿A cuento de qué venía eso? A David le había contado mi historia con Luis y cómo aprendí a navegar y me aficioné a la vela con él, pero eso era parte del pasado y no hacía falta sacar el tema.
—Pues la verdad es que sí, mucho —contestó David sin darle mayor importancia—. De pequeño hasta fui a clases de Optimist y no se me daba nada mal, pero ahora... Bueno, supongo que algún día volveré a intentarlo.
Rápidamente cambié de tema y conseguí que la tarde transcurriera sin más contratiempos. Hablamos, bebimos, nos contamos historias y pasamos un buen rato. Esa noche, David les había prometido a sus padres que iba a ir a su casa a cenar porque sus tíos estaban de visita y querían verlo. Pepe insistió en llevarlo, así podría ir en el Mustang. David accedió encantado.
Cuando llegamos a su casa, David y Kits salieron del coche y yo también me bajé para despedirme. Miré hacia la ventana y vi que su madre estaba asomada, observándonos. No era la primera vez que nos pasaba eso. Parecía que la mujer estaba todo el día pendiente de cuándo volvería su hijo para salir a recibirlo. Era una verdadera madre lapa y la sensación de estar siendo observada me resultaba de lo más incómoda.
—Bueno, ¿qué te han parecido mis amigos? —le pregunté a David.
—Me han caído muy bien, sobre todo Pepe —dijo. No sabía si lo decía por hacerme sentir bien o si realmente sentía eso. Ya lo averiguaría cuando estuviéramos a solas sin las miradas inquisidoras de su madre ni las de Mireia y Pepe, que me esperaban en el coche.
—Qué bien, cuánto me alegro —dije—. Bueno, me voy, que tu madre está mirando por la ventana y parece que se está poniendo impaciente.
—¿Ah, sí? —dijo David—. A ver qué le parece esto.
Acercó sus manos a mi cara y me dio un beso de despedida. Como siempre, sentí ese hormigueo por todo el cuerpo al notar sus labios en los míos. Nos separamos sin ganas y David se dio la vuelta con Kits para entrar en su casa. Cuando estaba a punto de subir la escalera, me llamó:
—Blanca, tenemos que terminar lo que habíamos empezado, pero esta vez sin madres —dijo.
—Desde luego —contesté—. Estaré contando los minutos.
—¡Ay, hablando de madres! ¡Casi se me olvida! —añadió—. Mi madre me dijo que quería invitarte a comer a casa el jueves. Van a venir también unos amigos míos —dijo—. ¿Puedes?
—Sí, dile que iré encantada —contesté—. Gracias.
«¿Encantada? Puf. No sé. Qué pereza —pensé—. Me gustan más los planes sin madres.»

CAPÍTULO 19




David. Agosto de 2011
El jueves amaneció con un día magnífico y la actividad en casa era incesante. Mi madre corría de un lado a otro: recogió el salón, arregló el cuarto de baño de invitados, preparó el caldo de la paella, puso junto con Silvia la mesa en el jardín y, mientras tanto, pensó en un plan B por si de pronto caía uno de esos chaparrones que ella temía tanto a pesar de ser tan poco frecuentes a mediados de agosto. Para que la cosa no resultase demasiado protocolaria decidimos invitar también a comer a Jorge, a Lola y a Róber. Blanca ya había conocido a mi amiga Lola, porque habíamos coincidido con ella una mañana dando una vuelta y ambas parecieron congeniar de inmediato.
Mis tres amigos estaban encantados con la posibilidad de venir a comer a casa. Róber siempre tenía un apetito excelente y sabía que mi madre era una gran cocinera. Eran casi las dos cuando Lola, Róber y Jorge llamaron a la puerta. Silvia se adelantó y los hizo pasar al salón mientras Kits esperaba, moviendo la cola, el rascado detrás de las orejas con el que siempre lo saludaban.
—Creo que nos hemos adelantado un poco —se disculpó Lola—. Apenas había tráfico y hemos llegado en un momento.
Mientras los tres tomaban asiento, volvió a sonar el timbre de la puerta. El ladrido de Kits me indicó que Blanca ya había llegado. En esa ocasión fui yo más rápido. Abrí la puerta y recibí a Blanca con un beso fugaz. Llevaba un ramo de flores.
—Hola, David. Le he traído esto a tu madre. Ha sido un poco complicado llevarlas en el autobús, pero al final he conseguido que nadie las estropease.
—Gracias, Blanca. Huelen de maravilla, seguro que son preciosas. Ven, vamos a dárselas a mi madre para que las ponga en agua.
Mi madre estaba detrás de nosotros y se acercó de inmediato a saludar a Blanca con dos besos y se disculpó por no haber tenido tiempo de arreglarse. Agradeció el ramo y comentó que tenía que volver a la cocina para aliñar la ensalada.
—¿Necesitas que te ayude? —preguntó Blanca.
—No, gracias —dijo mi madre—. Ya me las apaño yo sola.
Kits giraba a nuestro alrededor moviendo la cola como si le hubieran dado cuerda. Era evidente que la presencia de Blanca en casa le resultaba un tanto extraña. Cuando pasamos al salón, todos nos recibieron de pie. Blanca y Lola se saludaron mientras Jorge y Róber esperaban a que les llegase el turno de las presentaciones.
—Blanca. Ya te he hablado de Jorge y Róber. Aquí tenéis a Blanca. Gracias a ella tenemos ahora a Kits en casa.
—Hola, Blanca. Yo soy Jorge. Encantado de conocerte. Ya teníamos ganas de saber cómo eras, porque David no para de hablar de ti.
—Entonces, si tú eres Jorge, yo debo de ser Róber. David, te voy a echar la bronca. No nos habías dicho que Blanca era tan guapa.
—Gracias, Róber —repuso ella—. Supongo que serás tú el que tenga que contarle esos detalles —bromeó—. Seguro que en cuanto estéis solos te pregunta cómo soy.
Noté que los colores me subían a la cara.
—¡Silvia! ¿Puedes venir a echarme una mano? Yo sola no puedo con todo... —se oyó la voz de mi madre desde la cocina.
Mi hermana protestó un par de veces pero terminó por levantarse. Yo la seguí para ver si podía hacer algo y Blanca fue detrás.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Nada, no te preocupes —dijo mi madre—. Tú atiende a tus invitados.
En ese momento salió mi padre de su habitación y saludó cariñosamente a Blanca. Cruzaron un par de palabras sobre el verano, la facultad y los planes de Blanca, que iba a empezar la carrera de veterinaria en septiembre. Mi madre los interrumpió y le pidió a mi padre que abriera un par de botellas de vino y nosotros volvimos al salón a reunirnos con mis amigos. Unos minutos más tarde, nos anunciaron que la comida estaba lista. Me levanté y fui hasta la puerta de la cocina que daba al jardín, con Blanca a mi lado. Oí que mi madre seguía preparando algo en la encimera, pero en cuanto me acerqué al primer escalón, dejó lo que estaba haciendo y se acercó rápidamente.
—Cuidado, David, empieza escalera. Espera, que sujeto la puerta —dijo abriéndose paso entre Blanca y yo.
Conocía perfectamente el recorrido y me molestó que me humillara de esa manera delante de Blanca, pero no dije nada.
—Ven por aquí —siguió mi madre llevándome hasta la mesa y moviendo una silla—. Te he puesto en la cabecera de la mesa para que Kits tenga más sitio y tú, Blanca, te puedes sentar a su lado.
Blanca obedeció y se sentó mientras yo le pedía a Kits que se tumbara a mis pies.
La paella estaba deliciosa, en su punto. Oí el tintineo de los cubiertos en los platos mientras todos disfrutábamos de una comida excelente. Cogí el vaso que tenía delante y, al comprobar que estaba vacío, le pedí a Blanca que me pasara la botella de vino, pero antes de que pudiera reaccionar, mi madre ya me estaba llenando la copa.
¿Por qué me trataba así? ¿Qué pretendía? ¿Hacerme quedar como un inútil delante de mi novia? Blanca no comentó nada, pero me pareció que su tono de voz era distinto cuando hablaba con mi madre, como si dudara antes de decir nada.
Durante la sobremesa la conversación estuvo bastante animada. Hablamos sobre todo de Kits y mis anécdotas en la EPG con mis compañeros de curso. Blanca empezó a contar cómo nos conocimos y cómo casi le rompo el brazo cuando la sorprendí aquella noche.
—Supongo que debes de echar mucho de menos al perro —comentó mi madre.
—Sí, muchísimo, en mi casa todos nos acordamos mucho de él, pero por lo menos ahora puedo seguir viéndolo cuando estoy con David —contestó Blanca—. Estaba pensando en educar a otro cachorrito, pero no sé si voy a tener tiempo entre las clases, las prácticas de la facultad y el tenis.
—Desde luego, parece que estás de lo más ocupada —dijo mi madre—. No sé cómo te va a dar tiempo para todo. Bueno, por lo menos ya sabes que David está aquí muy bien cuidado.
«¿Y eso a qué viene?», pensé. Su comentario hizo que en la mesa se creara una tensión muy aparente. Yo estaba a punto de contestar algo, pero Jorge se adelantó y empezó a hablar de política, un tema que sabía que a mi padre le interesaría inmediatamente.
No entendía muy bien por qué, pero notaba que Blanca no le había caído muy bien a mi madre. Esperaba que Blanca no se diera cuenta. Mi madre siguió pasándome el pan antes de que lo pidiera, ofreciéndome más comida, rellenando mi vaso sin parar, e hizo algún que otro comentario más sobre cuánto había sufrido con mi accidente. Su comportamiento resultaba de lo más extraño y poco natural.
Mi hermana salió de la cocina con una bandeja con las tazas de café. Como los platos del postre seguían sobre la mesa, Blanca empezó a recogerlos y pidió a Jorge y a Róber los suyos. Yo me levanté y cogí el montón de platos que Blanca tenía delante para llevarlos a la cocina, y en ese instante, se acercó mi madre y me los quitó de la mano.
—Dame, que ya me encargo yo. Ahora te preparo tu cortado en taza mediana y con media cucharadita de azúcar —dijo y al oírla empecé a darme cuenta de por qué actuaba así. Estaba marcando su territorio y pretendía demostrarle a Blanca que ella me conocía mejor que nadie. Era una maniobra de lo más ruin y no pensaba dejar que se saliera con la suya.
—Gracias, mamá, pero con este calor no me apetece mucho un café caliente —dije—. Blanca, ¿te puedo pedir un favor? ¿Me podrías preparar un café con hielo como el que a veces nos tomábamos en la EPG?
Podría haberlo hecho yo perfectamente, pero quería que Blanca tuviera su pequeño momento de protagonismo.
—Sí, claro —contestó Blanca inmediatamente. Noté que se levantaba y recogía algunos platos—. Te acompaño a llevar esto y así cojo un poco de hielo de la cocina —le dijo a mi madre.
Mi madre asintió, pero sabía que la maniobra le había sentado como una patada en el estómago. No quería ofenderla. Sin embargo, tampoco pensaba permitir que ninguneara a Blanca.
Por la tarde había quedado con Andrés, mi entrenador de natación, para hablar sobre los entrenamientos de la temporada. Así que después del café, nos despedimos de mis padres y de mi hermana y salí de casa con Blanca y mis tres amigos. Róber se ofreció a dejar a Blanca en su casa y acercarme después a mí al Club Deportivo Universitario.
Mientras íbamos en el coche, Blanca ya no pudo aguantar más y comentó:
—Tu madre no me aguanta.
—No, no pienses eso. Seguro que le has causado una buena impresión —mentí—. Lo que pasa es que estaba muy nerviosa para que todo saliera bien. No sabes lo histérica que es con la comida.
—¿Y siempre es así contigo? ¡No te deja mover ni un dedo!
—Bueno, es que está un poco chapada a la antigua —la disculpé— y la verdad es que desde el accidente ha estado mucho más pendiente de mí que nunca. Ya se le pasará.
—¿Y tú, David? ¿También estás chapado a la antigua? Porque a mí eso de que los hombres se queden sentados mientras se recoge la mesa y las mujeres sean las únicas encargadas de la casa no me acaba de convencer.
—No, yo no soy mi madre —dije esta vez con sinceridad—. Creo que ya te lo he demostrado, ¿no?
—Sí, tienes razón —dijo.
Ya habíamos llegado a su casa. Me dio un beso y se despidió de todos.
Róber me dejó en la piscina y Kits y yo nos metimos en el polideportivo. Era uno de los recorridos de seguimiento que habíamos practicado con Richi y el perro se acordaba perfectamente. Mi conversación con Andrés fue bastante breve. Me dio el programa de entrenamiento que comenzaría a principios de septiembre: dos horas por las mañanas y otras dos por las tardes. Después volví a casa en autobús.
Nada más entrar, me dirigí a la cocina, donde estaba mi madre. Tenía que hablar con ella, ponerle las cosas muy claras desde el primer momento.
—Qué pronto has vuelto —me dijo.
—Sí, Andrés no tenía mucho que decirme —contesté—. Mamá, ¿se puede saber qué pretendías hoy tratándome como si fuera idiota? ¿Por qué has tratado así a Blanca, ignorando su ayuda y haciendo comentarios absurdos?
Oí que mi madre movía una silla y se sentaba. Me imaginé que la conversación iba a ser mucho más seria de lo que yo anticipaba.
—Mira, David, la verdad es que tengo que serte muy sincera —dijo—. Esta chica, Blanca, es muy mona, muy educada y muy simpática, pero...
—Pero ¿qué? —contesté poniéndome a la defensiva.
—Ay, no sé, hijo. No sé cómo explicarlo, pero creo que no te conviene.
—¿Cómo? ¿Que no me conviene? —salté—. ¿Te das cuenta de la estupidez que acabas de decir? ¿Quién eres tú para decir lo que me conviene y lo que no? ¿Y quién te da derecho a opinar sobre Blanca cuando apenas la conoces de unas horas?
—Bueno, para empezar soy tu madre y te conozco mejor que nadie —se defendió—. De verdad, David, no me gusta nada tener que decirte estas cosas, pero mi intuición de madre me dice que Blanca tiene una vida demasiado ocupada y, cuando se le acabe la novedad de Kits y de ti, no sé, creo que acabará dejándote y haciéndote daño, y a mí me partiría el corazón verte sufrir. Tú ya has pasado por demasiado y en tus condiciones necesitas a alguien que pueda estar más pendiente de ti.
—¿En mis condiciones? —contesté esta vez gritando—. Déjame que sea yo quien decida la chica que me conviene o deja de convenirme. Mira, te voy a dejar algo muy claro. No quiero que vuelvas a intentar interferir en mi vida y deducir cosas por mí. Sí, ya sé que tú has hecho mucho por mí y te lo agradezco, reconozco que sin vuestro apoyo seguramente no habría podido salir adelante, pero no soy un inútil, mamá. No necesito que nadie me proteja ni que me traten como si fuera un bebé. Blanca está muy ocupada y es precisamente como debe estar. Preparándose para su futuro y su carrera, igual que yo. No pienso permitir que ella dedique su vida a estar pendiente de mí. No lo necesito. Los dos somos iguales. Iguales en derechos y obligaciones y, sobre todo, mamá, iguales en capacidades. Y eso mamá, incluye a los ciegos. ¡Me incluye a mí! ¿Te enteras?
No esperé a escuchar su respuesta. Subí a mi cuarto, cerré la puerta y encendí el ordenador. La voz sintética me decía que Blanca estaba conectada al Skype. Me puse los cascos y ajusté el micrófono. Con el tabulador me desplacé hasta el botón de llamada. Estaba a punto de pulsarlo, pero me detuve. Era mejor que no supiera nada de la conversación que había tenido con mi madre.

CAPÍTULO 20




Blanca. Agosto de 2011
Estábamos cenando en casa los cuatro, algo que no sucedía con frecuencia ya que mi padre solía llegar muy tarde del periódico y en las últimas semanas la verdad es que a mí tampoco me veían mucho el pelo. Mi padre había cocinado su especialidad y mi plato preferido, espaguetis boloñesa con su riquísima salsa casera. Al verle remover la olla con la cuchara de madera, me acordé de la comida en casa de David. Qué diferentes eran nuestras familias. Mis padres compartían las obligaciones de la casa prácticamente por igual. El trato era que si uno cocinaba, los demás teníamos que recoger la mesa, y no era poco frecuente ver a mi padre fregando los cacharros cuando le tocaba su turno. En casa no teníamos a nadie que viniera a hacer la limpieza y desde muy pequeñas, a mi hermana y a mí nos habían enseñado que todos teníamos que colaborar. Claro que es cierto que no teníamos hermanos, pero si los hubiéramos tenido, estoy convencida de que en mi familia no se habrían hecho distinciones. De hecho, cuando venían mis primos a casa, sabían que nadie se podía escaquear por muy «macho» que fuera.
Mi padre por fin llevó la fuente de comida a la mesa y todos nos sentamos, anticipando una gran cena. Me serví un buen plato de espaguetis y les puse un montón de queso rallado por encima. Sin más, empecé a enrollar la pasta en el tenedor. Con un poco de suerte acabaríamos pronto y podría salir.
—Te veo muy acelerada —dijo mi padre—. ¿Tienes prisa?
—En realidad, sí —contesté metiéndome el tenedor en la boca—. He quedado con David dentro de media hora para ir a dar un paseo con Kits.
—Por favor, traga antes de hablar —me corrigió mi madre, que no era capaz de estar media hora con nosotras sin darnos alguna lección de buenos modales. Se puso la servilleta en las piernas y añadió—: Últimamente estás quedando mucho con David, ¿no? Supongo que te gustará estar con Kits y jugar con él.
—Sí, me encanta —dije después de tragar—. Es increíble lo bien que trabaja. David está muy contento con él.
—Cuánto me alegro —dijo mi madre—. La verdad es que yo todavía echo de menos verlo corretear por la casa.
—Tu amigo David... ¿estudia o hace algo? —preguntó mi padre.
—Papá, ya te he contado que David estudia periodismo —contesté un poco molesta por el tono de voz que había empleado. Además, él sabía perfectamente que David era algo más que mi amigo—. En unas semanas empezará cuarto y en junio se graduará y se pondrá a buscar trabajo. A lo mejor podrías ayudarle a encontrar algo en el periódico. No sabes lo bien que escribe.
—Ya veo —dijo mi padre.
—¿Y tú? ¿Ya estás lista para empezar la universidad? —preguntó mi madre—. No sé, me da la impresión de que estás dejando un poco de lado tus intereses y tus amigos y quizá estés demasiado pendiente de Kits y de David. A lo mejor te convendría prepararte un poco. Por otro lado, creo que a David no le haces un gran favor si le ayudas en todo. Él también tendrá que acostumbrarse a desenvolverse solo.
—¿Cómo? —No acababa de comprender muy bien la intención de sus palabras. ¿Adónde pensaba ir con esa conversación?—. ¿A qué te refieres? Y ¿cómo quieres que me prepare? Las clases ni siquiera han empezado. Ya estoy matriculada y, de momento, lo único que puedo hacer es esperar. No pretenderás que me ponga a estudiar antes de que empiece el curso, ¿no? Y respecto a David, él sabe perfectamente cómo desenvolverse solo. Yo no soy su lazarillo, mamá, para eso ayudamos a educar Kits, ¿te acuerdas? —respondí bastante ofendida.
—Blanca, no hace falta ponerse así —intentó tranquilizarme mi padre—. Lo que pasa es que... bueno... que tu madre y yo estamos un poco preocupados por ti y tu relación con David. Nosotros somos mayores y vemos las cosas desde otro punto de vista y nos parece que a lo mejor no sabes muy bien dónde te estás metiendo.
Dejé el tenedor sobre la mesa con desgana y me apoyé en el respaldo de la silla. Los miraba con incredulidad. Dieciocho, tenía dieciocho años, y allí estaban mis padres preocupados por mi relación con una de las personas más maravillosas que había conocido en mi vida. Si alguien hubiera escuchado la conversación se habría preguntado si me había liado con un drogadicto o un estafador o un caradura de esos que no mueven ni un dedo y se dedican a chupar del bote. David estudiaba, me quería, me enseñaba cosas que nunca habría imaginado que podría aprender, era honesto y trataba bien a todo el mundo. ¿Qué lugar espantoso era ese en el que pensaban que me estaba metiendo?
—¿Y qué es lo que os preocupa exactamente, si se puede saber? —espeté—. ¿Es que acaso podéis decir algo malo de David? ¿O es que quizá os molesta el hecho de que sea ciego?
—Por favor, Blanca, no te lo tomes a mal —dijo mi madre—. David nos cae muy bien, parece un chico estupendo. Sólo queremos asegurarnos de que no confundes la compasión con el amor o que el hecho de que eches de menos a Kits y quieras estar con él no te esté llevando a estar con David. Entiendo perfectamente que quieras ver al perro, pero a lo mejor, y sólo a lo mejor, podrías estar engañándote a ti misma y eso no sería justo para David.
—Y además, Blanca —añadió mi padre—, creo que eres muy joven para atarte a una persona así. Tienes toda una vida por delante y...
No le dejé terminar. Estaba que me salía humo por las orejas. Mis padres no parecían conocerme absolutamente nada y apenas sabían nada de David y, sin embargo, ahí estaban, como jueces en un pedestal, sentenciando a golpe de martillo lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que yo sentía o dejaba de sentir, lo que me convenía y lo que era justo para David. Estaba claro que también pensaban que era tonta y aparentemente me engañaba a mí misma, porque el único motivo por el que estaba con él era para acariciar a Kits.
¿Cómo podían decir tantas estupideces seguidas?
¿Y quién les daba derecho a juzgar de esa manera mis sentimientos y opinar de algo de lo que no tenían ni idea? Sí, ya, la edad, la experiencia, la preocupación de ser padres... ¿Por qué no lo llamábamos por su verdadero nombre? La vejez, la hipocresía, el convencimiento de que sólo por ser padres pueden manejarte como si fueras un títere y tirar de las cuerdas a su antojo.
—¿Una persona así? ¡No me puedo creer que hayas dicho eso! —contesté haciendo un esfuerzo sobrehumano por no levantar demasiado la voz. Miré a mi madre—. Mamá, tú fuiste precisamente la que tuvo la idea de criar a un perro guía para ayudar a «una persona así». Pensaba que tu intención era genuina, que realmente estabas convencida de que lo que hacíamos era lo correcto, pero por vuestros comentarios me da la sensación de que todo era una farsa. El poder decir «Mira, qué buenos somos que criamos perros para ciegos». Pero eso sí, por favor, esos pobres ciegos que no se nos acerquen, no nos vayan a salpicar... Realmente me avergüenza vuestra actitud y vuestros comentarios.
—Me parece que te estás pasando —dijo mi madre—. Nosotros... yo sólo quiero que lo pienses un poco, que no te sientas obligada a nada, que...
—A lo único que me siento obligada en estos momentos es a quedarme aquí sentada con vosotros y no deciros todo lo que estoy pensando —dije.
—Desde luego, Blanca, contigo no se puede hablar de nada —dijo mi padre.
Mi hermana, que hasta ese momento no había dicho ni una palabra, dio un manotazo en la mesa. Todos nos quedamos mirándola sorprendidos por su reacción. Cris no podía soportar las discusiones familiares. Desde muy pequeña, si alguien levantaba un poco la voz, se ponía muy nerviosa y creo que, gracias a eso, la sangre nunca llegaba al río.
—¡Ya vale! ¿No? —protestó Cris—. Ya le habéis dicho lo que pensáis y ella ya os ha contestado. ¿Podemos dejar ya el tema?
—Sí, será mejor que lo dejemos de momento —asintió mi madre.
—De momento y para siempre, porque yo no tengo nada más que decir ni nada que escuchar sobre este tema —corté tajantemente.
Se me había quitado el hambre por completo. Tenía ganas de levantarme de la mesa, pero sabía que un gesto así provocaría una bronca mucho más grande, así que me quedé ahí sentada sin decir ni una palabra ni probar otro bocado. Cuando terminamos de comer, ayudé a recoger, me lavé los dientes y salí de casa.
La conversación me había puesto de un humor pésimo. Afortunadamente, antes de ver a David tenía un buen camino que recorrer con la bicicleta y esperaba que se me pasara el cabreo cuando me diera un poco el aire en la cara. Pero no fue así.
David y yo habíamos quedado en el banco que había a la entrada del parque cerca de su casa. Nos gustaba aquel lugar. Por la noche ya no había niños corriendo ni madres persiguiéndolos para que se terminaran la merienda y podíamos sentarnos tranquilamente bajo la débil luz de la farola. Me extrañó que no quisiera esperarme en la puerta de su casa como hacía otras veces. No me habría importado saludar a sus padres. Es cierto que no teníamos mucho en común y que su madre me resultaba bastante pesada, pero me daba la impresión de que por lo menos a su padre no le había caído mal del todo. A lo mejor me equivocaba.
Llegué pedaleando y los vi a los dos sentados tranquilamente disfrutando de la buena noche que hacía. Vi que David sacaba el teléfono y se ponía a teclear algo. A los pocos segundos, noté que mi teléfono vibraba.
—¿Dígame? —dije al llegar a donde estaban.
David sonrió, se puso de pie y me dio un abrazo y un largo beso. Estar entre sus brazos era justo lo que necesitaba. Cerré los ojos y nos quedamos así un buen rato, hasta que Kits empezó a darle golpecitos con el morro.
—¡Kits, no te pongas celoso, que he estado contigo todo el día! —bromeó David—. ¿Qué te parece si damos un paseo?
—Me parece el mejor plan del mundo —contesté con sinceridad. Nada me hacía más feliz y me relajaba más que estar a su lado.
Empezamos a caminar cogidos de la mano. Al doblar una esquina vi un cartel en el suelo que anunciaba que acababan de poner cemento fresco en la rampa que daba a un aparcamiento. También habían colocado unas cuantas estacas para marcar la zona, pero los muy listos no se molestaron en poner una cinta uniendo los palos para impedir que nadie lo pisara. Pensé que, de no haber estado yo allí, Kits habría metido a David por el cemento.
—Desde luego —comenté—, la gente no piensa. Tenemos que desviarnos, porque acaban de poner cemento en la entrada del aparcamiento.
—¿Está todavía mojado? —preguntó David.
—Parece que sí —contesté.
—Llévame hasta allí —me pidió él.
Extrañada por su interés en la rampa de un aparcamiento, acerqué a David hasta el límite del cemento gris y húmedo. David se agachó y se puso de rodillas justo en el borde.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Escribir algo —dijo. Pasó la mano con suavidad por la superficie y de pronto empezó a hundir su dedo índice en la masa blanda, dejando unos agujeros con formas aparentemente caprichosas. Yo le observaba con atención. Hizo tres filas de puntos, como si fueran hormigas en un desfile.



Era braille. Estaba escribiendo un mensaje que para mí era imposible de descifrar.
—Ya está —dijo por fin levantándose y frotándose el dedo para limpiar los restos del cemento que se le habían quedado pegados—. Nadie lo podrá borrar.
—¿Qué pone? —dije observando los agujeros que había dejado su dedo.
—Te quiero —contestó David.
Sus palabras hicieron que mi corazón diera un vuelco. «Te quiero.» Esas dos palabras eran las más importantes para mí en ese momento. La confirmación de que nos amábamos y nada ni nadie nos iba a separar.
Me lancé a sus brazos y nos besamos intensamente.
—Yo también te quiero, David —contesté—. No sabes cuánto. Me da igual lo que digan, te quiero por encima de todo.
David en ese momento se quedó inmóvil. Se separó un poco.
—¿Lo que digan? —preguntó—. ¿Es que alguien ha dicho algo?
—No, si no es nada, es que... —empecé a decir. ¿Debía contarle la discusión familiar que había tenido? ¿Qué pensaría de mis padres si se lo dijera? ¿Se sentiría insultado? ¿Molesto? ¿Avergonzado? No quería contárselo, pero por otro lado, tampoco podía engañarle. David notaba que me pasaba algo y no quería mentirle—. Es que he tenido una pequeña discusión con mis padres antes de venir —confesé.
—Una discusión... ¿sobre mí? —dijo intuyendo perfectamente de qué se trataba.
Su pregunta hizo que me pusiera rígida. Tenía que encontrar las palabras adecuadas, pero no tenía tiempo. David estaba esperando mi respuesta.
—Más o menos —respondí—. Creen que últimamente estoy saliendo demasiado.
—¿Que estás saliendo demasiado conmigo? ¿Es eso? —preguntó—. Blanca, no tienes que ocultarme nada. Me imagino que para tus padres no debe de ser nada fácil que su hija salga con un ciego. No es una noticia que se pueda digerir de la noche a la mañana. Fíjate en mis padres, ellos todavía no se han hecho a la idea y ya ha pasado más de un año del accidente.
—No, no es eso. Bueno, sí; bueno, no. El caso es que no tienen razón, David. Yo no estoy contigo por compasión, ni por Kits, yo no te veo como a una persona ciega —solté, y en ese mismo instante me arrepentí de lo que había dicho. Quería echar marcha atrás, recoger mis palabras, que se habían quedado flotando en el aire.
David se quedó callado. Me pregunté qué estaría pensando, si le habría herido. Le cogí la mano y miré a esos ojos verdes con un nudo de preocupación en la garganta.
—David, tú eres mucho más que eso. Tú eres David, tú eres la persona con la que me siento completamente feliz, la persona en la que pienso todos los días antes de dormir y mi primer pensamiento cuando me levanto. Tú eres mi amigo, mi novio, mi todo. Yo no pienso en ti como en una persona ciega. Yo te necesito, te quiero con toda mi alma, yo...
No me dejó terminar. David me cogió entre sus brazos y me besó apasionadamente. Cerré los ojos y sentí sus labios, sus caricias, sus brazos fuertes que me estrechaban y me hacían sentir segura.
—Yo también te quiero, Blanca, muchísimo —dijo.
Su voz, sus palabras, su presencia, reafirmaron mis sentimientos. Sabía que David era la persona con la que quería pasar el resto de mi vida.
Cuando volví a casa me encontraba mucho mejor. Se me había pasado el mal humor con el que había salido y, una vez más, contaba las horas para volver a estar con él. Iba a meter la bici en el garaje cuando me di cuenta de que la luz de mi habitación estaba encendida.
Subí la escalera y al abrir la puerta de mi cuarto me encontré a mi madre sentada en mi cama.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté molesta por su intromisión.
—Blanca quería hablar contigo... —me dijo.
—No, mamá, por favor, otra vez no, ya te dije que... —la interrumpí enfadada.
—Escúchame sólo un minuto y no saltes hasta que no oigas lo que quiero decirte —me pidió, haciendo un gesto con la mano para que me sentara a su lado en la cama.
Obedecí con desgana. No quería oírla, no quería discutir más, no me iba a convencer de sus teorías disparatadas ni me haría recapacitar de algo que para mí era un asunto zanjado.
—Blanca, he estado pensando en lo que has dicho durante la cena —continuó— y creo que tienes razón. Mi actitud ha sido un poco cínica al no haber aceptado o haber tenido mis dudas sobre tu relación con David y quería pedirte perdón. Sé que tú eres joven y, francamente, un poco cabezota —sonrió poniendo su mano sobre la mía—, pero no hay duda de que te estás convirtiendo en una mujer hecha y derecha y que sabes perfectamente lo que quieres y lo que es mejor para ti. Estoy segura de que sabrás tomar la decisión acertada y quiero que sepas que, hagas lo que hagas, yo siempre te querré, te apoyaré y podrás contar conmigo para lo que quieras.
La confesión de mi madre me dejó totalmente desorientada. Jamás me habría imaginado que me diría algo así. Ella, la que siempre tenía la razón, la mujer perfecta, la de la experiencia y los años y todas esas cosas, reconocía haberse equivocado y me ofrecía su apoyo incondicional. Me sentí mal por haberles hablado en ese tono durante la cena y orgullosa de tener una familia así. Abracé a mi madre, agradecida de que me hubiera esperado para hablar conmigo.
—Gracias, mamá, yo... lo que os he dicho... —empecé a responder haciendo un esfuerzo por no balbucear.
—Lo que nos has dicho han sido las palabras que me han hecho despertar —me interrumpió mi madre quitándome el pelo de la cara— y te agradezco tu sinceridad. A veces tenemos que oír las cosas, aunque no nos gusten. Y ahora vamos a dormir, que se ha hecho muy tarde. Buenas noches.
Me dio un beso en la frente, se levantó de la cama y se acercó a la puerta.
—Buenas noches, mamá.
—Ah, una cosa más —dijo sonriendo desde la puerta—. Aunque David no te pueda ver, sigo pensando que deberías arreglarte un poco más. Fíjate qué pintas llevas. Si te cuidaras un poquito, estarías absolutamente impresionante.
—¡Mamá! —protesté, aunque me estaba riendo por su comentario.
Me miré. Llevaba mis vaqueros de siempre, unas zapatillas de deporte y una camiseta. Es cierto que no me había maquillado y que tenía todo el pelo revuelto después de volver en bici a casa, pero tampoco iba tan, tan mal...
Mi madre salió de mi habitación y me quedé sentada en la cama pensando en los acontecimientos de la noche. Después de la gran tormenta, parecía que todo había vuelto a la normalidad. De pronto recordé mi conversación con David y me arrepentí de haberle contado el verdadero motivo de la discusión que había tenido con mis padres. Había sido una falsa alarma y no tendría que haberle preocupado por una tontería así.
Le llamé por teléfono, pero no contestó.

CAPÍTULO 21




David. Septiembre de 2011
Blanca y yo paseábamos agarrados de la mano mientras Kits se entretenía en olisquear unos parterres. Después de algo más de un mes, en el que habíamos cometido el grave error de intentar conocer y caer bien a nuestras respectivas familias, por fin era capaz de ignorar los comentarios que habían hecho tanto la madre de Blanca como la mía: compasión, «una persona como tú», te acabará haciendo daño, está contigo por Kits... Blanca me había asegurado que no era cierto y, si no quería volverme loco, tenía que creer en ella. Las relaciones se basan en la confianza, no en la continua sospecha. No podía permitir que dos madres posesivas y meticonas abrieran una brecha entre nosotros. Blanca me quería. Estaba seguro de ello. Además, en ese momento tenía otro problema que me preocupaba más.
Róber me había llamado esa misma mañana para contármelo. Sus padres iban a estar fuera el fin de semana y estaba pensando hacer una fiesta en su casa para despedir el verano e invitar al grupo de amigos habituales a una barbacoa, pero no quería hacerlo sin antes consultarlo conmigo. Cuando me lo dijo, me quedé callado unos instantes. Sabía que era muy probable que en algún momento tuviera que pasar por el mismo lugar en el que había tenido el accidente y volver a la misma casa donde comenzó todo, pero no anticipaba que fuera a ocurrir tan pronto. ¿Sería capaz de hacerlo? Las dudas y el temor me invadían. No estaba preparado; sin embargo, sabía que si le decía que no, él no seguiría adelante con su idea. ¿Qué derecho tenía a fastidiar los planes de los demás?
—La verdad es que por un lado me apetece —le conté a Blanca—, pero si quieres que te sea sincero, me da miedo. La lógica me dice que tengo que ir, que tengo que dejar atrás los fantasmas, que esa carretera no es ni más ni menos peligrosa que cualquier otra —seguí reflexionando en voz alta—. Pero mis dudas están ahí.
—Lo entiendo perfectamente —contestó ella— y tu reto será vencer esas dudas. Pero sólo tú puedes decidir cuándo hacerlo. Si quieres, le damos una excusa y le decimos que no podemos ir.
No sé si Blanca utilizó la palabra «reto» de manera intencionada. Desde que me quedé ciego, mi vida había sido un reto detrás de otro y, hasta ese momento, había conseguido superarlos todos. ¿Iba a ser éste el primero con el que me rindiera?
—No, está decidido —contesté firmemente—. Iremos. Los fantasmas no se ahuyentan escondiendo la cabeza debajo de la almohada.
—Totalmente de acuerdo —dijo mientras me daba un rápido beso—. Estará muy bien, ya verás. ¿Quiénes van a ir?
—Pues... supongo que la gente de la facultad. Ya sabes, Lola, Jorge, me imagino que Laura y...
Blanca me interrumpió.
—¿Y Claudia?
Sabía que sí iba a ir, pero no era un asunto que me preocupara lo más mínimo.
—Vaya, parece que no soy el único que anda buscando fantasmas —respondí con una sonrisa.
—Por lo que sé de ella, de fantasma nada. Es real y muy real. Pero tu respuesta me lo ha dejado claro. Ella va a ir.
—Creo que te has equivocado de profesión —contesté entre risas—. Deberías dedicarte a hacer interrogatorios para la CIA. De verdad, Blanca, no te preocupes por eso, es un tema completamente olvidado.
—¿Y estás seguro de que yo debería ir? —preguntó—. No lo digo por Claudia, lo digo porque tú vas a estar con tus amigos. No sé, a lo mejor no pinto nada ahí.
En ese momento se me ocurrió una idea.
—¿Quieres que le digamos a alguno de tus amigos que venga con nosotros?
Ella dudó unos segundos.
—Si a Róber le parece bien, creo que sería mejor. Pepe sé que no va a poder y Natalia tampoco, pero seguro que a Mireia le apetecerá. ¿Crees que le importará?
—Seguro que no, pero si te parece nos vamos a enterar ahora mismo.
Llamé a Róber y, como ya me imaginaba, aceptó de inmediato. El sábado por la mañana pasaría a recogerme y luego iríamos a buscar a las chicas a casa de Blanca. Desde allí, seguiríamos directos a su casa.
Cuando el viernes por la mañana oí el claxon del coche de Róber, Kits y yo ya estábamos listos. Salí de mi casa de inmediato con Kits de la correa, no sin antes prometer a mi madre por enésima vez que la llamaría en cuanto llegásemos. Cuando le conté el plan, puso el grito en el cielo y, gracias a la ayuda de mi padre, conseguimos convencerla de que tenía que dejar que yo tomara mis propias decisiones. Aun así, no podía despedirse sin repetirme una vez más que no le gustaba la idea y que la iba a matar a disgustos. Saludé a Róber, que ya estaba esperándome en el portal, me agarré de su hombro y nos dirigimos hacia el vehículo, acompañados de Kits, que movía alegremente el rabo anticipando un buen plan.
Una vez en el coche, Róber empezó a preguntarme por Mireia. Nunca se habían visto y le comía la curiosidad.
—Y esta tía, ¿qué tal está? No será un callo malayo de esas que andan buscando novio como locas, ¿no? David, no me hagas una encerrona porque te mato.
—¡No! —reí divertido ante su ocurrencia—. Te aseguro que Mireia está muy bien.
—Ya, pero... perdona que no me fíe de tu criterio. Hace dos años no habría dudado, pero ahora ves menos que un pepino y la única información que tienes es lo que te dice Blanca, y ella no va a hablar mal de su mejor amiga.
Negué con la cabeza.
—Seguro que Mireia te va a encantar —insistí.
Al cabo de quince minutos, Róber puso el intermitente y se metió en la rampa del garaje de la casa de Blanca.
—Ya hemos llegado. Perfectos de hora.
—Voy a darle un «toque» a Blanca para que bajen —respondí.
Marqué el teléfono y dejé que sonara un par de veces. Aparcamos el coche y nos quedamos fuera esperando. Antes de un minuto Róber me dio un golpecito el brazo.
—Ahí sale Blanca, pero viene sola —me dijo—. Seguro que su amiga se ha rajado.
Di unos pasos hacia la dirección por la que ella debía de venir y la recibí con un beso.
—¡Hola! Mireia baja ahora mismo, está terminando de arreglarse —dijo Blanca.
Mireia tardó casi diez minutos más en salir y, cuando por fin lo hizo, Róber se agarró a mi brazo, creo que para no caerse.
—¡Joder, vaya pedazo de tía! —me dijo en voz baja.
Blanca se rió. A pesar de los intentos de discreción de Róber, la admiración le había podido y ella había oído perfectamente el comentario. Me acerqué para darle un beso a Mireia y comprobé que debía de llevar unos zapatos con un tacón de medio metro, muy poco aptos para una barbacoa en la piscina. Empezó a hablar con Róber como si fueran amigos de toda la vida, mientras Blanca y yo ocupábamos el asiento de atrás.
—Pasan de nosotros —le dije a Blanca—. Ni se enteran de que vamos con ellos.
—¡Oye, que estamos aquí!
Los dos nos ignoraron y siguieron con su charla.
—Espero que Róber preste más atención a la carretera que a las piernas de Mireia —dijo Blanca.
Blanca había hecho el comentario sin otra intención que la de decir algo gracioso, pero sus palabras habían ido más allá. En mi cabeza volvió a aparecer la imagen de Claudia desnuda, saliendo empapada de la piscina. Volví a recordar cómo me había montado en el coche y había tomado la carretera. Una carretera por la que no había vuelto a pasar desde aquella noche en la que mi vida pegó un giro radical e irreversible. De pronto sentí que el miedo me atenazaba. Una fiesta en la misma casa, con la misma gente y casi en las mismas fechas. En esta ocasión yo no conduciría, ni tampoco podría ver a Claudia riéndose de mí. Ni a Claudia ni a nadie. Sacudí la cabeza tratando de alejar mis pensamientos y noté que un escalofrío me recorría la espalda.
—David, si no dejas de apretarme la mano me la vas a romper.
—Yo... Lo siento, Blanca —contesté mientras relajaba la tensión de mis dedos—. Tenía la cabeza en otro sitio.
—No va a pasar nada —me susurró—. Todo va a salir bien, ya verás.
Me incliné hacia Blanca y le acaricié la cara recorriendo con mis dedos sus ojos, la nariz y los labios. Luego besé su cuello y respiré su aroma. Intenté concentrarme en ella, el suave tacto de su cara, el olor de su cuello, la forma de su cuerpo. Noté un roce de sus labios que me ayudó a salir del agujero donde me había metido unos momentos antes.
Durante la media hora siguiente discutimos los detalles de la comida. Sabía que los tres intentaban mantenerme distraído. Sin embargo, unos momentos después, noté que Róber titubeaba y de pronto, se quedó callado. No tuve que esforzarme demasiado para saber qué estaba pasando.
—Fue aquí, ¿verdad? —pregunté. Esta vez fue Blanca la que me apretó la mano.
—Sí —contestó Róber—. ¿Quieres que pare?
—No, sigue —contesté con decisión—. Es tan sólo una curva más.
Blanca apoyó la cabeza en mi hombro. Sabía que ya había pasado todo. Había superado otro reto y nunca más volveríamos a hablar del tema.
Cuando llegamos a la casa, Kits salió disparado, encantado de poder dar unas carreras por el campo. El sol brillaba con fuerza y seguro que podríamos bañarnos en la piscina, pero antes teníamos que ponernos a trabajar. La gente iba a llegar muy pronto y no teníamos tiempo que perder. Conocía la casa perfectamente y no tuve problemas en orientarme. Un jardín grande con una piscina en el extremo opuesto a la vivienda. La barbacoa de ladrillo estaba en uno de los laterales, apoyada contra la pared del garaje. Delante habíamos colocado una tabla alargada que hacía las veces de barra.
Lola y Jorge llegaron al poco rato y, mientras las chicas metían las bebidas en la nevera, nosotros nos dedicamos a encender el carbón.
—¡Tengo bebidas frías para los cocineros! —gritó Lola mientras nos daba una cerveza a cada uno.
En media hora, las brasas estaban listas y el olor a carne braseada hizo que mi apetito se disparase. Los invitados fueron llegando en un goteo incesante y se dedicaron a atacar las chuletas. De pronto, me pareció oír la voz de Claudia hablando con más gente. Esperaba que me dejara tranquilo, pero al poco tiempo se acercó hasta la barbacoa, donde estábamos Blanca y yo, y me saludó de una manera tan helada que habría apagado las brasas.
—Hola, David. ¿No me vas a presentar a tu nueva voluntaria? —dijo con toda la mala leche que consiguió reunir.
Sentí la tensión de Blanca a mi lado y me imaginé la mirada de odio que debía de estar echándole.
—No es una voluntaria, Claudia, es mi novia —aclaré secamente—. Blanca, ésta es Claudia, una compañera de la facultad.
Ambas intercambiaron un saludo frío y distante. Claudia se sirvió una copa y se fue con sus amigas para charlar al borde del agua.
—¿Así que ésta es la famosa Claudia? ¡Menuda imbécil! —comentó Blanca en cuanto se alejó—. No te imaginas el gin-tonic que se acaba de preparar. Todo «gin» y nada de «tonic».
—No le hagas ni caso. Oye, ¿dónde anda Mireia? —dije intentando cambiar la conversación.
—Está hablando con Róber —contestó Blanca haciendo un esfuerzo por no volver a nombrar a Claudia—. Me da la sensación de que éstos van a acabar enrollándose. Están tumbados, tomando el sol, y le acaban de dar una chuleta a Kits.
Tenía tres opciones con respecto a Kits. Dejarlo encerrado, pelearme con Mireia para que no le diera nada o confiar en que, aunque comiera algo, no le sentara mal. Ese día no estaba dispuesto a entrar en discusiones, así que opté por esta última opción.
—Venga, no te enfades y disfruta de la comida y del buen tiempo. Anda, dame un beso y quita esos morritos de mal genio...
La atraje hacia mí. Llevaba solamente un pareo por encima del biquini. Ella volvió a gruñir pero finalmente me dio el beso que le estaba pidiendo.
—¿Mejor así?
—Sí —respondió con voz melosa—, mucho mejor. Yo... Lo siento, pero es que la Claudia esa me ha puesto de los nervios. Lleva gafas de sol, pero estoy segura de que nos está mirando.
—Olvídala y disfrutemos de la fiesta. Venga, vamos a ayudar en la barra, que no quiero que nadie se muera de sed.
Nos acercamos a la barra improvisada y de inmediato me encontré sirviendo cuba libres y gin-tonics. La única condición que le había puesto a Róber era que no preparara esa sangría venenosa que hacía él y que, antes de que la gente se marchara, nos asegurásemos de que nadie iba a conducir borracho. No quería que nadie se arriesgara a pasar por lo que había pasado yo.
La comida se había terminado casi por completo y, mientras unos se distraían jugando al mus debajo de una sombrilla, otros preferían disfrutar de la piscina.
—¿Y Kits dónde anda? —le pregunté a Blanca.
—Sigue con Róber y con Mireia. El pobre no se ha dado cuenta de que ya no quedan chuletas. Espero que esta noche no se ponga enfermo, porque después de lo que...
La voz de Claudia interrumpió la frase.
—Hola, David. ¿Me pones un gin-tonic, cariño?
Detuve a Blanca un instante antes de que saltara por encima de la barra y le estrellara una botella en la cabeza. Le preparé la copa y le alargué el vaso.
—Toma, tu gin-tonic. Espero que no tengas que conducir luego.
—No te preocupes. —Su voz sonó bastante indiferente—. Seguro que alguien se ofrecerá a llevarme.
—Sí, seguro que sí —intervino Blanca—, pero acuérdate de llevar una bolsa para no dejarle el coche lleno de vómitos.
Claudia no se molestó en contestar. Dio media vuelta y desapareció de inmediato para volver a tomar el sol.
—¿La has oído? Pero ¿qué se ha creído la idiota esa? «Cariño...» —dijo imitando su voz—. Puaj.
—Sí, Blanca, la he oído. Alto y claro. Por favor, olvida a esa chica. De verdad, no merece la pena.
Jorge tomó el relevo con las bebidas y pensamos que sería un buen momento para darnos un baño. Blanca se quitó el pareo y pude nadar con ella y disfrutar por una vez de la piscina sin tener detrás a mi entrenador dándome gritos. Cuando el sol empezó a ocultarse, decidimos que había llegado el momento de cambiarnos. Algunos ya empezaban a marcharse. Todo había resultado perfecto. Blanca y Mireia subieron a arreglarse y decidí quedarme un rato más para charlar con Lola, con la que apenas había hablado en todo el día. Me puse la camiseta y una toalla sobre el bañador y me senté al borde de la piscina con ella.
De pronto, Claudia se acercó a nosotros. Era evidente que estaba muy pasada de copas.
—David —me dijo con una voz pastosa—. Ven, por favor, quiero hablar un momento contigo.
—Puedes decirme lo que quieras. Ya sabes que no tengo secretos para Lola.
—Es que... Bueno, creo que has cambiado.
—Con el tiempo todos cambiamos.
—Ya, pero es que tú has cambiado mucho. El año pasado estabas... Ya sabes...
Noté que se acercaba a mí. El aliento le apestaba a alcohol. No supe cómo pero, de repente, sentí sus labios entreabiertos apoyados contra mi boca. Quise separarme pero no me dio tiempo. Antes de poder reaccionar, oí unos pasos que se acercaban corriendo, sentí que alguien le pegaba un fuerte empujón en la espalda a Claudia y justo antes de caer al agua, me agarró de la mano y me tiró a la piscina con ella.
—¡Creo que alguien necesita un buen baño de agua fría! —oí que decía Blanca.
Me quedé en el agua aturdido, con toda la ropa empapada. Róber se acercó sin perder ni un minuto y ayudó a Claudia a salir del agua mientras ésta gritaba e insultaba a Blanca como una loca.
—¿Dónde está Blanca? —pregunté, saliendo de la piscina.
—Ha entrado en la casa hecha una furia —me explicó Róber—. Me ha dicho que iba a recoger sus cosas para marcharse. David, creo que deberías hablar con ella.
—Estoy empapado —repuse—. Te voy a dejar el suelo lleno de agua.
—Eso se arregla con la fregona. No te preocupes.
Todavía algo aturdido por la escena, entré en la casa ayudado por Róber, que me llevó hasta la habitación. Mireia salía en ese momento.
—Está llorando y me ha pedido que la dejara sola unos minutos —dijo mientras noté que se alejaba con Róber.
Abrí la puerta tratando de no hacer ruido y oí sus sollozos. Debía de estar tumbada en la cama. Me acerqué despacio y me arrodillé junto a ella para ponerle la mano sobre la espalda.
—David, por favor, déjame —dijo con la voz rota.
Mi voz salió entrecortada.
—Blanca... De verdad que lo siento, pero yo no he hecho nada. Estaba hablando con Lola cuando Claudia se ha acercado, apestando a alcohol. De pronto me ha besado y, cuando me he querido dar cuenta, ya estaba en el agua. Pregúntale a Lola.
—No necesito hablar con nadie. Ni con Lola ni contigo. Déjame y vuelve con los demás.
—¿Con los demás? Blanca, para mí no hay nadie más importante que tú y no quiero que por una tontería vayamos a estropearlo todo.
—¿Una tontería? ¿Llamas una tontería a ese beso que os estabais dando?
—¡Sí! —exclamé—. Lo llamo una tontería porque yo no he tenido nada que ver, porque no he podido evitarlo. Blanca, por favor, compréndelo, comprende que ni siquiera ella sabía lo que estaba haciendo. Está despechada y actúa como el niño al que le quitas un juguete.
—No intentes disculparla —respondió con cierto deje de tristeza—. ¿Un juguete? Sí, un juguete al que antes no hacía ni caso y por el que ahora parece muy interesada.
Pensé unos instantes antes de responder.
—Blanca, tengo veintidós años y tú, dieciocho. No nacimos ayer. Tenemos un pasado y debemos convivir con él. Para mí, Claudia forma parte de ese pasado. Ahora, lo importante es el presente. Y el presente eres tú —respiré profundamente antes de continuar— y espero que también seas parte del futuro. De nuestro futuro.
Su voz pareció sosegarse. Se quedó callada unos segundos y por fin contestó.
—A lo mejor tienes razón, a lo mejor he reaccionado sin pensar, pero es que verte así, con ella besándote, ha sido superior a mis fuerzas.
—Lo entiendo perfectamente y es normal que te enfades pero... por favor, compréndelo. No sé cómo explicarme mejor.
Me incliné sobre ella y le di un beso en el cuello.
—Estás empapado —dijo sin apenas moverse—. Vas a dejar la cama hecha una sopa.
Me quité la camiseta y volví a arrodillarme en el suelo. Le puse la mano sobre los hombros y recorrí su espalda para buscar el contacto de su piel por debajo de la camiseta. Suavemente con el dedo, dibujé el mensaje en braille que ella conocía. Cuando terminé la última letra se irguió apoyándose en los brazos y se sentó en el borde de la cama. Me acarició el pelo y apretó mi cabeza contra su pecho. Permanecí así unos instantes mientras sus manos recorrían mi espalda. Levanté la cara y busqué su boca con los labios. Ella no me rechazó. De inmediato nos fundimos en un beso dulce, tierno y apasionado a la vez. Le quité la camiseta y mis dedos desabrocharon, esta vez sin dudas, el cierre de su sujetador, que en seguida cayó al suelo. Casi sin pensarlo recorrí su cuerpo con las manos a la vez que lo cubría de besos. Sus caricias me correspondieron con la misma intensidad. Entonces fueron sus dedos los que buscaron el nudo de la cuerda de mi bañador. El corazón me latía con fuerza y creí que se me iba a salir del pecho. Me tumbó sobre la cama y sus dedos, sus pechos, sus labios, empezaron a recorrerme sin que pudiera predecir en qué momento ni en qué lugar iba a recibir un beso o una caricia. Creí volverme loco por la sensualidad de su tacto. La volví a besar en el cuello y en los hombros hasta que mis manos parecieron adquirir vida propia. Acaricié su cintura, sus caderas, el interior de sus muslos y me maravilló la suavidad y tersura de su piel. Rodamos sobre la cama. Noté que ella me rodeaba con sus piernas ahogando un grito en la garganta. Nuestros movimientos se acompasaron hasta que sentí un latigazo de placer que me recorría la espalda justo en el instante en que ella se estremecía. Permanecimos quietos unos segundos. En silencio. Quería grabar en mi mente la sensación de aquella primera vez, de tener su cuerpo a mi lado, de haberme entregado a alguien como no lo había hecho nunca antes en mi vida. Esta vez fui yo el que notó en la espalda sus dedos punteando en braille las dos palabras más importantes para mí: «TE QUIERO».

CAPÍTULO 22




Blanca. Septiembre de 2011
—¡Mira hacia arriba y no cierres los ojos! —me ordenó mi madre mientras intentaba ponerme rímel en las pestañas de abajo.
—¿Cómo no los voy a cerrar? ¡Si estás a punto de clavarme la cosa esa! —protesté.
—Anda, no te quejes tanto y no te muevas, que estás quedando genial —dijo, apoyando la mano en mi frente y mordiéndose el labio inferior, como hacía siempre que se concentraba. Vi cómo entrecerraba los ojos detrás de las gafas para esmerarse en la obra de arte que aparentemente estaba realizando. Cris se asomaba por detrás de su hombro y por la expresión de su cara parecía que en lugar de apreciar una obra de arte estaba viendo una película de terror. Muy reconfortante, desde luego. Y tras ellas veía a Mireia y a Natalia, que hurgaban en la bolsa de ropa que había traído Mireia para decidir qué era lo más adecuado.
—Yo creo que esta falda le iría genial con ese top de tirantes y un pañuelo al cuello —dijo Natalia.
—De pañuelo nada, como mucho un collar que no le tape el escote, que las tiene muy bien puestas y tiene que lucirlas —contestó Mireia—. Aquí se trata de presumir y deslumbrar, no de esconder los atributos como si estuviera haciendo votos para meterse a monja.
Mireia había sido la de la brillante idea. Después de la barbacoa del fin de semana anterior en casa de Róber y de la aparición de la idiota aquella, me convenció de que tenía que hacer algo. En realidad, ese día David y yo terminamos sellando nuestro amor de la manera más bonita y romántica que podía imaginarme. Mi primera vez con David no se me olvidaría nunca. Cuando le conté a Mireia cómo habíamos hecho las paces, casi se le salen los ojos de la cara. Quería saber todos los detalles y, sobre todo, qué se sentía al hacerlo con un ciego.
—Mireia, tú cuando besas ¿no cierras los ojos? —le pregunté.
—Sí, bueno, pero no siempre, ya sabes... A veces hay que mirar —contestó con cara de picardía.
Tenía razón, pero en aquel momento yo no habría necesitado ver para poder sentir todas las emociones que pasaron por mi cuerpo, para sentir cómo nos fundíamos en uno. Esa noche las palabras «te quiero» alcanzaron otra dimensión. Aun así, Mireia insistía en que con el tema de Claudia no podía quedarme con los brazos cruzados. Tenía que estar a la altura de las circunstancias. Lo de la altura debía de decirlo por los tacones de vértigo que pretendía que me pusiera, con los que no podía dar un paso sin que pareciera que tenía un problema de coordinación, y las «circunstancias», por supuesto, eran la plasta de Claudia y su look de tigresa agresiva con el que parecía engatusar a todos los tíos.
—Blanca, que al final todos los tíos son iguales —razonaba Mireia—. Si esa cerda sigue insistiendo, David será todo lo buena persona que quieras, pero en el fondo es de carne y hueso y acabará cayendo en sus garras. Te lo aseguro. ¿Es que no has visto la pinta que tiene? ¿Esos labios rojos con los que les sorbe los sesos al besarlos? Esa tía va a seguir insistiendo hasta que lo consiga. Tienes que hacer algo. Tienes que ponerla en su sitio y demostrar que vales mucho más que ella y que, además, estás mucho mejor.
—Pero yo no soy... —intenté protestar.
—Tú, nada. Déjame a mí. Con la ayuda de tu madre, que sabe más que nadie de maquillaje, y mi toque personal con la ropa, vas a levantar hasta a los muertos.
No me dejó ni preguntárselo a mi madre. Ella misma se lo había dicho un día que vino a casa y a mi madre, que llevaba ya años insistiendo en que me arreglara, el plan no pudo parecerle mejor.
Así que allí estaba, en mi habitación, que habían convertido temporalmente en un centro de belleza, con mi madre, mi hermana, Natalia y Mireia. Todas tenían clarísimo lo que yo tenía que hacer, cómo me debía vestir, cómo me tenía que pintar... y yo cada vez estaba más convencida de que algo iba a salir mal.
¿Cómo me dejé convencer de semejante estupidez? Todavía no me lo puedo explicar. Sí, claro, todas habíamos visto esas películas del patito feo que se convierte en cisne, tipo Grease o Sabrina, o esa otra (no me acuerdo cómo se titulaba) en la que sale Anne Hathaway y va de una chica que al final resultó ser una princesa... Esas películas siempre acaban bien. La fórmula no cambia: chica fea y con un gusto espantoso por la ropa —pero que es muy tímida y muy buena persona y muy responsable— se enamora de chico que pasa de ella precisamente porque es fea y tiene un gusto espantoso por la ropa. De pronto, la chica se pinta, se arregla el pelo, se viste bien y el chico se vuelve loco por ella pero no por su belleza, noooooo, sino porque es muy buena persona y muy responsable, claro, y viven felices y comen perdices... Ah y por supuesto, a partir de ese momento la chica ya sabe vestirse bien, su armario se llena milagrosamente de miles de modelitos nuevos y modernos que le quedan divinamente y el pelo lo lleva siempre perfecto...
¡Qué fácil es la vida en las películas!
Yo desde luego no pensaba aparecer delante de David vestida de negro, con taconazos y pantalones ajustados, cantando el «You’re the one, I want you ju juuu», mientras le ponía el pie en el pecho al pobre chico. Ni pensaba enfrentarme a Claudia y liarme a bofetadas con ella, aunque la verdad es que no me habría importado nada meterla en un baúl, amordazar sus labios de lamprea con cinta americana y embarcarla rumbo a Pernambuco. Eso sí que sería una buena solución a mis problemas. ¿Me caerían muchos años de cárcel?
—¡Ya casi estás! —me dijo mi madre interrumpiendo mis elucubraciones.
—¿Me puedo mirar en el espejo? —pregunté.
—¡NO! ¡Ni hablar! —dijo Mireia mientras se acercaba corriendo al espejo de mi habitación y lo descolgaba para que no me pudiera ver—. Antes tienes que ponerte esto.
Me pasó una falda mínima, el top de tirantes apretado y las sandalias asesinas de tacón.
Tanto pensar y discutir con Natalia y lo único que me ofrecían eran 200 gramos de ropa...
Obedecí las instrucciones y me puse la ropa que me habían pasado. Me calcé las sandalias y me coloqué en el centro de la habitación para que mi madre me diera los últimos retoques en el pelo. Una vez contenta con los resultados, dio un paso hacia atrás, y ella, Cris, Mireia y Natalia me observaron con una sonrisa de oreja a oreja en la boca.
—¡No pareces tú! —apreció Cris.
—¡Estás impresionante! —exclamó Natalia.
—¡David, prepárate, que Blanca se va a comer el mundo! —dijo Mireia.
—Guapísima —añadió mi madre.
—Bueno, ¿ya me puedo ver? —pregunté.
Mireia cogió el espejo que había descolgado y me lo puso delante. No me reconocía. El maquillaje hacía que mis ojos parecieran mucho más grandes, mis labios más gruesos, las pestañas tan largas que llegaban a las cejas y el pelo brillante y ondulado como nunca lo había visto antes. La falda me seguía pareciendo demasiado corta, el escote demasiado pronunciado y los tacones imposibles de manejar, pero reconozco que me hacían unas piernas muy estilizadas. Cris tenía razón. No parecía yo.
—¿Y ahora cómo me muevo? ¡Si me siento o me agacho se me ve el culo, si me inclino hacia delante, las tetas, y si quiero dar un par de pasos, necesito por lo menos media hora!
—Ya te acostumbrarás —dijo Mireia.
—Sí, pero a lo mejor podría llevar otros zapatos —protesté.
—No, venga. Vámonos, que Pepe ya está esperando fuera y llegamos tarde —dijo Mireia empujándome hacia la escalera.
Íbamos a ir a casa de David. Había conseguido convencer a sus padres de que salieran ese domingo al cine y a cenar y le dejaran la casa para invitar a unos amigos a tomar algo en el jardín aprovechando que todavía no había empezado a hacer frío. Después del ataque de la víbora en la casa de Róber, supongo que se sentiría mucho más seguro en su propia casa, donde controlaba quién iba y quién no.
Bajé por la escalera con cuidado de no matarme y salimos a la calle, donde ya nos esperaba Pepe. Al verme, se apoyó en el coche e hizo un gesto exagerado llevándose las manos a la cabeza y abriendo mucho la boca.
—¡PERO, BLANCA! —dijo—. ¡Menudo cambio! ¡Estás guapísima!
—¿No crees que mi madre se ha pasado un poco con el maquillaje y que voy vestida un poco, no sé... de buscona? —pregunté indecisa.
—Para nada —contestó Pepe—. Vas perfecta. Ya verás cuando David te vea.
—Sí, lo que pasa es que hay un pequeño problema —expliqué—, y es que David no me va a ver.
—Aunque no te vea, Blanca —dijo Mireia—, a todos los tíos les gusta llevar a una chica estupenda al lado. ¿A que sí, Pepe?
No sé muy bien lo que contestó Pepe. No presté atención. Me quedé pensando en si realmente había sido buena idea vestirme así.
Llegamos a casa de David. Había unos cuantos coches que reconocí aparcados en la calle. Subimos la escalera de su casa y Mireia, que estaba deseando ver la reacción de la gente ante mi nueva imagen, empezó a llamar al timbre sin parar.
DING-DONG, DING-DONG, DING-DONG.

La puerta se abrió de golpe y nos encontramos de cara con los padres de David. La madre llevaba el bolso en el brazo y le daba los últimos consejos a su hijo antes de irse, mientras que el padre sujetaba las llaves del coche en la mano y le recordaba a su mujer que iban a llegar tarde al cine. David, Róber y Jorge intentaban tranquilizarla de que todo iba a estar en orden.
—¿Seguro que no vas a necesitar mi ayuda? —preguntó.
—Segurísimo, mamá, no te preocupes —contestó David.
La mujer seguía con la manía de tratar a su hijo como si fuera inútil. Le hacía todo, no le dejaba recoger ni un plato, lo llamaba si llegaba tarde... ¡Era como si tuviera diez años! A David le había costado mucho convencerla de que salieran y le dejaran la casa para él y sus amigos y, cuando por fin accedió, no se creyó que él pudiera preparar nada y decidió dejarle una tortilla recién hecha, croquetas, empanadillas y no sé cuántas cosas más. Una pesada, francamente.
La madre de David salió por fin por la puerta y al pasar a mi lado me dio un repaso de arriba abajo y sonrió. Era una sonrisa falsa, un pequeño gesto que rompía el rictus de su cara, de esas sonrisas que ponemos a veces las mujeres pero que entre nosotras sabemos que no tienen nada de sinceridad.
—Hola, Blanca, ¿cómo estás? —dijo sin quitar la vista de mi minifalda y mis tacones.
Su voz no era especialmente amable y en su cara había un ligero gesto de desaprobación. Sabía que no le gustaba cómo iba vestida.
—Muy bien —contesté intentando sonar natural a pesar del marcaje al que me estaba sometiendo—. Que os divirtáis en el cine.
—Gracias —respondió secamente y se alejó con su marido hasta el coche. No sé si estaba mosqueada porque tenía que salir con su marido, porque yo no le caía bien o porque se alejaba de su hijo. En cualquier caso, me pareció una mujer de lo más amargada.
Los amigos de David reaccionaron de una manera totalmente distinta al verme.
—¡Coño! —dijo Róber—. David, tío, no sabes cómo se ha puesto Blanca. ¡Joder!
—Desde luego —añadió Jorge—. ¡Está impresionante!
—¿A que está mucho mejor así? —preguntó Mireia.
David sonrió. Me acerqué a él y le di un beso en los labios.
—Déjame ver —dijo dándome otro beso—. Esta noche has crecido... y estás guapísima.
—¿Ah sí? ¿Y tú cómo lo sabes? —pregunté.
—Bueno, soy ciego, pero no sordo —contestó. Extendió sus brazos y me arrastró hacia él. Después, pasó las manos por mis hombros desnudos y las bajó por mi espalda hasta llegar a mi falda. Supongo que quería saber cómo iba vestida—. ¡Estás impresionante!
—Muchas gracias. Oye, ¿dónde está Kits? —pregunté al darme cuenta de que no había salido a saludarme como siempre lo hacía.
—Estará en su colchoneta —contestó David—. Bueno, no nos vamos a quedar aquí toda la noche. Pasad. Vamos a tomar algo.
Entramos en la casa y fuimos hasta el jardín, donde David había montado una especie de bar. Se colocó detrás de la mesa y empezó a servir bebidas a todo el mundo. Le observé. Era increíble verlo trabajar con tanta precisión. Preparaba gin-tonics y sabía perfectamente cuál era la botella de ginebra, dónde estaban las tónicas, cortaba los limones y los exprimía en el vaso para añadir las gotas de su jugo a la bebida. Tenía todo bajo control y se notaba que disfrutaba al sorprender a sus amigos con su facilidad para distinguir las latas y las botellas y preparar copas como un barman profesional.
Empezó a llegar más gente. Saludamos a Laura, la chica que le había ayudado en la universidad. David me presentó a Carlos, un compañero de su equipo de natación que no estaba nada mal, pero que era de lo más creído. Aparecieron más amigos suyos de la facultad y, por suerte, no hubo ni rastro de la tal Claudia. Menos mal. Si aparecía, temía tener que sacarla de allí arrastrándola por el pelo o algo así. Noté que los chicos me miraban y algunos le comentaban a David cosas sobre mí. Me resultaba bastante raro que me miraran de esa manera. No era algo a lo que estuviera acostumbrada y me costaba disfrutar de mi éxito, pero por lo menos David parecía sentirse muy orgulloso de tenerme a su lado.
Pepe estaba a cargo de la música. De unos altavoces a los que conectó su iPod salía la música de Trance a todo volumen. Algunos empezaron a bailar, mientras que otros atacaban la tortilla de patatas de la madre de David y otros se dedicaban a darle más trabajo a David, que seguía poniendo copas sin parar.
Todo el mundo estaba muy ocupado y me pareció que era un buen momento para desaparecer cinco minutos, ir al cuarto de baño y ver a Kits, que seguía en su colchoneta y ni siquiera había salido a olisquear a los invitados. Seguramente se encontraba tan incómodo entre tanta gente como yo con aquellos zapatos de tacón. Me acerqué a la puerta del jardín que conducía a la cocina y vi que Carlos, el chico que me había presentado David hacía un rato, estaba apoyado en la puerta, bloqueando el paso. Observé cómo levantaba su copa para apurar hasta la última gota y los hielos se le cayeron a la nariz. Me reí. Subí los tres escalones que daban a la puerta, esperando que se apartara y me dejara pasar, pero, para mi sorpresa, se quedó allí mirándome y sin moverse.
—Mira quién está aquí, la chica más guapa de la fiesta —dijo. Estaba pedo—. ¿Tú también estudias periodismo?
—No, yo estudio veterinaria —contesté. Me acerqué para abrirme paso—. ¿Me dejas pasar, por favor?
—Ah, no sabía que hubiera veterinarias tan guapas —contestó ignorando mi petición. De pronto me agarró por la cintura y me llevó hasta él. Estaba tan cerca que noté su asqueroso aliento—. A lo mejor puedes echarle un vistazo a mi perrito, que últimamente parece que está muy triste.
—¡Para! —le dije apartándole la mano—. Apártate.
—Me gustan las chicas con carácter —dijo y una vez más intentó acercarse a mí.
Tenía que haberle dado una patada en los mismísimos huevos, pero me había pillado desprevenida. Lo último que me habría imaginado era que un amigo de David fuera a atacarme en su propia casa. Miré hacia David, pero evidentemente, no podía hacerle ningún gesto para que me echara una mano. A su lado estaba Róber, pidiéndole su segundo gin-tonic. Róber me miró y debió de darse cuenta de lo que estaba pasando porque vi que le decía algo a David. David le pidió a Róber que ocupara su sitio en el bar y se acercó a nosotros con dos copas en la mano. Se conocía su casa como la palma de la mano y no necesitaba a Kits ni su bastón blanco para localizarnos.
—Hombre, Carlos —dijo al acercarse—. Qué detalle que le estés haciendo compañía a mi novia.
En ese momento, David subió los dos primeros escalones, se tropezó con el tercero y las copas fueron a parar a la camisa de Carlos. La gente se rió con la escena y algunos se acercaron para ver si David estaba bien. A nadie parecía importarle la camisa de Carlos.
—Ay, perdona, qué torpe soy —dijo entonces David poniéndole la mano en el hombro. Lo cogió por detrás del cuello y noté que empezaba a apretarlo, porque Carlos levantó los hombros y puso cara de dolor—. Creo que lo mejor será que te vayas a tu casa a cambiarte. Te acompañaré hasta la puerta.
—No, no te preocupes —contestó Carlos intentando liberarse de la garra de David—. Si ya sé por dónde se sale. Yo ya me iba.
Carlos se alejó dejando un pequeño rastro líquido que caía de su camisa. Me acerqué a David, lo cogí de la mano y lo besé.
—Muchas gracias —dije—. ¡Menudo buitre! No sabía cómo quitármelo de encima.
—De nada —contestó dándome un beso—. Pero no lo puedo culpar. Si yo viera a una chica tan guapa como tú, seguro que también te perseguiría como un loco —bromeó.
Me quedé pensando en lo que había dicho. David no podía verme. ¿Para qué me había arreglado entonces? ¿Para pasárselo por las narices a Claudia? ¡Si ni siquiera iba a encontrarme con ella! ¿Para que me vieran los amigos de David? ¿Y a quién le importaba lo que ellos pensaran? ¿Para sentirme yo mejor? Con esos zapatos, sentirse mejor era una fantasía. No llevaba ni dos horas con los tacones y ya notaba dónde me iban a salir ampollas. Había sido una estupidez. Yo era quien era y no tenía que impresionar a nadie. Decidí que era la última vez que me dejaba llevar por las brillantes ideas de Mireia. Sin embargo, era demasiado tarde. A pesar de que la fiesta fue un éxito, en ese momento no imaginé que mi cambio de imagen acabaría resultando un verdadero desastre, cuyas consecuencias pagaría muy caras. Demasiado caras.

CAPÍTULO 23




David. Septiembre de 2011
Me despertó la tos incesante de Kits. La noche anterior apenas había cenado y se quedó casi todo el tiempo tumbado en su colchoneta. No era normal. Tenía que llevarlo al veterinario. Estiré el brazo, toqué el despertador y la voz me indicó que sólo eran las siete de la mañana. Decidí levantarme para desayunar y ducharme y así poder estar en la consulta en cuanto abrieran. Con un poco de suerte no sería nada serio.
Fui a la cocina y percibí el aroma a café recién hecho. Mi madre ya se había despertado.
—Buenos días, qué madrugador —me dijo en cuanto crucé la puerta.
—Buenos días —contesté—. Es que Kits no está bien y voy a llevarlo al veterinario.
—Si quieres lo llevo yo —se ofreció mientras oí que removía con la cuchara una taza de café que me pasó un segundo después—. ¿Quieres unas tostadas?
—No, gracias, lo llevaré yo —dije pegándole un sorbo al café—. Y la verdad es que no tengo nada de hambre.
—Y bueno... Cuéntame. ¿Qué tal lo pasasteis anoche? —preguntó mi madre.
—Bien, mamá, estuvo todo muy bien.
Hice ademán de levantarme para volver a mi habitación, pero me detuve cuando ella continuó hablando.
—La verdad es que lo habías organizado estupendamente y cuando esta mañana me asomé al jardín, comprobé que estaba todo recogido. No tenías por qué haberlo hecho. Ya me habría encargado yo.
—Bueno, lo cierto es que, entre todos los que nos quedamos hasta el final, tardamos un minuto en dejarlo como estaba. Mientras Mireia, Róber, Jorge y Lola traían las cosas a la cocina, Blanca, Silvia y yo las metíamos en el lavavajillas y guardábamos las botellas en el bar.
—¿Mireia? ¿Quién es Mireia?
—Es una buena amiga de Blanca.
Intenté levantarme por segunda vez, pero mi madre no estaba dispuesta a dar por finalizada la conversación.
—Ah, ya... Oye, y hablando de Blanca, perdona que te lo diga pero... ¿No te parece que iba demasiado... demasiado...? No sé... ¿Atrevida?
—¡Mamá! —exclamé—. No empecemos. Lo que pasa es que estás acostumbrada a verla en vaqueros y camiseta. Pero Blanca es la misma de siempre, en vaqueros o minifalda.
—No, si lo digo porque así vestida estaba muy mona y llamaba bastante la atención. Seguro que más de uno le irá detrás —contestó.
Era demasiado temprano para que me atacara de esta manera. Estaba preocupado por Kits, me acababa de despertar y no me apetecía nada discutir. Mientras intentaba controlarme y no soltarle una bordería, no me percaté de que Silvia había entrado en la cocina y estaba escuchando nuestra conversación. Su voz de adolescente inundó toda la cocina.
—¡Eres injusta, mamá! —Su voz me sobresaltó—. ¡Pues claro que llamaba la atención! Para eso tiene dieciocho años. ¿Qué pretendes? ¿Que se vista como tú? ¿Que actúe de la misma forma que tú? Entonces... ¿Para qué va a salir David con ella si ya está casado contigo?
—¡No te consiento que me hables así! —respondió mi madre, pero Silvia continuó hablando a voces.
—Te pasas el día metiéndote con Blanca, como si te hubiera hecho algo. Deberías estar contenta de que David esté enamorado de ella y ella de él. Deberías estar encantada de que David haya encontrado a alguien como Blanca. Pero no, tú dale que te pego buscando siempre problemas donde no los hay, comparándola contigo, midiendo todo lo que dice y lo que hace. ¿Es que no te has dado cuenta de que ella le quiere? ¿No te has dado cuenta de que siempre está atenta a todo lo que le pasa, de que lo cuida...?
En cuanto lo dijo, Silvia se dio cuenta de su error. «Lo cuida.» Esas palabras eran las responsables de todo. Me levanté de la mesa y salí de la cocina dando un portazo. Ellas se quedaron calladas y me pareció oír que mi madre estaba llorando.
El mes de septiembre no podía ser más nefasto. Kits estaba enfermo, mi madre seguía intentando protegerme y mimarme y, a pesar de que sus intenciones eran buenas, su actitud me hacía más difícil la vida. Blanca... Blanca me cuidaba... Hasta Silvia se había dado cuenta. Lo que no llegó a decir es que yo no podía cuidarla a ella, que acabaría siendo una carga. ¿Qué derecho tenía a atarla a mi lado? ¿Qué futuro le esperaba con una persona como yo? Blanca podía aspirar a algo mejor, mucho mejor. Me lo había demostrado la noche anterior cuando se arregló de forma espectacular y todos mis amigos empezaron a babear por ella como tontos. Y, por si no me había quedado claro, el comportamiento de ese imbécil de Carlos terminó por quitarme todas las dudas. Yo había sido el único que no había podido verla, el único que había sido incapaz hasta ese momento de percibir las diferencias entre la Blanca de siempre, la chiquilla deportista, alegre, que iba en bicicleta con sus zapatillas de deporte, y la Blanca adulta, sofisticada y sensual que caminaba con zapatos de tacón y despertaba las miradas de todos los hombres. De todos menos la mía. Cuanto más lo pensaba, más injusto me parecía retenerla a mi lado. No, no podía hacerle eso. Ella se merecía mucho más. No podía arrastrarla a mi mundo oscuro y que su vida consistiera en cuidarme. Si realmente la quería, si no pensaba solamente en mí, debía poner fin a nuestra relación cuanto antes.
Mientras seguía dándole vueltas a la cabeza, llegué a la consulta y la veterinaria examinó a Kits.
—Afortunadamente, David, el tema no es grave —dijo—. En términos médicos Kits tiene una «laringotraqueítis infecciosa». Un nombre muy largo que podemos simplificar diciendo que tiene una infección en la garganta. Una semana con antibióticos y estará como nuevo, pero te recomiendo que lo dejes un par de días en casa, sin trabajar, para que descanse y se recupere cuanto antes. Puedes humedecerle el pienso seco para facilitar su deglución.
Una hora más tarde, después de dejar a Kits tumbado en su colchoneta, me encontraba en la parada del autobús para ir a la facultad. Cuanto por fin llegó, si hubiera estado pendiente del ruido de las puertas al abrirse, no habría necesitado ayuda, pero mi cabeza seguía dándole vueltas al mismo asunto y tuve que caminar un par de veces en ambas direcciones hasta que una señora me agarró del brazo y me condujo hasta la puerta. La sensación de ser un necesitado me volvió a invadir y un sentimiento de tristeza se apoderó de mí. Echaba de menos a Kits. Él me habría localizado la puerta de inmediato. Una vez más la realidad parecía querer demostrarme que, efectivamente, necesitaba a alguien que «me cuidara», pero no podía permitir que ese alguien fuera Blanca.
El autobús llegó a mi destino y cuando bajé, el camino hasta la facultad me resultó imposible. Desde el mes de junio no había vuelto a practicar con el bastón y todas las referencias que tenía antes habían quedado olvidadas. Al final terminé perdido y empecé a caminar entre varios coches aparcados en busca de un sitio para cruzar. Por segunda vez ese día alguien tuvo que ayudarme. Para acabar de arreglarlo, la lluvia caía de forma insistente y el golpear del agua contra la capucha del chubasquero que llevaba puesto dificultaba muchísimo mi orientación porque no me permitía oír claramente los sonidos habituales de la calle. Al final conseguí entrar en el aula y tuve la grata sensación de encontrarme en un lugar que podía controlar. Había perdido un par de horas esa mañana por el tema del veterinario y me dediqué a recopilar los apuntes que me faltaban. Nada importante. Al finalizar las clases, comprobé que tenía un par de llamadas de Blanca en el móvil. Supuse que estaría preocupada por Kits. Le había mandado un SMS cuando me desperté, pero no le había vuelto a enviar nada después de la consulta. También tenía otra llamada de Andrés, mi entrenador. Hablé primero con él porque sabía que me llevaría mucho menos tiempo. Quedamos en vernos para iniciar mi plan de entrenamiento, que debía ser bastante intensivo si quería clasificarme para el campeonato nacional universitario. Por fin decidí llamar a Blanca. Marqué su número y contestó antes de que sonara una vez.
—¿Cómo está Kits? —me preguntó nada más contestar.
—Bien, no es nada grave. Tiene una infección de garganta y he tenido que dejarlo en casa.
—Estaba preocupada. —En su voz había un tono de reproche—. Podrías haberme llamado.
—Lo siento, la verdad es que tuve que ir a casa a dejarlo y salí disparado a clase. No te llamé porque pensé que tú también estarías liada.
—Por lo menos podías haberme mandado un SMS. En eso se tarda medio segundo.
—Ya te he dicho que lo siento, Blanca. ¿Te lo tengo que repetir más veces? —respondí con tono molesto—. Estaba preocupado por Kits y llevo un día fatal. He tenido que volver a coger el bastón y me ha resultado muy complicado llegar hasta aquí. Perdona —intenté que mi voz sonase más tranquila.
Blanca gruñó, pero su voz cambió inmediatamente de tono.
—Bueno, no pasa nada. ¿Vas a comer en la facultad?
—Creo que sí. Esta tarde quiero ir a la biblioteca. Voy a pedir que me graben en voz algunos libros que necesitaré para este curso.
—Me gustaría pasarme a ver a Kits, pero esta tarde tengo mi primera práctica de anatomía y creo que no me dará tiempo. ¿Nos vemos mañana?
—Mmm. No sé. Mañana viernes lo tendré complicado. ¿Qué te parece si lo dejamos para el sábado?
Ella aceptó. Realmente podríamos haber quedado para el día siguiente. Tenía solamente tres horas de clase por la mañana y toda la tarde libre, pero había vuelto a coger miedo al bastón y no estaba dispuesto a que Blanca viniera a buscarme a casa. Solamente me faltaba eso para terminar de arreglar mi ánimo.
Salí de la biblioteca y me dirigí directamente a casa agradeciendo que hubiera dejado de llover. A pesar de estar enfermo, Kits necesitaba estirar un poco las patas. Le puse la correa y el arnés y nos encaminamos hacia el parque más cercano. Llevaba una novela grabada en mi iPhone, El jinete del silencio, y la empecé a escuchar mientras esperaba a que Kits evacuase su intestino. Tuve que interrumpir la lectura porque no lograba concentrarme. Pensé en Blanca y marqué su número de teléfono. En esta ocasión tuve que esperar a que sonase un par de veces antes de oír su voz.
—¿Qué tal? ¿Cómo sigue Kits? —dijo nada más contestar.
—Bien —respondí—. Le estoy dando un paseo por el parque.
—¿Tiene fiebre?
—La veterinaria me dijo que tenía unas décimas, pero que entraba dentro de lo normal.
—¿Y los ganglios? ¿Están muy inflamados?
—¡Y yo qué sé! —respondí irritado.
—No te enfades. —Su voz sonó con un timbre de tristeza—. Es que le comenté a uno de quinto el problema de Kits y me hizo todas esas preguntas. He quedado en llamarle para que me diga algo.
—¿Uno de quinto? Pero... ¿Tú no estás en primero?
Blanca dudó unos segundos antes de contestarme.
—Lo he conocido esta mañana en el bar de la facultad. Estaba desayunando y comenzamos a hablar. Me contó las distintas especialidades que puedo elegir. Él está en «clínicas» y tiene bastante experiencia. Su padre también es veterinario y por lo visto él le ayuda en la clínica.
—¿Ah, sí? —respondí—. Pues dile que gracias, pero Kits ya está mejor. Por cierto, yo también estoy muy bien. Gracias.
Corté la comunicación sin despedirme. Quizá fuera mejor así. Ella en su mundo de veterinarios y lejos de ciegos. Antes de que me diera tiempo a guardar el teléfono, comenzó a sonar. La voz del lector de pantalla me «chivó» que era Blanca nuevamente.
—Creo que se ha cortado —dijo Blanca.
—Sí, supongo que sí —respondí, arrepintiéndome de haberle colgado de esa manera.
—Venga, anímate, no te preocupes. Seguro que Kits estará perfecto en un par de días. Ya verás. Te quiero un montón. Por favor, que no se te olvide.
Su sinceridad me dejó desarmado.
—Yo... Lo siento. Creo que no he tenido un buen día y al final has pagado tú los platos rotos —contesté—. Yo también te quiero.
Kits ya había terminado y volvíamos a casa. Parecía estar más animado, aunque todavía no era el perro de siempre. Pasé por el garaje en el que unos días atrás había dejado un «TE QUIERO» escrito en braille aprovechando que el cemento estaba fresco. Ya habían quitado los postes de obra y me agaché para buscar con la mano el lugar donde estaban marcados los puntos que había hecho con el dedo. Tardé unos minutos en localizarlos ya que el agua había arrastrado arena, rellenando todos los agujeros. ¿Quién sabe? A lo mejor era un presagio. Saqué las llaves del bolsillo y empecé a sacar la tierra para limpiar mi mensaje encriptado. No quería que mis palabras se borraran. Yo quería a Blanca. Mucho más de lo que ella se pudiera imaginar, y precisamente por eso tenía que tomar la decisión más dolorosa de mi vida. Pero ¿cuándo? ¿Cómo podía decírselo?

CAPÍTULO 24




Blanca. Septiembre de 2011
Saber que Kits estaba tan decaído, tumbado en su camita y con pocas ganas de hacer nada me rompía el corazón. Tardó unos cuantos días en recuperarse del todo y para David fue muy duro estar sin él durante ese tiempo. Había tenido que volver al bastón blanco que tanto odiaba y se ponía de mal humor continuamente.
Comprendía su frustración por la continua dependencia de un bastón o un perro o el brazo de alguien, su ansiedad al verse en situaciones nuevas que no podía controlar y su impotencia de no ver nada a pesar de mantener los ojos abiertos.
¿Quién podía culparle de que se enfadara?
Aun así, lo encontraba raro distante. Intenté pensar en algún plan para distraerle, pero nada le parecía bien.
—¿Qué te parece si vamos a Buon Amici? La pasta ahí es muy buena y no es nada caro —le sugerí el sábado por la tarde mientras dábamos una vuelta con Kits.
—No sé si me apetece mucho. Hoy precisamente he comido espaguetis —contestó David.
—¿Y al chino? —pregunté.
—La última vez nos pusieron tantos problemas con Kits que la verdad es que se me han quitado las ganas de volver —contestó.
—Bueno, entonces ¿qué sugieres? Porque yo ya he dicho un par de sitios y no te gusta ninguno.
—¿Y si vamos al cine? —preguntó David.
Me dejó de piedra. ¿Al cine? ¿De verdad? ¿Cómo iba a enterarse de qué iba la película? Los cines no eran como los vídeos esos que alquilaba en su casa en los que una voz explicaba lo que estaba pasando. No iba a entender nada y, si yo se lo tenía que explicar, seguro que nos llamaban la atención por hablar. Me pareció un verdadero disparate, pero no iba a ser yo la que se lo dijera... Si él quería descubrirlo por su cuenta, por mí no había ningún problema...
—¿Cómo es que ahora te ha dado por ir al cine? —dije. No recordaba que me hubiera comentado su interés por las películas.
—No sé, hace más de un año que no voy y echo de menos sentarme en la sala y ponerme morado a palomitas.
—Bueno, como quieras. Vamos. ¿Qué peli te apetece ver? —Intenté sonar de lo más natural a pesar de seguir con mis dudas.
—Ni idea, a lo mejor podíamos ir andando hasta allí y lo decidimos cuando veamos la cartelera.
Empezamos a pasear por la avenida, sometidos como siempre a las miradas curiosas de la gente. Hacía una noche estupenda y las calles estaban llenas de gente paseando. El cine más cercano era un local pequeño y antiguo, en el que sólo había dos salas. Nada más cruzar las puertas de metal, a la derecha se encontraba la taquilla donde vendían las entradas y a la izquierda, el puesto de palomitas.
Le leí a David las películas que había en cartelera: la nueva peli de los pitufos, que admito que tenía más ganas de ver de lo que habría reconocido en ese momento, y una de acción que, como ya imaginé según iba leyendo los títulos, fue la que más llamó la atención de David.
Mientras yo me acercaba a la ventanilla para sacar las entradas, David fue a comprar palomitas. Lo vi pagar y volver hacia donde yo estaba haciendo equilibrios para sujetar la correa de Kits con una mano y llevar un cubo enorme de palomitas y un par de vasos de coca-cola entre los brazos. En su cara se dibujaba una sonrisa de felicidad absoluta, como la de un niño pequeño en la mañana de Navidad. Le cogí los vasos, que estaban a punto de caerse, y nos dirigimos a nuestra sala. Una cinta de terciopelo roja delimitaba el paso y detrás de ella, apoyado en un taburete alto, estaba el encargado de cortar las entradas y meterlas en una pequeña urna de madera. El hombre llevaba un uniforme con un chaleco rojo, una camisa blanca y unos pantalones negros, y me recordaba un poco a Mortadelo, alto y flaco, con una nariz muy larga y unas gafas redondas desde donde asomaban sus ojos pequeños.
Le entregué las entradas. Él observó a Kits por encima de sus gafas y me las devolvió.
—Aquí no se puede pasar con perros.
—¿Cómo? —contestó David, sorprendido.
—Que el perro no puede pasar —repitió. Después les hizo un gesto a los que teníamos detrás para que se acercaran y sin dirigirnos la vista insistió—: Por favor, apártense para que puedan entrar los demás. A ver, pasen por aquí.
—Esto es un perro guía —explicó David de mal humor sin moverse ni un centímetro— y por ley, mi perro puede entrar conmigo a dondequiera que yo vaya, así que haga usted el favor de apartarse y dejarnos pasar ahora mismo.
El hombre miró a David de arriba abajo con cara de desprecio.
—¿Guía de qué? Aquí dentro no hay nada que guiar —dijo—. Ya les he dicho que aquí no entran perros guía ni chihuahuas, y les repito que hagan el favor de apartarse y dejar pasar, que la sesión está a punto de comenzar.
Noté que la sangre me empezaba a hervir y el corazón me latía con fuerza. ¿Cómo se podía ser tan imbécil y tan poco sensible? ¿Quién se había creído que era para prohibirnos la entrada? David estaba a punto de comérselo. La expresión de ira en su cara era evidente, pero me sorprendió cómo consiguió controlarse y con voz firme le dijo:
—Muy bien, pues entonces tendremos que llamar a la policía y ver qué opinan de sus normas.
Sin moverse de su sitio, me pasó el cubo de palomitas, sacó su iPhone del bolsillo y empezó a marcar.
Mortadelo ahora lo miraba con indecisión. ¿Se metería en un lío o haría bien siguiendo las órdenes que le habían dado? La gente que había en la cola por detrás de nosotros se empezaba a impacientar.
—Oye, ¿por qué no solucionáis vuestro problema un poco más allá y nos dejáis pasar? —dijo un chico que estaba en la cola.
—Sí, eso, que ya va a empezar la película —contestó otro.
—Yo lo que no entiendo es que, si ese chico realmente es ciego, ¿por qué tiene que ir al cine? —le murmuró una señora a su amiga.
Seguramente pensaba que yo no la había oído, pero sus palabras me hicieron saltar como un resorte.
—¿Si ese chico es realmente ciego? —espeté—. ¿Es que se cree que la gente va con un perro guía por deporte? ¿Porque les gusta que su perro vaya a ver películas? Y además ¿a usted quién le da derecho a decidir adónde puede ir un ciego y adónde no? A lo mejor las señoras gordas y feas como usted tampoco deberían ir al cine —contesté mucho más alto de lo que me habría gustado.
—Tranquila, Blanca —me dijo David—. Esto lo arreglará la policía, ya verás.
—¿Tranquila? No pienso dejar que esta gente nos trate así —respondí.
Entre Mortadelo, que seguía bloqueándonos el paso, David, que amenazaba con llamar a la policía, mi discusión con la señora gorda y los que estaban en la cola y empezaban a ponerse nerviosos porque estaban a punto de perderse el principio de su película, se montó una buena bronca. La gente discutía, opinaba, intentaba colarse por nuestro lado, algunos nos amenazaban, muchos nos miraban con mala cara, otros se sumaron a nuestra causa y empezaron a discutir con el resto...
Un verdadero caos.
Al final, efectivamente, tuvo que intervenir la policía. Un par de agentes uniformados entraron en el edificio y se abrieron paso entre el grupo enfurecido que seguía sin poder entrar en las salas. Los policías llegaron hasta Mortadelo, que seguía en sus trece insistiendo en que él era un mandado y sólo cumplía órdenes y que, tal y como estaban las cosas y la crisis y no sé qué más rollos, no pensaba poner su trabajo en peligro porque un niñato quisiera entrar ahí con su perro.
La pareja de policías nos llevó a un lado del local mientras la señora de la taquilla tomaba el puesto de Mortadelo y empezaba a dejar entrar a la gente en las salas. Algunos nos lanzaron miradas asesinas al pasar pero otros nos daban muestras de apoyo.
Afortunadamente, los agentes conocían bien los derechos de los ciegos y le dijeron al encargado que no nos podía impedir el acceso con el perro, y el hombre se lo tuvo que tragar a regañadientes. El problema era que para aquel entonces yo ya no tenía ganas de ver la película y seguro que David tampoco. Quería salir de allí cuanto antes y dejar atrás a toda esa gentuza.
—¿Por qué no nos vamos? —le pregunté a David—. Les pedimos que nos devuelvan el dinero y nos vamos.
—No —contestó David—. No puedo dejar que me humillen de esta manera. Si nos vamos ahora, el tío ese se habrá salido con la suya y a mí me habrán negado mi derecho. Además, piensa en otras personas que estén en mi situación y vengan aquí en el futuro y se vean obligados a pasar por lo que hemos pasado nosotros. Aunque se nos hayan quitado las ganas, nos tenemos que quedar, por mí y por ellos.
Tenía razón. No podíamos permitir que esto le sucediera a nadie más.
—Es verdad —dije—. Vamos.
Entramos en la sala y nos sentamos en el extremo de una fila para que Kits se pudiera sentar en el pasillo. Entre las filas de asientos apenas había espacio para que se metiera y además, el suelo estaba asqueroso, lleno de palomitas y papeles. En la pantalla se veían tiros, persecuciones, buenos y malos, pero a mí a esas alturas no me interesaba nada. No conseguía prestar atención a la película y apenas recuerdo de qué iba. Mi mente seguía en la situación tan desagradable que acabábamos de vivir.
Observé a David. Las luces de la pantalla se reflejaban en su cara. Estaba serio, pensativo. Metía la mano en el cubo de palomitas y se las llevaba a la boca sin prestar atención a nada. Yo sabía que ni siquiera estaba haciendo un esfuerzo por saber lo que pasaba en la película. Yo tampoco. Cuando terminamos las palomitas, le cogí de la mano y apoyé mi cabeza en su hombro. Nadie tenía derecho a tratarle así. Nadie iba a decidir y sentenciar si él podía o no hacer algo. Esa decisión era suya y de nadie más.
Me arrepentí de lo que había pensado yo misma cuando me dijo que quería ir al cine. ¿Quién era yo para juzgar? ¿Quién era yo para ponerle limitaciones? Si David quería intentarlo, yo le apoyaría en todo. Sin dudas. Sin peros. Sin reparos.
La película terminó y nos levantamos.
—Tío, has hecho muy bien en no dar tu brazo a torcer —le dijo un chico a David dándole una palmada en el hombro.
—Gracias —contestó David.
Salimos a la calle, no sin antes notar los murmullos de algunas personas cuando pasábamos a su lado.
Caminamos un par de manzanas cogidos de la mano sin decir ni una palabra.
—¿Quieres que vayamos a comer algo? —pregunté rompiendo el silencio.
—Con tanta palomita se me ha quitado el hambre —contestó David.
—¿Y a tomar una copa a algún sitio? —insistí.
—No, francamente, no me apetece mucho —contestó David.
—Entonces ¿por qué no vamos a dar un paseo por la playa? —sugerí.
David se detuvo.
—Blanca, la verdad es que creo que prefiero irme a casa —dijo.
—Pero si es muy pronto —protesté—. David, sé que sigues preocupado por lo que ha pasado, pero vamos a intentar olvidarlo, ¿vale? Al final todo ha salido bien.
—No, Blanca, nada ha salido bien —contestó David—. Yo... lo que ha pasado... yo no debería haberte metido en esta situación... Yo pensaba que como desde que empezamos a salir no ibas al cine y me habías comentado que te gustaba tanto... No sé... pensé que te haría ilusión... pero...
Se me cayó el alma a los pies al oírlo. David en realidad no quería ir al cine. Lo había hecho por mí, para que no echara de menos nada, para que pudiéramos hacer las cosas que hace cualquier otra pareja. Se me hizo un nudo en la garganta y lo abracé.
—¡David, no digas tonterías! —dije hundiendo mi cara en su pecho—. Tú no me metiste en ninguna situación. Nos metió el idiota ese y tú reaccionaste mejor que nadie.
David no contestó. Intenté abrazarle, pero su cuerpo estaba en tensión.
—Te quiero muchísimo, David —dije.
—Yo también te quiero —contestó.
Esa noche volví pronto a casa. No hubo manera de hacer que David recuperara el buen humor e insistió en que se quería marchar. Cuando me metí en la cama, me abracé a mi perro de peluche y me quedé pensando en todo lo que había pasado esa tarde. Habíamos conseguido pasar uno de los muchos obstáculos que nos iba a poner la vida. Sabía que no iba a ser fácil. Que nuestra relación no era como las demás. Que habría retos a los que nos tendríamos que enfrentar, gente a la que tendríamos que educar o evitar, lugares donde las leyes no nos protegerían, situaciones incómodas y embarazosas.
Era perfectamente consciente de todas nuestras limitaciones. Pero eso no me impedía querer a David ni me hacía dudar ni por medio segundo de nuestra relación. Cada día que pasaba con él lo quería más. Me gustaba conocerlo, descubrir sus defectos y sus virtudes, y estar con él.
Me lo había dicho muchas veces y no me cansaría de repetírmelo: nada ni nadie se iba a interponer en nuestro camino.
Antes de cerrar los ojos, saqué el móvil y le envié un SMS a David.
TE QUIERO MUCHO.
Esperaba recibir una respuesta inmediata, pero pasaron veinte minutos y nada. Miré la pantalla una y otra vez para ver si me había quedado sin batería. No, estaba casi llena.
Di media vuelta en la cama. No podía dormir. Me levanté y bajé hasta la cocina a beber un poco de agua. Entré en el cuarto de baño. Volví a la habitación y miré de nuevo el móvil.
Seguía sin recibir respuesta.
Le envié otro SMS.
MUCHÍSIMO.
Pasaron quince minutos más y mi móvil no vibraba. ¿Se habría quedado dormido? Miré el reloj. ¡No eran ni las doce! Muchos sábados a estas horas ni siquiera habíamos salido y él nunca se acostaba tan pronto. A lo mejor el que se había quedado sin batería era él. No, imposible, jamás se olvidaba de cargarlo. ¿Habría salido con sus amigos después de que yo me fuera? Dudaba que hubiera hecho algo así sin contármelo, pero lo cierto era que estaba muy raro cuando lo dejé en su casa.
Miré el móvil por enésima vez. ¿Por qué demonios no me contestaba? En mi cabeza empezaron a dibujarse todo tipo de escenarios horribles: algo le había pasado a Kits, David había salido con sus amigos y se había emborrachado y estaba perdido en algún lugar, su casa se había incendiado...
De pronto, por fin, mi móvil vibró.
Lo miré nerviosa y con cierta ansiedad.
YO TB TE QUIERO. ALGÚN DÍA ENTENDERÁS CUÁNTO.

CAPÍTULO 25




David. Septiembre de 2011
Mientras pedaleaba con rabia en la bicicleta estática sentía que las ideas en mi cabeza giraban a la misma velocidad. No había sido capaz de hacerlo. Lo único que estaba consiguiendo era prolongar la agonía de tener que dejarla. Me odiaba por estar retrasando algo que sabía que era la única opción, lo mejor para ella. Sabía que su vida junto a la mía iba a ser una pelea constante. Una pelea contra el mundo, contra el imbécil que no me permitiría acceder con Kits a un local, contra todos aquellos que sintieran pena por «un chico tan joven y ya ciego», contra la incomprensión, contra la intolerancia, contra una humanidad que tenía prejuicios hacia todo lo que era «diferente». Traté de desahogar la mezcla de ira y pesar que me abrumaba y canalizarla acelerando el ritmo de pedaleo. Una mano en el hombro hizo que mis pensamientos se desvanecieran para hacerme volver a la realidad.
—¿Qué te propones? ¿Fundir la bicicleta? Hace ya diez minutos que deberías haber cambiado de máquina. Recuerda que no te estás entrenando para el Tour de Francia.
—Lo siento, Andrés —me disculpé mientras dejaba de pedalear—. Estaba con la cabeza en otra cosa.
—Pues, cuando entrenes, tu cabeza deberá permanecer en el entrenamiento. Deja las máquinas por hoy. No quiero que te rompas por un sobreesfuerzo.
Diez minutos después estaba haciendo largos en la piscina. Mi intención era lograr clasificarme para el campeonato nacional. Cuando finalicé todas las series, Andrés me esperaba para salir del agua. No estaba nada satisfecho conmigo. Empezó a echarme la bronca y la charla continuó mientras me duchaba.
—David, el año pasado lo hacías mucho mejor. Espero que tu entrenamiento de hoy no sea significativo de lo que nos espera y que el problema se reduzca simplemente a la falta de concentración. CON-CEN-TRA-CIÓN. Si estás así ahora que acaba de empezar el curso, no quiero ni pensar lo que sucederá cuando estés de exámenes. Tendrás que sacar tiempo de donde no lo hay y, por supuesto, nada de faltar a clases. Si no tienes horas, las pintas, pero necesitamos cuatro horas diarias de entrenamiento y eso incluye sábados y excluye las cervecitas y el trasnochar los viernes. Además... ¡Ese pelo! ¿Cómo has venido con ese pelo? Mañana lo quiero corto, mucho más corto. Un centímetro de pelo es una décima por vuelta. Y ahora vamos con el problema que tienes al buscar tiempos.
Sabía a qué se refería: cuando nadaba muy rápido, siempre terminaba tocando la corchera del lado derecho. Continué aguantando el chaparrón mientras le colocaba el arnés a Kits, que había permanecido toda la sesión tumbado junto a mi torturador. Andrés pareció tranquilizarse un poco.
—He buscado algunas soluciones para tu problema —me dijo— y le pregunté a José Luis, un compañero que entrena a nadadores ciegos. Él ha inventado un sistema para corregirlo. Extenderemos un tubo de plástico a lo largo de toda la calle por la que nades y lo fijaremos a los extremos de la piscina. Así tendrás una guía para saber si te desvías o no. Además, me ha dado otra solución para que no tenga que estar tocándote con el «palito» en los volteos. Pegamos al suelo de la piscina, unos metros antes de que llegues, una tira de plástico para empaquetar, ese con las bolitas de aire. Así, cuando notes la cinta, sabrás que estás cerca del bordillo.
El palito al que se refería Andrés era una caña de pescar en cuyo extremo habíamos colocado una esponja. Cuando llegaba el momento, Andrés, desde fuera del agua, me tocaba con la caña en la espalda y yo sabía que estaba finalizando la calle. Así me evitaba los golpes en la cabeza contra el bordillo de la piscina. Traté de imaginar las ideas que Andrés me había propuesto y asentí con la cabeza.
—¿Estos «inventos» están permitidos por la Federación?
—No —repuso Andrés—. En estas situaciones la Federación solamente permite los avisos en la espalda. Estos inventos, como dices tú, sólo sirven para entrenar. Venga, lárgate, que por esta mañana ya ha sido suficiente. Además, una buena noticia, esta tarde no vendré, pero tú sí, así que puedes estrellarte contra la corchera todas las veces que quieras. Hasta mañana.
Salí del polideportivo para coger el autobús que me llevaría a casa. Mi cabeza volvió a darle vueltas al mismo tema de antes. Por el camino, Kits se detuvo de pronto e intentó dar marcha atrás, pero mi atención no estaba en la ruta que realizaba. Intenté que Kits avanzase, pero él seguía parado, como si se hubiera clavado a la tierra.
—Kits, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Venga, chico! —dije tratando de animarlo a seguir caminando.
Kits no me hizo caso y gimió un par de veces. Supuse que estaría interesado en olisquear algún árbol o que algo habría llamado su atención, un gato o una paloma. Solté el asa y agarré la correa para indicarle que íbamos en posición de paseo. Él se levantó y dio un paso indeciso hacia delante. Si me hubiera percatado de sus indicaciones, no habría tropezado con la valla que habían puesto para delimitar una obra en el pavimento. Me tropecé con la valla, caí al suelo y, afortunadamente, cuando me levanté comprobé que no me había hecho mucho daño, apenas un rasguño en las manos, mi orgullo herido y el reproche de Kits, que me esperaba un metro más atrás moviendo la cola como si dijera: «No dirás que no te lo advertí».
Llegué hasta la parada sin más contratiempos, convencido de que tenía que hacer más caso a mi perro. Mientras esperaba al autobús le envié un SMS a Blanca. Había llegado el momento.
«Termino de entrenar a las 8. Me gustaría hablar. D.»
No había terminado de bloquear el teléfono cuando sonó el timbre. La voz de Nicole, el nombre con el que había bautizado al sintetizador de voz, me «chivaba» que era Blanca, pero justo en ese momento llegó el autobús. No contesté y el teléfono dejó de sonar cuando Kits me marcó la puerta abierta. Enseñé mi pase al conductor y busqué un sitio donde Kits pudiera tumbarse sin molestar a nadie, pero antes de poder sentarme el teléfono volvió a sonar. Era Blanca de nuevo. Esta vez sí pude descolgar.
—Hola, Blanca. Estaba subiendo al autobús, por eso no te he contestado.
—¿Qué pasa, David? ¿De qué tenemos que hablar? —preguntó preocupada.
—Luego te cuento. Ahora no estoy en mi mejor momento. He tenido unos tiempos terribles, el entrenador me ha echado una bronca fenomenal y, por si fuera poco, me he tropezado con una valla y me he dado un buen golpe.
—¿Te has caído? ¿Cómo? ¿Te has hecho daño?
—No, no me ha pasado nada. Kits me ha avisado, pero no le he hecho caso. Esta tarde te lo cuento todo —respondí de una manera un tanto distante—. Además, te oigo fatal, hay demasiado ruido.
Blanca se despidió con un «te quiero» y tardó unos momentos en colgar el teléfono hasta que yo me despedí con un frío «hasta luego».
El teléfono volvió a vibrar. No me encontraba con fuerzas para dar unas explicaciones que todavía tenía que madurar. Cuando la voz me anunció la llamada de Róber, me relajé un poco. Esa tarde habían quedado y quería saber si Blanca y yo nos apuntábamos. Me disculpé y le dije que me resultaría imposible ir. No tenía ganas de hablar y colgué sin darle más explicaciones, pero el maldito teléfono sonó una vez más. Respondí rápidamente a la llamada antes de esperar a saber quién era. Mi voz salió como un latigazo.
—¿Sí, dígame?
Al otro lado oí la voz de quien menos esperaba. Claudia.
—Hola, David. Soy yo. Perdona si te he molestado. ¿Te pillo en mal momento? Si quieres podemos hablar más tarde.
Su voz sonaba tremendamente suave, con ese deje de inocencia que ella sabía darle en algunas ocasiones.
—Ah, no, perdona, Claudia, es que no esperaba tu llamada. Estoy volviendo a casa en el autobús.
—Quería hablar contigo para pedirte disculpas por mi comportamiento del otro día —dijo—. Espero que tu novia no se enfadase demasiado. Me parece que tiene mucho carácter.
—Por mi parte está todo olvidado. Oye, estoy llegando a casa y tengo que estar pendiente para no pasarme la parada. ¿Te importa si te llamo luego?
—Está bien, esperaré tu llamada. Adiós, cielo.
—Hasta luego.
Era mentira. El autobús todavía tardaría más de quince minutos en llegar. Desde luego, si había algo que no pensaba hacer era llamar a Claudia más tarde ni en ninguna otra ocasión. No, gracias. Podía esperar mi llamada sentada si no quería cansarse. Desconecté el teléfono antes de que sonase de nuevo y cuando llegué a casa, mi mal humor era patente. Antes de subir a la habitación Silvia me dijo que había llamado Blanca. Que la llamase, porque parecía preocupada. Yo sabía que ellas hablaban a veces, sus edades, gustos y, sobre todo el carácter, había hecho nacer la amistad entre las dos. Subí a la habitación y encendí el ordenador. Blanca tenía encendido el Skype y me llamó nada más darse cuenta de que me había conectado.
—Hola, David. ¿Qué tal? Me has dejado preocupada por lo de la caída. Te he vuelto a llamar, pero estabas fuera de cobertura.
—Hola. Ya te he dicho que no me había pasado nada —contesté secamente.
—Bueno, me alegra saber que estás bien. Espero que esta tarde estés de mejor humor —respondió ella—. A las ocho nos vemos. Adiós.
Antes de que me diera tiempo a contestar, se desconectó.
Comí rápidamente sin esperar a nadie con la disculpa de que tenía entrenamiento por la tarde. Subí a la habitación y me tumbé un rato en la cama. Dejé que mi mano se apoyase sobre la cabeza de Kits, que descansaba en el suelo. Mientras lo acariciaba, mis pensamientos volvieron al problema que me carcomía. No podía seguir prolongándolo. Tenía que decírselo esa misma tarde, aunque todavía no sabía cómo.
Horas después, mientras nadaba, un ladrido de Kits llamó mi atención. Supuse que Blanca debía de haber entrado en las piscinas. Completé el recorrido y salí del agua. Blanca se aproximó inmediatamente con la toalla en sus manos.
—Siempre que te veo mojado me pareces guapísimo —me dijo mientras me daba un beso fugaz.
Eliminó con sus labios una gota de agua que tenía en la nariz mientras apoyaba las manos en mis hombros. La aparté suavemente.
—Gracias, supongo que los chicos ganamos mucho en bañador. ¿Ya has visto a Kits?
—Sí, está entretenido mordiendo un hueso. No me he atrevido a traerlo hasta aquí. Veo que no te has roto nada con la caída. No te lo vas a creer, pero seguía preocupada.
—¡Bah! Ya te dije que no había sido nada. No te lo tenía que haber contado.
Mientras hablábamos llegamos a la puerta de los vestuarios, donde Kits permanecía atado a un banco de gimnasio. De inmediato se puso de pie. Yo prefería moverme sin él dentro de las instalaciones.
—¿Me esperáis a la salida? El tiempo justo de darme una ducha.
—¡Vamos, Kits! —dijo Blanca—. No tardes. Estaremos fuera dando un paseo.
Quince minutos después volvimos a encontrarnos. Normalmente, cuando caminábamos juntos yo llevaba a Kits de la correa y me cogía del hombro de Blanca, que me rodeaba la cintura con el brazo. Teniendo en cuenta la conversación que me esperaba, preferí agarrar el asa y caminar al lado de ella evitando todo contacto. El detalle no había pasado inadvertido y, cuando todavía no nos habíamos alejado del club, Blanca hizo que nos detuviéramos. Se puso delante de mí.
—David. ¿Me quieres explicar qué demonios te pasa? ¿Te he hecho algo? Si es así dímelo, porque no tengo ni idea de qué es lo que te sucede.
—Luego, más tarde —respondí—. Cuando estemos solos en el parque.
—¡Me da igual que estemos solos o acompañados! En el parque o en el Palacio Real. De aquí no nos movemos hasta que me digas qué está pasando.
Su voz sonaba enfadada. Tremendamente enfadada. Kits se acercó a ella buscando una caricia que no recibió.
—¡Déjame, Kits, que esto no va contigo!
La cosa estaba difícil. Si ni Kits era capaz de tranquilizarla, estaba claro que era porque la situación había llegado a un punto de no retorno. Blanca no se iba a mover de allí sin una explicación.
—Blanca. Yo... Lo siento, pero creo que esto no puede seguir así. He estado pensando en nosotros, en nuestra relación y en todo lo que te espera si seguimos juntos. Creo —respiré profundamente antes de continuar—, creo que tus padres tenían razón. No debes atarte a una persona como yo.
No debería haber utilizado esas palabras, que a mí mismo me sonaron a reproche, pero ya era tarde para dar marcha atrás. Blanca no me dejó continuar.
—¿Una persona como tú? ¡Una persona como tú de idiota querrás decir! Entérate, cabeza hueca, de que mis sentimientos están claros. ¡Clarísimos! Y por ti estoy dispuesta a pelearme con tus padres, con los míos, con el mismísimo Mortadelo o la idiota de Claudia. ¿Lo entiendes? Te quiero. Con ojos o sin ellos, con perro o sin él, y me habría enamorado de ti en cualquier otra circunstancia. Mira, vamos a tranquilizarnos. Piénsalo y consúltalo esta noche con la almohada. Mañana me llamas y hablamos. Seguro que todo habrá quedado en un mal día.
—Blanca —tragué saliva—, mi decisión está tomada. No quiero atarte.
—¿Tomada? No puedo entender que hayas cambiado así de un día para otro. ¿Hay algo más que yo no sepa?
Dudé antes de responder. También estaba la discusión que había mantenido con mi madre y en la que Silvia había salido en su defensa. De eso no le había dicho nada, ya que estaba seguro de que mis razones no tenían nada que ver con ese asunto. Blanca interpretó mi silencio como una respuesta afirmativa y continuó hablando.
—¿Es por Claudia? ¿Has hablado con ella?
—¡No! —respondí de inmediato, pero de pronto recordé la llamada de esa mañana y mi cara se encendió como un tomate.
—¿No? Pues tu cara me dice que sí. Te has puesto rojo.
—Bueno, sí, me llamó —balbuceé—, pero eso no importa ahora.
—¿No importa ahora? Entonces... ¿por qué lo has negado? Creo que con eso está dicho todo. Kits, adiós. David, que seas feliz, muy feliz con tu chica. No me vuelvas a llamar en tu vida.
Blanca dio media vuelta y oí sus pasos, que se alejaban por la acera. Me quedé callado sin saber qué decir. Ella había malinterpretado todo, pero ahora no tenía importancia. Al final, por un motivo u otro, la había apartado de mi vida.

CAPÍTULO 26




Blanca. Septiembre de 2011
Me alejé de aquel lugar tan rápido como pude. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto con Claudia? A lo mejor Mireia tenía razón y el viejo refrán «Tiran más dos tetas que dos carretas» era completamente cierto. Llevábamos un par de meses saliendo y durante ese tiempo, la que había estado ciega había sido yo, no David. Ciega porque no había podido ver la realidad. Porque pensé que me quería. Porque habría dado mi vida por él y él se la quería dar a otra persona. Ciega de amor.
Después de caminar a paso ligero durante un par de manzanas, empecé a correr. Corría para intentar distraer a mi cuerpo y que mi mente no pensara en lo que David me acababa de decir. Oía mis fuertes pisadas en el asfalto y el ritmo acelerado de mi corazón e intentaba no pensar, pero sus palabras se repetían en mi cabeza una y otra vez: «Las cosas no pueden seguir así», «Mi decisión está tomada». ¡Maldita decisión! ¡Qué fácil le había resultado tomar esa decisión! ¡Qué poco parecía importarle! Yo sólo había sido una relación efímera que le había servido hasta que recuperó su movilidad, su independencia, volvió a sus clases en la facultad y reapareció la chica que realmente le gustaba. ¡El muy cerdo! Mis piernas seguían dando grandes zancadas, pero mis pulmones estaban a punto de explotar. Me faltaba el aire. Me quemaba el pecho.
Por fin me detuve. Puse las manos en las rodillas y empecé a toser.
Me ardía la cara y el cuerpo.
Me quemaba el corazón.
Seguí caminando algo más despacio, intentando recuperar la respiración. Hasta entonces mis ojos se habían negado a desperdiciar ni una sola lágrima por él. La ira me impedía llorar. Me sentía engañada y tirada como un trapo sucio.
Apoyé la espalda en la fachada de un local comercial que estaba de obras y me llevé las manos a la cara, mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás.
—A esta niña le daba yo más de un apretón... —le dijo un obrero a su compañero en el andamio.
—¡Gilipollas! —espeté y me alejé andando.
De pronto me di cuenta de que no sabía muy bien dónde estaba. Nunca había estado en esa zona y la calle no me sonaba para nada. Supongo que corriendo me había alejado más de lo que pensaba. Estaba sola y perdida. A pesar de que sabía que no podía estar muy lejos y que, si daba un par de vueltas, seguro que acababa encontrando el camino de vuelta, necesitaba hablar con alguien. Necesitaba tener a un amigo a mi lado.
Llamé a Pepe.
—Pepe, por favor, ven a buscarme. Necesito hablar contigo —dije cuando contestó a mi llamada.
—¿Ocurre algo? ¿Estás bien? —preguntó Pepe preocupado.
—Sí, estoy bien, te lo cuento cuando nos veamos.
—¿Dónde estás?
Me acerqué a la esquina para ver el nombre de la calle y le di la dirección. Me quedé andando de un lado a otro hasta que apareció Pepe media hora más tarde con su Mustang blanco y se paró justo delante de mí.
—¿Ha llamado usted a un taxi? —bromeó.
Me forcé a sonreír y subí al coche.
En cuanto me senté en el asiento del copiloto, Pepe empezó a contarme que había tenido que soltarle una bola tremenda a su jefa para que le dejara salir del trabajo. Había empezado a trabajar hacía un par de semanas en un anticuario con una señora que tenía más años que Matusalén y utilizaba a Pepe para todo, desde mover muebles hasta llamar a los clientes, hacer facturas, limpiar el polvo, reparar arañazos... Llevaba muy poco tiempo en la tienda, con lo que eso de desaparecer así de repente no le pareció nada bien a la centenaria mujer.
—Me has llamado justo cuando doña Asun me había pedido que limpiara unas espantosas bandejas de plata y, oye, la verdad es que no me apetecía nada y no sabía cómo escaquearme —dijo sin dejarme hablar. Estaba deseando contarle lo que me había pasado, pero le dejé que siguiera sin interrumpirle—. Así que muchas gracias por esta sorpresa. ¿Adónde quieres ir?
—Al faro —contesté sin dudarlo. Necesitaba volver a nuestro sitio preferido y dejar que el mar me calmara.
—Lo que usted diga —dijo Pepe simulando que le daba al botón del marcador del taxi—. Pero antes de que me cuentes lo que pasa, tengo una pequeña sorpresa para ti —añadió.
Haciendo un esfuerzo, se retorció, pasó el brazo por encima del cabecero de mi asiento y cogió algo que había en la parte posterior del coche.
Me entregó un paquete con forma rectangular envuelto de mala manera en papel de estraza. Rasgué el papel y descubrí un marco de madera negra labrada que enmarcaba una tela gris con aspecto de pergamino antiguo. Sobre la tela había una frase impresa en letras blancas:
«El amor es ciego y la locura siempre lo acompaña».
Al leer la frase, me invadió una inmensa sensación de tristeza. Me acerqué el marco al pecho y lo rodeé con los brazos mientras una lágrima empezaba a recorrer mi mejilla.
—Oye, si no te gusta, no hace falta que llores —dijo Pepe sonriendo, pensando que lloraba de la emoción—. Es el título de un cuento de un tal Mariano Osorio que encontré el otro día en Internet y me gustó la frase para enmarcarla. El cuento trata del día en que la Locura decidió jugar al escondite con sus amigos. La Apatía decidió que no le interesaba el juego. La Verdad decidió no esconderse, porque siempre la encontraban. El Amor...
—David me ha dejado —lo interrumpí.
—¿QUÉ? —exclamó sorprendido—. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Por Claudia —dije y en ese momento me vine abajo.
Empecé a sollozar como una niña pequeña. Me tapé la cara con las manos y lloré como no lo había hecho en muchísimo tiempo. Dejé atrás la rabia y permití que el dolor, el vacío que sentía por dentro, saliera con cada lágrima salada que recorría mi rostro.
Pepe me pasó la mano por encima del hombro y me llevó hacia él.
—Blanca, cuánto lo siento —dijo—. No lo puedo entender. Después de veros juntos, nunca lo habría dicho...
Yo no podía dejar de llorar. Quería contarle lo que había pasado, pero las palabras se me quedaban atascadas en la garganta.
—Vamos al faro y allí me lo cuentas todo —dijo Pepe metiendo la marcha y dirigiéndose al único sitio donde esperaba encontrar algo de paz.
Por el camino, no pude evitar que las lágrimas siguieran manando como ríos caudalosos. Pepe me daba golpecitos cariñosos en las piernas y me miraba de vez en cuando con una expresión triste.
Al llegar al faro, salimos del coche, dejé el marco en mi asiento y nos dirigimos a nuestro lugar preferido, que no visitábamos desde hacía ya bastante tiempo. Hacía un día formidable. El sol se estaba poniendo sobre las montañas y la temperatura era perfecta. Divisé algunas embarcaciones deportivas que regresaban después de haber pasado el día en alguna cala. Un par de barcos de pescadores salían lentamente hacia el horizonte. Supuse que irían a por calamar. En la bocana del puerto había dos veleros haciendo maniobras. Me pregunté si alguno de ellos sería Luis y su compañero de regatas, Javier. Pensé en cómo habían evolucionado las cosas desde que salí con él. Esta vez era a mí a quien dejaban. Esta vez era yo la que sufría en mi propia carne que la persona a la que más quería en el mundo me rechazara y me alejara de él.
Pepe y yo nos sentamos en el suelo, mirando a mar abierto, con la espalda apoyada en unas rocas. Yo ya me había tranquilizado un poco y había conseguido controlar mi llanto, aunque de vez en cuando todavía soltaba un hipo que hacía que me doliera el pecho.
—Bueno, cuéntame, ¿qué ha pasado? —preguntó Pepe.
—Que me ha dejado —repetí.
—Sí, pero ¿cómo? ¿Qué te ha dicho? Cuéntamelo todo, desde el principio.
Suspiré con fuerza. Tomé aire y empecé a contarle lo que había sucedido en las últimas semanas. Le describí el incidente del día de la barbacoa. Cómo la idiota esa le había atacado y cómo la pillé dándole un beso con sus labios de lamprea repugnante. Cómo al verlos los había empujado a la piscina y me había ido corriendo, dispuesta a marcharme. Cómo David había entrado en la habitación de la casa de Róber donde yo estaba llorando y habíamos terminado haciendo el amor por primera vez. Cómo después me invitó a tomar una copa en su casa y Mireia me convenció del desastroso cambio de imagen para «estar a la altura de las circunstancias» y al final decidí dejar atrás la tontería esa de los tacones y las minifaldas y volver a ser la que era, con mis vaqueros y mis zapatillas de deporte. Pero a partir de entonces me dio la sensación de que las cosas habían empezado a cambiar. David ya no era el de siempre. Se ponía de mal humor continuamente. Le expliqué que había coincidido con que Kits se había puesto enfermo y que al principio yo había pensado que ése era el motivo de su cambio de carácter, ya que lo había obligado a usar su odiado bastón. Le conté a Pepe lo que nos había pasado en el cine y lo mal que nos habían tratado y cómo David había intentado hacer algo por mí y no le había salido bien. Le dije que esa noche le mandé un SMS diciéndole que le quería y él tardó más de media hora en contestar y cuando por fin lo hizo, me dijo que él también me quería y que algún día entendería cuánto, pero debía de ser mentira, porque a los pocos días, va y me deja. Por la idiota esa de Claudia.
—Mira, todavía tengo el mensaje —le dije sacando el móvil para enseñárselo—. ¿Ves? No lo entiendo, Pepe. ¿Cómo puede acostarse conmigo, decirme que me quiere y después dejarme? ¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?
Sin poder evitarlo, las lágrimas volvieron a deslizarse por mi cara.
Mientras le contaba mi versión de los hechos, Pepe me había escuchado con atención sin interrumpirme ni una sola vez. Acercó su dedo regordete y me quitó una lágrima. Después me abrazó con su inmenso cuerpo y me dejó empaparle la camisa. Nos quedamos unos minutos en silencio, interrumpidos por mis sollozos, hasta que por fin dijo:
—Blanca. Yo no creo que David te haya dejado por Claudia.
Me separé de su camisa empapada y lo miré desconcertada.
—¿Cómo? Pero ¿es que no me has oído que le pillé negándome que hubiera hablado con ella y se puso rojo como un tomate?
—Que hable con alguien no quiere decir que esté saliendo con esa persona —explicó Pepe—. Por lo que me has contado, yo creo que David está intentando protegerte. Me parece que te ha dejado porque piensa que te hace un favor, y me apuesto un millón de euros a que en estos momentos estará completamente hundido.
Pensé en lo que me acababa de decir Pepe. A lo mejor tenía razón. Repasé mentalmente la conversación que había tenido con David al salir de la piscina. «No debes atarte a una persona como yo», me había dicho. Sí, ésas habían sido sus palabras. ¿Atarme a una persona como él? ¿Por qué tenía que decidir él a quién me quería atar yo y a quién no? ¿Es que lo que yo pensaba no le importaba? Pensé en lo que había sucedido en los últimos días y me di cuenta de que Pepe debía de estar en lo cierto. David no soportaba pensar que era una carga para nadie. Sus reacciones, su mal humor, el comentario que hizo cuando salimos del cine, ¿qué había dicho exactamente? Que no debería haberme metido en esa situación. Todo indicaba que David llevaba comiéndose el coco varias semanas. Quería protegerme, pero no se daba cuenta de que yo era lo suficientemente mayor para tomar mis propias decisiones. No necesitaba que me protegiera de peligros inexistentes.
—¿Estás seguro? —le pregunté a Pepe.
—Sí, Blanca.
—¿Y ahora qué hago? ¿Crees que si le digo que no quiero que me proteja de nada, que le quiero con toda mi alma y que no quiero que él tome decisiones por mí volverá conmigo?
—No lo sé —contestó con sinceridad—. Pero no pierdes nada por intentarlo, ¿no?
—Efectivamente —dije con una sonrisa en la boca. Después volví a abrazar a mi amigo, pero esta vez no era un abrazo buscando consuelo. Esta vez lo abracé agradecida de que me hubiera abierto los ojos y me hubiera ayudado a entender lo que realmente sucedía—. Gracias, Pepe, no sé qué habría hecho sin ti.
—Supongo que habrías ido a una armería y habrías comprado una pistola y después habrías averiguado dónde vivía la tal Claudia y te habrías presentado en su casa y te la habrías cargado y después habría llegado la policía y habrías acabado en la cárcel y te habrían obligado a fregar los suelos de la prisión durante el resto de tus días y...
—Ni hablar —protesté—. De pistola nada, me habría comprado un bazooka supersónico y me habría vestido de ninja.
Los dos nos reímos y seguimos inventando finales rocambolescos hasta que aparecieron las primeras estrellas de la noche y regresamos cada uno a su casa.
Pepe me había ayudado a ver las cosas de otra manera. Y yo había tomado una decisión. Estaba dispuesta a recuperar a David.
Pero las cosas nunca resultan tan fáciles como parecen.
Esa misma noche, cuando Pepe me dejó en casa, llamé a David, pero no cogió el teléfono.. Le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara urgentemente: teníamos que hablar.
Nunca me llamó.
Me pasé toda la semana intentando ponerme en contacto con él. Le envié SMS, e-mails, le llamé al móvil y al teléfono fijo. Nada. Ni una respuesta. Una tarde, por fin conseguí hablar con su hermana.
—Hola, Silvia, ¿está David? —pregunté.
—Hola, Blanca —contestó—. Sí, espera un momento, que está en su habitación.
Oí pasos al otro lado del teléfono. Se acercó al cuarto de David y llamó a la puerta. Oí la voz de David desde dentro, que la invitaba a pasar. Mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que creí que se me iba a salir por la boca. Noté que en ese momento Silvia tapaba el auricular con la mano e intercambiaba un par de frases con su hermano. Después de un tiempo que me pareció eterno, volvió a hablar:
—Blanca, lo siento, pero no está, ha salido —mintió.
—Gracias, Silvia —contesté y colgué con un nudo en la garganta.
David no quería hablar conmigo. Sabía que yo intentaba comunicarme con él, pero me ignoraba. No estaba dispuesto a darme una oportunidad.
Él había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás.
Me tumbé en la cama y observé el cuadro que me había regalado Pepe.
«El amor es ciego y la locura siempre lo acompaña.»
A lo mejor David se había vuelto loco. A lo mejor su locura le impedía ver que yo estaba dispuesta a lo que fuera con tal de volver a estar con él.
Pero a lo mejor la que estaba loca era yo por seguir intentándolo.

CAPÍTULO 27




David. Septiembre de 2011
Fui un imbécil. Un verdadero idiota. Me sentía completamente hundido y destrozado. Había conseguido, una vez más, enterrarme en mi propia miseria. ¿Algún día lo entendería? ¿Se daría cuenta de los motivos que me habían llevado a tomar la decisión más triste de mi vida?

CAPÍTULO 28




Blanca. Septiembre de 2011
No podía seguir insistiendo y esperar a que me contestara.
Decidí cambiar de plan.
Había llegado el momento de llamar a Luis.

CAPÍTULO 29




David. Septiembre de 2011
Decidí dedicar esa mañana a la lectura para intentar evadir mis pensamientos. Evadirme, eso era precisamente lo que me hacía falta en esos momentos. Olvidar a Blanca y dejar atrás todos los momentos vividos con ella. ¿Lo conseguiría? Sabía que iba a resultarme difícil, muy difícil. Mi decisión le había hecho mucho daño y me sentía como un monstruo por haberla herido de esa manera. Sin embargo, seguía convencido de que era lo mejor. Con el tiempo, ella volvería a su mundo de luz. Un mundo del que yo había formado parte y en el que hacía verdaderos esfuerzos por integrarme sin convertirme en un lastre para la mujer que me había hecho reír, soñar, amar y ahora, sin ella pretenderlo, también sufrir. Blanca me había llamado por teléfono y por Skype, me había dejado SMS y correos electrónicos, pero no contesté a ninguno de ellos. Ni siquiera los abrí. ¿Para qué? ¿Para reabrir la herida que estaba intentando cerrar? Aparté esos pensamientos y volví a prestar atención a la novela que estaba leyendo: El jinete del silencio. Escuché la voz que me contaba cómo Yago, un joven autista del siglo XVI, superaba sus problemas gracias a su relación con los caballos. En mi caso el caballo era amarillo y se llamaba Kits y, en ese momento, me puso la pata sobre la rodilla para avisarme de que era la hora de su paseo habitual. Lo vestí con su «uniforme de trabajo» y salimos a la calle. Después de un par de días de lluvia el sol había vuelto a brillar y la temperatura era excelente, por lo que decidí sentarme en un banco del parque y continuar leyendo. Sin embargo, no conseguí hacerlo, porque sonó el teléfono. Era Jorge.
—Hola, Jorge. ¿Qué tal todo?
—Hola. Nada más quería decirte que estoy con Lola y, a eso de las nueve, hemos quedado con Róber para ir a picar algo al centro y después tomar unas copas. ¿Te apuntas?
Pensé antes de contestar. No tenía ganas de ver a nadie y además, al día siguiente tenía que estar en la piscina a primera hora de la mañana y no me apetecía aguantar una nueva bronca de Andrés.
—Gracias por la invitación, Jorge, pero mañana tengo que entrenar y debería acostarme pronto.
—Vaya, qué lástima. ¿A qué hora terminas mañana? Seguramente también haremos algo —insistió.
—No lo sé todavía. Ya te llamaré yo, ¿vale?
—Como quieras. Oye, espera, que está aquí Lola y quiere hablar contigo. Te la paso.
—¿David? —La voz de Lola me pareció preocupada.
—Hola, Lola —contesté—. ¿Qué me cuentas?
—Nada en especial. ¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?
Mis amigos estaban al tanto de lo que había pasado. No les di demasiados detalles, sólo que había dejado a Blanca porque las cosas no iban bien entre nosotros. Jorge y Róber se dieron cuenta de que no quería hablar del tema y no me hicieron preguntas. Pero Lola no iba a conformarse con un argumento tan simple. Conociéndola, sabía que indagaría hasta intentar conseguir una explicación algo más convincente. El único problema era que yo no podía dársela.
—Bueno... ¿Qué quieres que te diga? —dije vagamente.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Tú, hazla, luego ya veremos si te contesto.
—¿Tiene Claudia la culpa de que lo hayáis dejado?
—No, Lola, creí que eso había quedado claro —respondí—. Nada que ver, y puestos a preguntar, ¿es que has hablado con Blanca?
—No, no he hablado con ella. Son ideas que se me pasan por la cabeza. Es que... mira, te voy a ser sincera. Eso de que algo iba mal entre vosotros no cuela. Nunca había visto una pareja más enamorada. Espero que no te moleste lo que te voy a decir —dijo, y sin esperar mi respuesta añadió—: Creo que lo que realmente te pasa es que tienes miedo.
—¿Miedo? —contesté irritado al oír sus deducciones—. ¿Miedo a qué?
—A sufrir, David. Tienes miedo a sufrir. Piensas que mañana puede aparecer otro chico y encontrarte en inferioridad de condiciones a la hora de competir por Blanca.
—No, no es eso. Yo ni siquiera puedo competir... —empecé a decir, pero me callé.
—David, escúchame —contestó Lola con voz dulce—. El que veas o no, nada tiene que ver con el amor. No puedes ir por la vida pensando en que las relaciones son una competición. Blanca te quiere como eres y, si realmente la respetas y la aprecias, no deberías tomar decisiones por ella.
No quería seguir oyendo sus inútiles consejos. Ella nunca lo entendería. Había llegado el momento de dejar la conversación.
—Oye, que el teléfono es de Jorge y la llamada le va a costar un pastón. Ya hablaremos en otro momento.
—Jorge tiene tarifa plana, o sea que no te preocupes por su economía. David —me dijo con la risa de Jorge de fondo—, eres muy malo buscando excusas. Pero bueno, no te doy más la brasa, hasta mañana.
Colgué el teléfono. No quería darle más vueltas a lo que me había dicho, así que intenté concentrarme de nuevo en el libro.
Imposible. Apagué el MP3 con rabia y decidí que ya era hora de dar por finalizada la salida. Kits y yo volvimos a casa. Subí a mi habitación, encendí el ordenador y me conecté a Skype. A pesar de que al mediodía solía conectarse, en esos momentos Blanca estaba fuera de línea. Abrí la bandeja de mi correo electrónico y me volví a encontrar con la media docena de mensajes sin abrir que me había mandado. Con ayuda del tabulador me coloqué sobre el primero. Estaba pensando en si debía leerlo o no cuando oí la voz de mi madre, que me llamaba desde la cocina.
—¡David, a comer!
—¡Voy, mamá! —respondí a la vez que apagaba el equipo. Quizá fuera mejor así. De momento, los correos de Blanca seguirían sin abrir.
Fui a la cocina y me senté a la mesa, donde me esperaban mi hermana y mi madre con una fuente de albóndigas con arroz. Mi padre había llamado para decir que no le esperásemos porque comería en el instituto. Estiré la mano y encontré la jarra del agua. Serví los vasos sin derramar ni una sola gota guiándome por el ruido que hacía el agua sobre el cristal. No dije ni una palabra, seguía inmerso en mis pensamientos, que fueron interrumpidos por la voz de mi hermana.
—Blanca te ha llamado varias veces. ¿Hablaste por fin con ella?
Iba a contestarle que ese tema no le importaba, pero no tenía ganas de discutir.
—No —respondí secamente—. ¿Me alcanzas el pan, por favor?
Ella puso una rebanada de pan en mi mano y volvió al ataque.
—¿Y no piensas llamarla?
—¿Es que te has convertido en abogada matrimonialista? —contesté molesto—. ¿Por qué no me dejas comer tranquilo? ¿Me meto yo en tu vida?
Mi madre temía que tuviéramos otra pelea en la mesa e intentó cambiar de tema.
—David, ¿qué pasó al final con ese currículum que enviaste al periódico? ¿Te han contestado? ¿Crees que entrarás como becario?
—No, no sé nada.
Sabía que Silvia seguía teniendo algo más que decir y no iba a parar hasta soltarlo.
—Mamá, para David encontrar trabajo no será fácil, pero está dentro de lo posible. Para los temas de amor lo tiene mucho más complicado. Mi hermano es capaz de encontrar una chica estupenda y dejarla escapar. O peor aún, echarla a patadas de su lado.
Quise protestar, pero Silvia siguió hablando.
—Sí, David sabes muy bien cómo servirte las albóndigas, cómo pasar un archivo del ordenador a tu tableta y puedes nadar cien metros en menos tiempo del que yo tardo en recorrerlos a pie, pero de sentimientos no tienes ni idea.
—¡Silvia! —la reprendió mi madre—. Lo de los sentimientos es un asunto muy personal. Deja a tu hermano en paz. No quiero más discusiones, por favor.
Me levanté rápidamente y estuve a punto de tirar el plato.
—¿Qué sabes tú de sentimientos? —espeté antes de irme—. ¿Y quién te da derecho a opinar sobre mi vida?
—Nada, yo a lo mejor no sé nada —contestó Silvia bastante airada—, pero por lo que veo, tú tampoco tienes ni idea de lo que son ni para qué sirven. ¿A quién se le ocurre cambiar a Blanca por esa tonta de Claudia?
O sea, que era eso. Mi hermana también estaba convencida de que Claudia era la culpable de todo. Decidí sacarla de su error.
—¡Entérate de que Claudia no ha tenido nada que ver en todo esto!
—¿Ah, no? Pues entonces lo entiendo menos todavía. Porque soy capaz de comprender que los tíos os comáis el coco por una tía así. Pero... que te lo comas tú solo es algo que no me cabe en la cabeza. David, háztelo mirar porque lo tuyo no es un problema de vista sino de cerebro.
Mi madre consideró que el tema se le había escapado de las manos y decidió cortarlo de raíz.
—Hasta aquí hemos llegado. Basta ya de discutir.
—Efectivamente, se acabó la discusión —dije antes de salir de la cocina dando un portazo.
Subí a mi habitación echando humo. Mientras metía con rabia mis cosas de la piscina en la bolsa de deporte volví a encender el ordenador. Blanca seguía sin estar conectada a Skype. ¿Me habría borrado de sus contactos? Cuando volviera de entrenar tenía que encontrar la manera de averiguar si me había eliminado, pero de momento debía darme prisa si no quería llegar tarde al entrenamiento y arriesgarme a que Andrés me echara una nueva bronca. Le puse rápidamente el arnés a Kits y salí de casa sin despedirme de nadie. Una hora más tarde, mi entrenador me hizo salir del agua.
—David, no puedes entrenar así. No sé lo que te pasa, pero con el estado de nervios que tienes, corremos el riesgo de que te lesiones. Mira, vamos a hacer una cosa. Mañana es sábado. Descansa durante el fin de semana, sal con tus amigos y, si quieres, tómate una cerveza, pero sin pasarte. El lunes nos vemos a primera hora.
Me planteé llamar a mis amigos, pero se me quitaron las ganas al pensar que Lola volvería a soltarme el sermón y el mismo rollo de antes. Ya había tenido suficientes charlas por un día. Me fui directamente a casa y me pregunté si esta vez Blanca estaría conectada. Cuando llegué, Silvia estaba en el salón viendo la tele.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—¿Qué hago? —respondí malhumorado—. Vivo en esta casa, ¿sabes?
—Venga, David, no sigas enfadado. Lo que pasa es que me parece raro que hayas vuelto tan pronto.
—Andrés ha interrumpido el entrenamiento porque no me podía concentrar y me ha dicho que mañana no hacía falta que fuera. Por lo menos, no tendré que madrugar. Oye, y hablando de otra cosa. ¿Tú sabes cómo se puede averiguar si alguien te ha borrado del Skype?
—¿Alguien? Por ejemplo... ¿alguien como Blanca?
—¡Qué pesada eres! ¡No! —mentí mientras buscaba una torpe explicación—. Es que quiero contactar con un antiguo compañero del colegio y...
La respuesta de Silvia me demostró que no me estaba haciendo ni caso.
—Entonces ¿mañana estarás en casa por la mañana?
—Sí, ya te he dicho que sí. ¿A qué viene ahora esa pregunta?
Silvia dudó un momento antes de contestar.
—Es que mañana mamá y papá van a comer a casa de tía Puri y me han preguntado si queremos ir con ellos.
—¿A casa de tía Puri? ¡Ni atado!
—Entonces comeremos los dos en casa. Creo que hay una buena ración de albóndigas en la nevera.
No hice caso de la indirecta y subí a la habitación. Volví a encender el ordenador. Blanca seguía desconectada. «A lo mejor se le ha estropeado el ordenador», pensé y me pareció un pobre consuelo. Me tumbé en la cama y rebobiné la novela. Cuando comencé a leer, la lectura se inició con unas palabras que me dejaron helado:
«El amor es no ver o respirar...».
Paré el aparato inmediatamente y rebobiné para volver a escuchar la frase.
Me quedé pensando.
Si el amor era «no ver», eso quería decir que Blanca y yo estábamos en las mismas condiciones. A lo mejor había sido yo el único incapaz de ver la situación con claridad y ya no con los ojos, sino con la cabeza, como me había dicho mi hermana. ¿Tendrían razón Silvia y Lola? ¿Había conseguido meterme en mi propia trampa y provocar yo solo una situación absurda? ¿Una «solución» a un problema que quizá no existiera? ¿Por qué? ¿Por qué lo había hecho realmente? ¿Por miedo? ¿Por qué, después de afrontar miles de problemas, no había sido capaz de mantener la relación con la persona que más me importaba en el mundo? Y si realmente había hecho lo correcto, lo mejor para Blanca, ¿por qué me dolía tanto? ¿Por qué no podía pensar en otra cosa más que en ella?
Empecé a pensar que me había equivocado tremendamente y debía dar marcha atrás. Pedirle perdón. Recuperarla como fuera. Pero quizá fuera demasiado tarde. Ella me había dicho que no volviera a llamarla en su vida, y Blanca podía ser muy testaruda. Aun así, debía intentarlo. Cogí el teléfono y empecé a marcar cuando recordé que era viernes por la tarde... Lo más probable era que hubiera salido con sus amigos. A lo mejor no estaba de humor para contestar. Quizá después de una semana ignorando sus llamadas y mensajes había decidido darse por vencida y reanudar su vida. Planes y pretendientes no le iban a faltar. Y si era así, ¿qué haría yo? No podría decir nada porque me lo merecía. En otras ocasiones ya me había comportado como un cretino, pero esta vez superaba el récord de estupidez. Decidí que antes de llamarla tenía que encontrar la manera de saber si me seguía teniendo entre sus contactos de Skype.
Al día siguiente, si conseguía armarme de valor, intentaría hablar con ella.

CAPÍTULO 30




Blanca. Octubre de 2011
A Luis le sorprendió mucho mi llamada. Desde que nos habíamos examinado de la selectividad habíamos coincidido en un par de ocasiones en alguna fiesta, pero sólo cruzamos unas cuantas palabras y el típico «¿qué tal?», «muy bien», «¿y tú qué tal?», «muy bien». Él había estado todo el verano de monitor de vela, y mi hermana, que pasaba más tiempo que yo en el puerto deportivo, me contó que siempre se le veía muy ocupado y rodeado de chicas, así que no sabía muy bien cómo reaccionaría cuando le contara que necesitaba hablar con él. Afortunadamente no me puso ningún problema y se mostró mucho más dispuesto de lo que me esperaba.
Aquel día, la madre naturaleza debía de estar de mi lado y me ofreció una mañana espectacular, con un sol magnífico, una ligera brisa y una temperatura perfecta. Era el primer día de octubre y parecía que el buen tiempo se estaba agarrando con uñas y dientes a la Tierra y se negaba a marcharse.
Miré el reloj. Pepe estaría a punto de llegar. Corrí al cuarto de baño para arreglarme y terminé de preparar la mochila con las cosas que creía que podría necesitar: una toalla, una bolsa hermética para meter el móvil, zapatillas de goma, una gorra y mis gafas de sol. Todo listo.
Bajé corriendo la escalera y miré por la ventana. Todavía no había llegado.
—¿De verdad que estás decidida a seguir adelante con ese disparate? —me preguntó Cris al verme lista para salir.
—Decididísima. ¿Nunca has oído eso de «Si no lo haces, nunca sabrás qué habría pasado si lo hubieras hecho»? —contesté.
—Sí, pero no sé, ojalá te salga bien, porque yo creo que no tiene mucho sentido —dijo.
En ese momento vi llegar el coche de Pepe.
—¡Ya está aquí! Me voy. ¡Deséame suerte! —dije mientras se dirigía a la puerta principal.
—¡Suerte! —gritó Cris.
Abrí la puerta del coche y Pepe me recibió con la canción Drawning a todo volumen. El chico cantaba a pleno pulmón haciendo la segunda voz a la cantante: «Rush, pull me under, the world is at my feet and is no wonder. Your eyes speak to me, they tell me be calm, they tell me to be strong».
—Buenos días. —Pepe interrumpió su interpretación para recibirme—. Oye, ¿alguna vez has escuchado la letra de esta canción? Porque creo que te va al pelo.
—Es que la escribieron para mí —contesté dándole un beso en la mejilla—. ¿Tú crees que saldrá todo bien?
—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo—. ¿Lista?
—Lista.
Mientras recorríamos las calles en su Mustang blanco, le mandé un SMS a Luis para asegurarme de que no se había rajado, de que todavía le parecía bien el plan y me estaba esperando. En unos segundos me confirmó que todo seguía su curso. Estaba ilusionada y nerviosa. Una nueva sensación de esperanza me recorría las venas y me hacía estar de muy buen humor.
Pronto llegamos a nuestro destino. Había llegado la hora. Miré a Pepe. Mi amigo me sonrió y me dio ánimos para que no abandonara mi misión. Yo le devolví la sonrisa, pero noté que me temblaban los labios.
—¿Seguro que no quieres que te espere y te lleve luego? —preguntó Pepe.
—Seguro, a partir de ahora lo tengo que hacer yo sola.
Salí del coche y, al acercarme a la casa, la sensación de seguridad que había sentido hasta entonces empezó a evadirse por todos los poros de mi piel. Me temblaban las piernas, el corazón me latía con fuerza y no podía dejar de apretar las manos. No podría soportar sentirme rechazada una vez más.
«No tienes nada que perder», me dije a mí misma.
Subí la escalera de la casa y llamé a la puerta. Sabía que estaba solo y que en unos minutos lo tendría cara a cara. Había ensayado mis primeras palabras una y otra vez, pero en aquel instante tenía la mente completamente en blanco.
Oí unos pasos, el ruido de alguien que corría la cadena de seguridad, el pomo de la puerta que giraba y la puerta que se abría lentamente.
Una bola de pelo amarillo me recibió de un salto.
—Hola, Kits —dije acariciándole la cabeza—. Hola, David.
David se quedó inmóvil y sorprendido. No esperaba mi visita. Lo observé con sus pies descalzos, sus pantalones cortos y una camiseta arrugada, sujetando la puerta sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Esperé de todo corazón que no la cerrara, que me dejara decirle a qué había venido.
—¿Ya se te han curado las manos? —pregunté.
—¿Las manos?
—Sí, supongo que como no coges el teléfono ni respondes a los mensajes, te ha pasado algo en las manos.
—Blanca, yo... —contestó al cabo de unos segundos.
—Espera —lo interrumpí con miedo a que dijera algo que yo no quería oír. Tenía que evitar a toda costa empezar nuestra conversación ahí. Mi plan era ir a otro sitio y debía centrarme en conseguirlo—. Ya sé que no quieres verme ni hablar conmigo, pero quiero que me acompañes a un sitio. Creo que después de estos últimos meses no es mucho pedir. Si después sigues opinando lo mismo, desapareceré de tu vida para siempre. Te lo prometo.
—¿Ir adónde? —preguntó David, que seguía sin salir de su asombro.
—Es una sorpresa. —Sonreí y puse cara de picardía a pesar de que sabía que no me podía ver—. La única condición es que no puedes traer a Kits ni tu bastón. Yo me encargo de todo.
David se quedó pensando y después dijo:
—¿Por lo menos puedo ponerme unos zapatos?
—¡Claro que sí! —sonreí aliviada. Todo iba sobre ruedas.
David entró en casa. Vi cómo se perdía por el pasillo en dirección a su habitación. Yo le esperé con Kits en la puerta. Pasados unos cinco minutos, volvió ya calzado. Noté que también se había lavado la cara y los dientes, porque olía a dentífrico de menta.
—Ya estoy listo —dijo.
Se despidió de Kits y cerró la puerta con llave. Después me cogió del hombro y le dirigí hasta el taxi que había llamado mientras él se arreglaba. Sentir su mano hizo que me entrara esa sensación en el estómago que me daba siempre que me tocaba.
Entramos en el taxi y le indique al conductor adónde debía ir:
—Al puerto deportivo, por favor.
—¿Al puerto deportivo? —preguntó David desconcertado.
—Sí, eso he dicho.
Después de ese comentario, nadie volvió a abrir la boca. La situación era un poco tensa. El taxista tenía la radio encendida y se oía un acalorado debate sobre política que no nos interesaba lo más mínimo. Yo me preguntaba si debería decir algo para romper el hielo, pero casi prefería seguir así hasta llegar a nuestro destino. David se movía intranquilo en su asiento mientras se daba golpecitos con la mano en las piernas.
Mi teléfono empezó a vibrar. Eran mis amigos, interesados en ver cómo iba mi plan. El primer SMS que recibí fue el de la hermana de David.
Q DIJO?, me preguntó.
Q SÍ  !, contesté.
Silvia me había ayudado a organizar todo. Una de las veces que llamé a su casa y respondió ella, empezamos a hablar y me confirmó lo que Pepe ya había sospechado. David apenas salía de casa y estaba de un humor de perros y no había ni rastro de la tal Claudia. Le conté mi plan y justo la noche anterior me había llamado para informarme de que a la mañana siguiente sus padres iban a salir a comer y que David estaría solo en casa. Ella desaparecería en el momento oportuno y se encargaría de Kits mientras yo me llevaba a su hermano.
Q TAL?, preguntó Mireia.
X AHORA BIEN, contesté.
Sabía que David oía que mi teléfono vibraba y yo tecleaba, pero no me hizo ninguna pregunta. Seguía sentado, serio y pensativo, como si no estuviera seguro de haber tomado la decisión correcta al acompañarme. Estábamos a punto de llegar.
Por fin el coche giró por la calle que daba al puerto y se detuvo.
—Ya hemos llegado —dije. Pagué y salí del coche.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó David.
—Navegar. Tú y yo. Solos —expliqué.
—¿Navegar? ¿Por qué?
—¿No te acuerdas de que hace unas semanas comentaste que te gustaría volver a salir en barco? Pues eso es exactamente lo que vamos a hacer. Una vez en el mar, podremos hablar tranquilamente.
—Estás loca de atar —protestó, pero me siguió, e incluso me pareció que se dibujaba una leve sonrisa en su cara.
Un poco más allá vi que Luis ya estaba esperándonos con su barco preparado. Las velas flameaban en el 420, que se mecía ligeramente en el pantalán. Nos acercamos hasta donde estaba.
—Hola, Luis —le dije al llegar—. Te presento a David.
Noté que David soltaba la mano de mi hombro en cuanto mencioné el nombre de Luis y no hizo ningún ademán por estrechar la suya. Sencillamente dijo un «hola» distante.
Ésta era la parte más complicada de mi plan. David sabía perfectamente quién era Luis y en ese momento debía de sentirse totalmente en desventaja. Luis estaba al tanto de lo que estaba pasando, mientras que David se encontraba perdido y no podía presentarse con la seguridad en sí mismo que en otras circunstancias habría mostrado. Si ahora se cabreaba y me pedía que lo llevara de nuevo a su casa, habría perdido mi única oportunidad de arreglar las cosas. Si, por otro lado, aguantaba un poco más y dejaba que nos alejáramos los dos solos en el velero, a lo mejor, y sólo a lo mejor, podría demostrarle que juntos podíamos conseguir cualquier cosa.
Lo miré. Su expresión era seria y no decía nada.
«Por lo menos no está poniendo pegas», pensé.
—Tomad, poneos esto —dijo Luis pasándonos un par de chalecos salvavidas—. Hoy hace un día estupendo para navegar. Mira, el viento viene de ahí —señaló con el dedo—, así que si vais de través ni siquiera tenéis que hacer un bordo para salir del puerto. Fuera sopla un poco más fuerte y a lo mejor tenéis que hacer algo de banda, pero seguro que no tenéis ningún problema. De todas formas, si necesitáis algo, me llamas y me acerco con la Zodiak, ¿vale?
—Vale, gracias, Luis. No te preocupes, que a partir de aquí nos encargamos nosotros —contesté poniéndome el chaleco salvavidas—. David, voy a subir al barco. Después me das la mano y subes tú, ¿vale?
—Muy bien —contestó David.
Me subí al barco y mi peso hizo que éste se tambaleara bruscamente. Una vez que conseguí recuperar el control, me cogí con las manos al pantalán y tiré hacia mí para acercar el velero al embarcadero y facilitar que se subiera David. Afortunadamente, Luis se dio cuenta de que ya no queríamos su ayuda y se quedó a un lado, observando la maniobra.
—Agáchate un poco y toca mi mano —le dije a David.
David obedeció. Con mucho cuidado tiré de su mano mientras él se agachaba y acercaba una pierna, después la otra, y por fin consiguió subir al barco. Con el nuevo peso, el 420 se inclinó peligrosamente hacia un lado. Me moví con rapidez al lado contrario para estabilizarlo, mientras sujetaba la botavara con la mano para que no nos diera en la cabeza.
—Siéntate aquí y sujeta este cabo. Es la escota del foque —le dije a David poniéndole la cuerda en la mano. Después solté la amarra que nos mantenía unidos al embarcadero y empujé para que el velero retrocediera. Así podría mover la caña del timón y dirigir la embarcación rumbo a alta mar.
El barco se alejó del embarcadero, dejando una estela en las aguas tranquilas del puerto. No soplaba mucho viento, pero era suficiente para movernos a una buena velocidad. Me volví y vi que Luis me levantaba el pulgar.
Sonreí.
Lo peor había pasado.
Ahora podríamos intentar relajarnos y disfrutar de la travesía.
Tal y como dijo Luis, no tuvimos que hacer ningún bordo hasta llegar a la punta del faro. Una vez que salimos del puerto, nos recibieron unas pequeñas olas redondeadas que nos mecían delicadamente mientras la proa del barco las cortaba con facilidad.
Observé a David. Me sorprendió ver que tenía los ojos cerrados y la cabeza alta, como si quisiera captar mejor las sensaciones que nos rodeaban. Notábamos la brisa cálida que nos daba en la cara, oíamos el murmullo del agua al romperse contra el casco, sentíamos el sol de la mañana que brillaba sobre nuestras cabezas.
Yo llevaba la caña con la mano izquierda y la escota de la mayor en la derecha. David agarraba el cabo del foque. Lo soltaba un poco para después tirar de él lentamente hasta que la vela dejaba de flamear.
—¿Qué sientes? —le pregunté.
—Noto el viento —contestó—. Lo siento en mi mano y noto perfectamente cuando llena la vela. ¿Ya hemos salido del puerto? Ahora parece que vamos más rápido, ¿no?
—Sí, acabamos de dejar atrás el faro —expliqué.
—¿Hay algún barco cerca? —preguntó David.
—A lo lejos, en el horizonte, veo un crucero y a la derecha hay otro velero, pero aparte de eso, no parece que nadie más haya salido hoy a navegar —dije.
Vi cómo David se iba relajando. Se pasó el cabo del foque a la mano derecha y sacó la izquierda por la borda para hundirla en el agua. En su cara se dibujó de pronto una amplia sonrisa. ¡Había funcionado! Estaba consiguiendo alejarlo de todo, que viviera algo completamente nuevo, sin presiones, sin nadie más. Pensé que era la ocasión perfecta para contarle lo que sentía.
—David —dije, acercándome y dejando que mis piernas rozaran las suyas—, tenemos todo el mar por delante. Por primera vez estamos solos y podemos elegir nuestro destino. Y si nos equivocamos, corregimos el rumbo y lo arreglamos. Tú y yo, unidos. Sin padres, ni Kits, ni bastones, ni hermanas, ni amigos, ni buitres. Es nuestra vida, nuestra travesía, y juntos tomaremos las decisiones y nos mantendremos a flote. Si no navegas conmigo, me hundo. No me dejes a la deriva, por favor. Acompáñame y deja que yo te acompañe a ti. Ésta ha sido la peor semana de mi vida. No sé por qué me has alejado de ti, pero yo no puedo vivir así. Yo te quiero, David. Te quiero más que a nadie en esta vida y no pienso dejar que te deshagas de mí tan fácilmente.
David sacó la mano del agua, se la secó en el pantalón y buscó mi cara. Al tocarme notó una lágrima que bajaba tímidamente por mi mejilla y me la secó con el dedo.
—Blanca, no llores, por favor —dijo—. Perdóname. Yo... no quería ser una carga para ti, no quería que perdieras el tiempo...
—No, no digas eso —le interrumpí—. Déjame que yo sea quien decida qué quiero hacer con mi tiempo y con quién lo quiero pasar. Si no me quieres, dímelo, pero si me quieres...
—Claro que te quiero, Blanca —dijo—, te quiero muchísimo, mucho más de lo que te imaginas.
Sus palabras hicieron que mi corazón se acelerase. Me daba la sensación de estar flotando, como si me hubieran quitado de encima la carga que me había aplastado y ahogado durante la última semana. Enganché la escota en la mordaza, acerqué la mano a su cara y junté mis labios con los suyos.
David soltó su escota totalmente, dejando que el foque flameara con el viento y me acercó hacia él para besarme con ansiedad, con un deseo que nos invadía a ambos. Abrí la boca y sentí su lengua jugar con la mía. Noté sus manos en mi cuello. Su cuerpo que se acercaba al mío. Entonces, de pronto, la botavara trasluchó violentamente y casi nos da un golpe en la cabeza. Con la emoción del encuentro, había desviado la caña y nos habíamos aproado al viento.
—Vaya, creo que en mi plan no tuve en cuenta que un velero no es el mejor sitio para reconciliarse —me reí.
—Sí, la verdad es que con todas estas cuerdas y poleas y cosas raras, no sé muy bien cómo vamos a hacer una escena de amor a lo James Bond... —se burló David.
Volví a besarlo y corregí el rumbo del velero.
Seguimos navegando un buen rato, pegados uno al otro, sintiendo nuestra presencia sin necesidad de decir nada.
Con la estela que dejaba el velero íbamos soltando todos nuestros temores, las dudas, los malentendidos, las incomprensiones. Teníamos toda una vida por delante y sabíamos que no iba a ser un camino siempre perfecto, pero juntos nos podíamos enfrentar a cualquier reto que nos pusieran.
Observé a David. Seguía con una amplia sonrisa en la cara. Me intenté imaginar todo lo que había pasado por su cabeza durante esos días, cómo debió de sentirse para sacrificar nuestra relación. El hecho de que quisiera protegerme me demostraba que me quería mucho más de lo que me había imaginado. Pero no tenía nada de que protegerme. Yo realmente no lo veía como a un ciego. Para mí era la persona de la que me había enamorado y eso era lo único que importaba.
David me puso la mano por encima del hombro y me acercó hasta él.
—Gracias —me dijo.
Lo besé otra vez. En ese momento deseé que estuviéramos en tierra para poder darle un gran abrazo. Como si me hubiera leído la mente, David dijo:
—¿Qué te parece si volvemos a tierra y nos vamos tú y yo este fin de semana a algún sitio? A lo mejor podemos encontrar una casa rústica, un hotelito cerca del mar o algo parecido —sugirió David—. Nos iremos tú y yo, solos.
—Me parece la mejor idea del mundo —contesté.
Estaba feliz. Volvíamos a estar juntos. Las cosas habían recuperado su rumbo y esta vez, nada ni nadie se interpondría entre nosotros. Aunque pensándolo bien... Sí había alguien que iba a interponerse entre nosotros. Alguien que había sido precisamente el responsable de que David y yo nos conociéramos.
Kits.
—Pero ¿no podría venir también Kits? —pregunté.
—Sí, claro, tú, yo y Kits —dijo David.
Emprendimos la travesía de vuelta al puerto de empopada. Cogidos de la mano. Deseando alejarnos de todo una vez más para seguir juntos.

CAPÍTULO 31




David. Junio de 2012
Cuando llegamos a la facultad, Blanca ya estaba esperándome. Se acercó a acariciar a Kits y me dio un beso.
—Qué elegante estás —dijo al verme—. ¿Listo para el gran día?
—Listísimo. Y menos cachondeo —contesté sonriendo.
—¿Ves como vas muy bien? —dijo mi madre orgullosa de tenerme a su lado. Era la primera vez que mis padres y Silvia me acompañaban a la facultad, pero la ocasión lo merecía. Era el día de mi graduación. Por la mañana había tenido la enésima discusión con mi madre, que se empeñaba en que debía ir vestido con chaqueta y corbata. Al final, después de llamar a Róber y de que me asegurara que él también iría formal, accedí a ponerme una camisa de manga larga, pantalones de pinzas y zapatos de vestir, a pesar del calor que hacía y de que el lugar iba a estar abarrotado de gente y el aire acondicionado apenas se notaría. La siguiente pelea que perdí fue con el fotógrafo que nos esperaba antes de la ceremonia y me obligó a ponerme el bonete y la muceta gris para la orla de fin de carrera.
Para mí, aquel día fue quizá uno de los más importantes de mi vida. Saludé a algunos compañeros antes de dirigirnos al edificio central donde se llevaría a cabo la ceremonia. Después de ocupar nuestros asientos, todavía tuvimos que esperar casi veinte minutos para que el acto diera comienzo. Todos nos pusimos de pie cuando el coro comenzó a cantar el Gaudeamus. Los ecos de la última nota se apagaron y se hizo el silencio en el Aula Magna. Tras un saludo inicial a los asistentes y una felicitación general a todos los que en ese día obtendríamos nuestra licenciatura, el decano comenzó con su relación de nombres y la recogida de cada diploma era acompañada de la correspondiente salva de aplausos por parte de los familiares y del resto de compañeros. El curso había finalizado y mis calificaciones, a pesar de no ser brillantes, tampoco estaban nada mal. No había perdido ni un solo año y tenía una mención especial en redacción periodística, lo que me permitiría acceder el año siguiente a los cursos de posgrado que necesitaba si al final me decidía a hacer un doctorado. También había logrado la medalla de bronce en los campeonatos universitarios de natación aunque durante el último trimestre, por culpa de los exámenes finales, tuve que reducir de forma notable mis horas de entrenamiento.
Delante de mí ya habían pasado Lola y Jorge. El siguiente en ser llamado, por orden alfabético, sería Róber y luego me tocaría el turno a mí. Había practicado previamente con Kits el recorrido que debía realizar. Desde mi asiento en primera fila saldríamos hacia la derecha, subiríamos los tres escalones que daban a la tarima, saludaría a los profesores, recogería el diploma que me acreditaba como licenciado en ciencias de la información, rama Periodismo, y mientras el decano llamaba al siguiente licenciado, volveríamos al mismo lugar entrando por el lado opuesto. Detrás dejaría cuatro años de carrera entre luces y sombras. Atrás también quedarían muchas horas de estudio, de trabajos, de apuntes y de exámenes.
Sentada a mi izquierda, mi madre daba buena cuenta del segundo paquete de pañuelos de papel mientras en el asiento de la derecha Blanca permanecía callada, sujetando con fuerza mi mano mientras atendía a la ceremonia. Desde aquel día en que salimos a navegar y el fin de semana siguiente que pasamos juntos en una casita que habíamos alquilado cerca de la playa, mis sentimientos por ella se habían afianzado y, una vez que conseguí entender claramente nuestra relación, había logrado un importante autocontrol sobre mi persona. Yo mismo me daba cuenta de cómo el adolescente aquel, impulsivo e inseguro, se había transformado en un chico tranquilo y seguro de sí mismo. En un adulto que sabía lo que quería y estaba dispuesto a luchar por ello. Y lo que quería, desde aquella noche en que la conocí escondida en el cuarto de la EPG, era a Blanca. Blanca tampoco era ya la niña que había dedicado gran parte de su tiempo y todo su cariño en educar un perro guía para mí. Blanca era la chica de la que me había enamorado, una parte de mí. Ella fue la que consiguió que superara mis miedos, mis incertidumbres y mis frustraciones, que me levantase todos los días con una nueva ilusión, con ganas de vivir, con ganas de comerme el mundo. Dejé de pensar cuando mi nombre sonó por los altavoces del aula.
Solté la mano de Blanca y le di un beso antes de ponerme de pie y dar el primer paso despacio, notando el rabo de Kits, que golpeaba contra mis piernas. Acaricié su cabeza y seguimos avanzando. Él caminaba con paso seguro, como siempre, y se dirigió hacia los escalones, donde se detuvo para marcarlos. Subimos a la tarima y nos acercamos hasta la mesa. Seguí el protocolo estrechando la mano de los profesores, agradeciendo sus felicitaciones y recogiendo finalmente mi diploma. Como en los casos anteriores, los asistentes comenzaron a aplaudir. Mis recuerdos volvieron a dos años atrás, cuando había entrado por primera vez en el aula con mi bastón y ciego. Entonces todos aplaudieron y el entusiasmo se desbordó. Pero esta vez yo no era el centro de atención. Los aplausos no sólo eran para mí; eran también para todos los demás. Para todos igual, sin distinción. Nadie veía allí a un chico ciego, nadie me consideraba distinto. No lo era. Yo era tan sólo uno más de los que ese día habíamos acudido a recoger el diploma.
Me senté de nuevo al lado de Blanca y noté que me estrechaba la mano entre las suyas.
—Lo has conseguido —me dijo dándome un beso.
—No, lo hemos conseguido —le corregí—. Tú y yo.

NOTA DE LOS AUTORES




Esta novela es una obra de ficción. Sin embargo, muchos de los hechos y algunos de los protagonistas, que accedieron a verse reflejados en estas páginas, están basados en la realidad.
Manuel Enríquez, al igual que David, no siempre fue ciego. Empezó a perder la vista a los treinta años a causa de una degeneración de retina y, en la actualidad, es ciego total. En el año 1999 comenzó a trabajar en la FOPG (Fundación ONCE del Perro Guía) como cuidador de perreras, y en 2004 ocupó el puesto de Coordinador Técnico de la misma, permaneciendo en contacto en todo momento con las distintas fases del proceso para obtener una amplia perspectiva de éste.
Ana Galán, al igual que Blanca, ha criado como voluntaria varios perros guía para la organización Guiding Eyes for the Blind, en Nueva York. Los métodos de entrenamiento y normas que describe en los capítulos de Blanca se basan en lo que aprendió Ana durante sus experiencias y no necesariamente reflejan los métodos que se siguen en otras escuelas. Su primer perro, Keifer, un labrador amarillo, consiguió graduarse y ahora trabaja en Canadá con una mujer llamada Deborah Mayne. Su segundo perro, Keats, un labrador negro, decidió que en lugar de trabajar como perro guía nos dejaría usar su nombre para la novela mientras él se dedica a disfrutar de una vida más tranquila en el sofá, tumbado al lado de su dueña cuando escribe.
Tanto la Escuela de Adiestramiento de la Fundación ONCE del Perro Guía, la única por el momento en España, como Guiding Eyes for the Blind, en Estados Unidos, son organizaciones sin ánimo de lucro dedicadas al entrenamiento de perros guía que sirven a la población ciega y con discapacidad visual en todo el mundo. Desde sus comienzos, ambas escuelas han proporcionado, gratuitamente, miles de perros entrenados para que las personas ciegas puedan vivir con dignidad, libertad y una mayor independencia. En el año 2008, la organización Guiding Eyes for the Blind lanzó además un nuevo programa con perros adiestrados, Heeling Autism (Curar el autismo), dedicado a servir a la comunidad local y a proporcionar seguridad y compañía a niños autistas.
La misión de estas organizaciones sólo es posible gracias a las personas que trabajan allí y a los voluntarios que dedican cientos de horas de su vida a conseguir una sola misión: proporcionar a los usuarios de perros guía la independencia que necesitan para trabajar, desplazarse de un lado a otro y llevar una vida lo más normal posible.
Desde aquí, queremos agradecer la labor de la Fundación ONCE y de Guiding Eyes for the Blind, a todas las personas que trabajan en dichas organizaciones y a todos los voluntarios que ofrecen su ayuda desinteresadamente.
Esperamos que nuestra historia despierte el interés en la cría y educación de los perros guía y entre todos consigamos abrir más puertas, concienciar a la gente de la importancia de estos animales y acercar a los lectores al mundo de la ceguera y asumir la palabra «ciego» como una más en nuestro vocabulario, sin las connotaciones peyorativas que en ocasiones lleva consigo.
También queríamos agradecer a las nuevas tecnologías y en especial, a la compañía Apple por incluir en sus dispositivos sistemas de acceso para personas que, como Manuel, tienen alguna deficiencia sensorial. Estas tecnologías permitieron a Ana y Manuel, que hasta el momento de publicar este libro no se han conocido en persona, trabajar juntos en esta novela y comunicarse diariamente. Asimismo, agradecemos a la facultad de veterinaria por sus enseñanzas y por conceder a los dos autores los títulos de licenciados en veterinaria, que ambos ejercieron brevemente antes de cambiar sus carreras. A nuestros familiares y amigos por aguantarnos en el proceso, a veces doloroso y frustrante, de dar a luz una novela.
Y por último, un inmenso agradecimiento a nuestra gran editora, Anna Casals (o Anna Boss, como la llamábamos entre nosotros) por sus indicaciones siempre tan acertadas y por soportar nuestros incesantes mensajes, bromas y pataletas cada vez recibíamos sus correcciones o nos pedía que volviéramos a repasar o reescribir algunos capítulos.
A todos ellos y a vosotros, lectores...





Cierra los ojos y mírame
Ana Galán y Manuel Enríquez

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© de la imagen de la portada, © Paul Hudson/Gettyimages

© Ana Galán y Manuel Enríquez, 2012
© Editorial Planeta, S. A., 2012
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Primera edición en libro electrónico (epub): octubre de 2012

ISBN: 978-84-08-03177-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.
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FIN