OLORES DE LA NIÑEZ
María
D. de León
Madrid,
06.06.13
El olor a
pan recién horneado le trajo recuerdos de su niñez.
Se vé de cachorrillo sentado en el suelo sobre un hule a
cuadros blancos y rojos. Esa cocina no era la de su casa. La madre asistía en casa de doña Florencia. Todas las mañanas le dejaba
al cuidado de la Jesusa ,
la vecina. Ésta se dedicaba a la fabricación de mantecadas, madalenas bollos, pan,
que vendía los sábados en el mercadillo.
Tanto en invierno como en verano encendía muy temprano la cocina de carbón.
En cuanto
llegaba le quitaba la ropa dejándole con una simple camisilla, con las
vergüenzas al aire. Le decía: “Así no pasarás calor lechoncito, y si te
meas no te escocerás…” Le colocaba sobre
una toalla protegida por la tela
impermeable. Para que se entretuviera le daba
una cuchara de madera, una
tapadera de cacerola, tres nueces, el almirez…
Él, desde su
posición vigilaba aquel trasero
voluminoso que oscilaba peligrosamente en un constante deambular en torno suyo.
A diferencia de su abuela, cuando las faldas se
revoloteaban dejaban escapar olor a
limón, a clavo, a canela…
Si lloraba,
aburrido o por encharcamiento, la
Jesusa le revisaba el culete, le aseaba y le apretaba contra ella
fuerte, fuerte. La cabecita se hundía entre aquellas masas blandas y calentitas
que olían a pan recién horneado. A él le gustaba acurrucarse allí, asiéndose a los salientes que como dos castañas emergían
de aquellos pechos. La Jesusa
le mecía entre los brazos y él,
seguro, se dormía sin soltar aquellos
asideros de quietud.
De vuelta a casa, por la noche, lo intentaaba con su madre, pero a ella no le
gustaba. Con un manotazo en las manos le
regañaba: “¡Cochino! Eso no se toca. Ya no tienes edad de mamar…”
Más tarde, en el colegio, muy en secreto, el
Matías le contó que eso en las tetas de
las mujeres se llamaban “pezones”.
Servían para dar de comer a los
hijos. Eso ya lo sabía él, pero no entendió por qué habían pillado al hermano
de su amigo intentandolo con los de la Conchi , tan canijos. Ninguno de los dos tenía edad: ni para dar el
pecho la una ni para mamar el otro. Se
enfadaron mucho y les llamaron guarros y
enanos mirones…
Desde su
silla de ruedas Luciano dormitaba. Entre sueños había percibido un aroma que le
había transportado a tiempos muy
lejanos, casi olvidados. Abrió los ojos. Su mirada no fue muy lejos.
Ante él hecho carne el aroma de la Jesusa.
El instinto de su infancia le impulsó a agarrar las
protuberancias castañeras que se le iban acercando. Un picotazo como de
abejorro le hizo cerrar los párpados.
Soltando lo que tenía
entre manos , se palpó la zona atacada. La voz de Laura Fe, dulce y cadenciosa
con su acento latino se dejó oir: “Ay don Lusiano, ve lo que le pasa por malón.
Esto no se toca. Si lo vuelve a haser se lo tendré que desir a sor Asunsión.
Seguro que le castiga sin postresito el domingo. Y ahora estese quietesito no le vaya
a meter de nuevo el cuentagotas en el ojito…”
Cuando se
le pasó el escozor la siguió con la mirada en su deambulando entre los residentes. Era la versión americana de la
pastelera: mismas caderas bamboleantes y generosas, igualitos los pechos de donde provenía ese olor a pan recién horneada que le había
traido recuerdos vívidos de su niñez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario