miércoles, 5 de junio de 2013

María Dolores León "Olores de la niñez"

                                              
                                            OLORES DE LA NIÑEZ
                                               María D. de León
                                               Madrid, 06.06.13

            El olor a pan recién horneado le trajo recuerdos de su niñez.
Se vé de cachorrillo sentado en el suelo sobre un hule a cuadros blancos y rojos. Esa cocina no era la de su casa.  La madre asistía en casa  de doña Florencia. Todas las mañanas le dejaba al cuidado de la Jesusa, la vecina. Ésta se dedicaba a la fabricación de  mantecadas, madalenas  bollos, pan,  que vendía los sábados en el mercadillo.  Tanto en invierno como en verano encendía muy temprano la cocina de carbón.
            En cuanto llegaba le quitaba la ropa dejándole con una simple camisilla, con las vergüenzas al aire. Le decía: “Así no pasarás calor lechoncito, y si te meas  no te escocerás…” Le colocaba sobre una toalla  protegida por la tela impermeable. Para que se entretuviera le daba   una cuchara de madera, una tapadera de cacerola, tres nueces,  el almirez…
            Él, desde su posición vigilaba aquel  trasero voluminoso que oscilaba peligrosamente en un constante deambular en torno suyo.  A diferencia  de su abuela, cuando las faldas se revoloteaban dejaban escapar  olor a limón, a clavo, a canela…
             Si  lloraba,  aburrido  o por encharcamiento,  la Jesusa le revisaba el  culete, le aseaba y le apretaba contra ella fuerte, fuerte. La cabecita se hundía entre aquellas masas blandas y calentitas que olían a pan recién horneado. A él le gustaba acurrucarse allí, asiéndose  a los salientes que como dos castañas emergían de aquellos pechos. La Jesusa le mecía  entre los brazos y él, seguro,  se dormía sin soltar aquellos asideros de quietud.  
             De vuelta a casa, por la noche,  lo intentaaba con su madre, pero a ella no le gustaba. Con un manotazo en las manos le  regañaba: “¡Cochino! Eso no se toca. Ya no tienes edad de mamar…”
             Más tarde, en el colegio, muy en secreto, el Matías le contó que eso en  las tetas de las  mujeres  se llamaban  “pezones”.  Servían  para dar de comer a los hijos. Eso ya lo sabía él, pero no entendió por qué habían pillado al hermano de su amigo intentandolo con los de la Conchi, tan canijos.  Ninguno de los dos tenía edad: ni para dar el pecho la una  ni para mamar el otro. Se enfadaron mucho  y les llamaron guarros y enanos mirones…
           
            Desde su silla de ruedas Luciano dormitaba. Entre sueños había percibido un aroma que le había  transportado a tiempos muy lejanos, casi olvidados. Abrió los ojos. Su mirada no fue  muy lejos.



 Ante él  hecho carne el aroma de la Jesusa.  El instinto de su infancia le impulsó a agarrar las protuberancias castañeras que se le iban acercando. Un picotazo como de abejorro le hizo cerrar  los párpados.
 

 Soltando lo que tenía entre manos , se palpó la zona atacada. La voz de Laura Fe, dulce y cadenciosa con su acento latino se dejó oir: “Ay don Lusiano, ve lo que le pasa por malón. Esto no se toca. Si lo vuelve a haser se lo tendré que desir a sor Asunsión. Seguro que  le castiga sin postresito el  domingo. Y ahora estese quietesito no le vaya a meter de nuevo el cuentagotas en el ojito…”
            Cuando se le pasó el escozor la siguió con la mirada en su  deambulando entre  los  residentes. Era la versión americana de la pastelera: mismas caderas bamboleantes y generosas,  igualitos los pechos de donde provenía  ese olor a pan recién horneada que le había traido recuerdos vívidos de su niñez.



           


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