Edad
para recordar
18
junio 2013.
Un gato
dorado hacía equilibrios entre las chimeneas.
Había transcurrido mucho tiempo sin mirarse al
deslucido espejo que colgaba sobre el deteriorado lavabo. Había quedado atrás
la época en que no quería ver su imagen
porque su propio envejecimiento la alteraba, le daba miedo.
Eso ya
pasó, de modo que ahora podía estudiar cada arruga de su cara sin inmutarse.
Más bien le gustaba, ya que a través de cada pliegue minúsculo remontaba el río
de su vida . Así podía atribuir a cada arruga un acontecimiento, un sentimiento
y los rostros de muchas personas.
¿Ves?.
Todo puede cambiar de un día para otro, incluso los afectos y los
comportamientos. A ella aquello de mirarse en el espejo y recordar le marcaba
el tiempo de la jornada.
Primero
aparecía el gato dorado y luego ella se entregaba mansamente al torrente del
pasado mientras se lavaba con lentitud.
Todavía,
despacito, bajaba las escaleras, desde la buhardilla, para dar un corto pàseo o
comprar algo que comer.
Sus
ahorros no le daban para mucho, pero cada vez tenía menos apetito.
Se encontraba bien y, sin embargo las escenas
de su vida anterior se mezclaban con las que podía imaginar respecto al futuro.
Los remotos
banquetes y los caprichos del gusto se veían borrados por las imágenes de
enfermedad, sufrimiento y soledad.
Braulio
vivía en el primero izquierda, tenía tres años más que ella y acechaba sus
pasos para hacerse el encontradizo.
Ella
sabía con exactitud cuales eran las zonas de su arrugado rostro que se
activaban cuando se lo encontraba. Coincidían con las pequeñas líneas que,
hacía mucho, se habían formado con la compañía de Mario.
Mario
no fue nunca su marido, su novio, ni su amante. Era un compañero de trabajo con
el que compartió frecuentes ratos para desayunar y todos los huecos posibles
del horario laboral.
La
verdadera amistad es cosa muy rara y más valiosa que el más voluptuoso de los
amores.
-Si tu
quisieras….- le decía Braulio.
Pero
ella no quería….prefería en su corazón, no los ardores del amor, sino el suave
calor de la amistad.
Siempre
había sido así y no pensaba cambiar ahora.
Y luego
estaba aquello que sólo sintió una vez. Aquel deseo rotundo de abandonarse a
él, a sus brazos.
Para
aquello no había arrugas identificadas. Tan sólo el amago de una lágrima.
Físicamente
Había sido su ideal y supo darse cuenta a tiempo de que él no la amaba, sólo la
deseaba.
Cada
día le costaba más prepararse la comida y mantener limpia la casa. Pero eso no
era nada frente a la tristeza que la
invadía algunas tardes. O esa soledad que se precipitaba sobre ella algunas
noches.
Entonces
su ánimo dudaba de todo y veía con claridad imágenes de una vida que no pudo
ser. El hombre fiel, cariñoso, un verdadero compañero que le hubiese dado
hijos.
Su
razón le argumentaba que su decisión fue la correcta, pero no podía sustraerse
a aquellos recuerdos que con frecuencia permanecían en una lejana bruma.
Después
de una corta siesta la tarde se movió con lentitud hasta el ocaso.
La
oscuridad desdibujó el contorno de los tejados, la cama le pareció un refugio
donde el sueño acabaría con el pensamiento.
El sol
volvió a entrar en la buhardilla y un gato dorado hacía equilibrios entre las
chimeneas.
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